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“Perdónenme que voy a hablar así, como hablo normalmente —la que tiene el micrófono es Ana María Guzmán, lateral derecha de selecciones de Colombia sub-17 y sub-20—, pero lo que vivimos en el Mundial fue una elegancia”. Todos se ríen, incluida ella. Aunque lo dice con desparpajo, confiada de su jerga, de su calle, es tímida. O, por lo menos, la abruma la atención, el foco constante de las cámaras, la incandescencia de las luces. Lo dicen sus ojos y se ve en su mirada, que revolotea sin encontrar puntos fijos.
Le dicen “la mona” y ella sonríe cuando le toca hablar. Como que antes de abrir la boca piensa lo que va a decir y le entra la risa, mínima. Luce tranquila y, cuando está al lado de sus compañeras, junto a las que logró la gesta de ser subcampeona del mundo, es inevitable no imaginarse que las jugadoras de esa selección femenina son una familia. “Construimos una energía muy bonita —comenta sonriendo— si soy sincera: me hacen mucha falta; ya las extraño”.
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Pasó hace un fin de semana. Y hace apenas unos días una multitud las recibió en el Movistar Arena. Esas mujeres saben que ya son legendarias: “La guerreamos y ahora la historia está escrita. Vimos que teníamos una oportunidad y la aprovechamos para brillar”.
Brillaron, sí. De hecho, paralizaron el país. Y ese sentir, la expresión popular que se escuchaba en cada tienda que sintonizaba el partido en los televisores, era el mismo: “Esas peladas hicieron lo que los hombres nunca pudieron”. Verdad, porque Colombia es potencia sudamericana en el fútbol femenino. Lo dicen los números.
Sin embargo, ese peso por ahora no las afecta. Menos a Ana María Guzmán. Cuando llegó a casa, en Pereira, no hubo bombos ni platillos. No hubo fiesta, ni maicena. Felices, estaban felices. Hasta ahí. “Somos sencillos. Me felicitaron, nos abrazamos, pero no más. Los pies están en la tierra”, explica la jugadora de Deportivo Pereira.
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La sencillez se la dio la vida, porque le tocó sufrir desde que tiene memoria. No fueron tiempos fáciles y la falta de oportunidades, en su natal Mistrató (Risaralda), la obligó a dejar a su familia atrás cuando apenas tenía diez años. Llegó a Pereira sola a vivir en la casa de una familia que no conocía, a estudiar para “ser alguien”, mientras en su estela se había quedado el calor del hogar.
No solo la afectó la lejanía, extrañar los abrazos de mamá, pensar en las risas de sus hermanos. “Fue un choque llegar allá. Yo, bien montañera, a vivir en la ciudad; fue un cambio drástico”, recuerda.
Todo era extraño, hostil y violento. No era su mundo, no era el lugar en el que había crecido. No pertenecía, pero necesitaba acoplarse y ahí llegó el fútbol. Más que una aparición, eso sí, fue una explosión. La pelota ya la conocía desde chiquita cuando sus seis hermanos, todos mayores, la ponían a jugar con ellos. Por eso, los recuerdos de su niñez la llevan al fútbol del pueblo, al que jugaba en la calle y después en el barrio. Al micro, a su familia, a su casa —donde todos jugaban a la pelota—, a los lugares que le hicieron amar la vida.
“¡Elegancia! —así como habla ella— Esa pelada sí sabe pisar la pelota”, se saca a uno, le hace un túnel al otro y para el balón. Piensa, pero en instantes. La toca, pero mira para el otro lado, como distraída. ¡Es una crack! Y, tras el gol, se abraza con sus hermanos. Ese es el fútbol de la calle, el que aprendió a jugar en su pueblo y la llevó a ser subcampeona mundial en la India.
Por eso nunca le tuvo miedo a nada. Jugaba entre hombres, sin distinciones, como debe ser, y todos mayores. Y a todos les pintaba la cara. Era una descarada con la pelota, a la que ha amado siempre, la que en sus rodadas le ha marcado el norte. “Mi fútbol es de corazón. Los 90 minutos se juegan a muerte. Y en mi peor día, no puedo dejar de correr ni un solo balón. Desde chiquita amé al fútbol. Y si me ponen en cualquier posición lo voy a hacer y bien, porque jugar al fútbol es lo que yo disfruto en la vida”.
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Guzmán es polivalente. Empezó de central y terminó de lateral. Anclada a la defensa, pero con proyección y talento para surcar otras áreas del campo. Tiene potencial, es una de las jugadoras con más futuro del fútbol femenino nacional. Promesa, con todas las letras.
La chispa siempre estuvo ahí, pero ahora es una jugadora más inteligente, con experiencia y control de las emociones. Y ojo, tiene 16 años. El margen para volverse ídolo es amplio y a la vez pesado; en el manejo de esa presión estará el reto de su posible grandeza. Lo destaca su entrenador de la selección sub-17, Carlos Paniagua: “Tiene fortaleza física y conceptos muy adelantados. Me sorprende y mucho para la edad que tiene”.
Y agrega que las millas acumuladas este año le dan para pensar pronto en dar un salto más allá de nuestras fronteras: “Ana María, solo este año, jugó los dos suramericanos, sub-17 y sub-20. Los dos mundiales de ambas categorías, los Juegos Bolivarianos. Acumulo 31 partidos internacionales y solo con 16 años”.
Ana María Guzmán, nuestra subcampeona Sub 17 del mundo regresa a Pereira y nos deja un hermoso mensaje de su experiencia ! @ParchePereiran #parchepereirano pic.twitter.com/MtIO2vdS1z
— Carlos Osorio (@carlososoriov) November 3, 2022
El 2022 un año superlativo para Ana María Guzmán en las selecciones juveniles, en las que acompañó, siendo referente en las sub-20 y sub-17, a jugadoras como Gabriela Rodríguez y Linda Caicedo, la gran estrella, la capitana, la líder de toda una generación. “Linda es una pelada increíble. Tiene una energía muy bonita. Siempre, en los buenos momentos, tiene una sonrisa y cuando una está triste o caída, ella aconseja y acompaña. Está presente siempre. Todas le decíamos que es la mejor jugadora del mundo. Y lo es, esa pelada es muy tesa”, dice Guzmán.
Sueñan y lo hacen juntas. Se inspiran, se cuidan, se proyectan y se aman. Son esa familia que espera seguir dando la pelea por el fútbol femenino en un país que empieza a darse cuenta de que el deporte no lo define el género. Que las brechas impuestas por el hombre se borran cuando las gestas dan su propia sentencia.
“Es una jugadora que dentro de poco va a estar en la selección de mayores. Y cuando llegue, seguro, no va a soltar el puesto”, dijo Paniagua hace unos meses. Es el sueño. Siempre lo fue, admite Guzmán. Para eso trabaja, para reivindicar el anhelo de la niña micrera que salió de Mistrató, un pequeño pueblo en Risaralda, para mirar al mundo con ansias de comérselo, siempre con la pelota pegada al pie.
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