Colombia perdió por goleada ante Brasil en la Copa América Femenina de Futsal
La tricolor encajó siete goles en el partido y se despidió del certamen. La canarinha espera rival para la final entre Argentina y Venezuela.
Juan Diego Forero Vélez
Tan solo pasó 1 minuto y 30 segundos para que Brasil marcará el primer gol. Roberto Bruno, entrenador de la selección de Colombia, caminaba de lado a lado, desconsolado, con la expresión preocupada y las ideas revueltas, mientras las brasileras celebraban con los brazos en alto, en el medio de la cancha, con sonrisas joviales y tiernas.
Colombia no lograba salir del estupor que le había generado aquel gol tempranero, quizá imaginaban otro desarrollo del partido, quizá algo más equitativo y parejo, pero la realidad demostraba lo contrario, demostraba, por ejemplo, que cada pelota muerta, en cualquier parte del campo, le pertenecía a las brasileras, que parecían jugar con inagotable energía.
Los ojos inexpertos dirían que Colombia jugaba con una menos, pero no, Brasil controlaba cada rincón del campo, cada respiro y cada contienda.
El Microestadio Malvinas Argentinas estaba a rebosar, los fanáticos se aglutinaron alrededor de las rejas para presenciar de primera mano la posible goleada de Brasil; posible y precariamente predecible. Las gradas estaban llenas de curiosos, la mayoría de pie, para evitar a aquellos que se negaban a sentarse y para poder seguir de forma fiel y esporádica el rápido correr de la pelota.
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Daniel Castilho, entrenador de la Selección de Brasil, respondía con gesto agrio y déspota a cada error de sus dirigidas, sin poder evitar exteriorizar su nerviosismo, sabiendo que debían liquidar el partido cuanto antes, mitigando cualquier intento de rebelión o réplica. Para Brasil, perder, en cualquier instancia, incluso en la final, era una deshonra y una desilusión; exigencia que se evidenciaba en la pasión y obligación que imprimían sus jugadoras en el campo.
Allison Olave era la única responsable de mantener el marcador opaco y soportable para las colombianas, que se veían incómodas y no paraban de defenderse de forma primitiva. Cada pelota sacada por la portera colombiana era demasiado ajustada, demasiado exigida.
En ciertos momentos, Colombia demostraba tener un poco más que ofrecer, movía la pelota y se mandaba hacia adelante, sin miedo, sin acongojarse. Estaban dispuestas a luchar, aunque en su afán de réplica cometieran muchos errores, y sus intentos fueran frecuentemente frenados y obstaculizados.
Faltando ocho minutos del primer tiempo llegó el segundo gol de Brasil. El abrazo vikingo y el grito ahogado de Castilho con su asistente apenas empezaba a liberarlo de su prisión de favoritas. La incomodidad aún era evidente, pero poco a poco se empezaba a evaporar.
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Brasil ganaba, pero no como acostumbraba, con holgura y displicencia. Colombia incomodaba como podía, pero sus intentos no pasaban de ser infantiles y flojos. El segundo gol entumecía a las colombianas y envalentonaba a las brasileras, que olían sangre y empezaban a atacar con mayor intensidad y brío, mientras el equipo colombiano no podía seguirle el ritmo, agotado y perdido.
El tercero llegó a los pocos minutos, relajando a Brasil un poco más. Camargo tuvo que sacrificarse con una mano en el área para retrasar unos segundos el cuarto gol, que llegaría de penal, luego de que Daniela se retirara de la cancha con una risa irónica mientras se tapaba la cara con las manos extendidas.
“No estamos regresando, y mientras nos quedamos atrás, ellas están activas, nos están atacando vertiginosamente (...) Más concentradas, pelota y jugador, para que no nos ganen la posición. y Diviertanse”, atinaba a decir Bruno en tiempo fuera, con la voz paternal y las esperanzas perdidas.
“Vamos, vamos vamos” respondían las jugadoras, rompiendo el semicírculo. Pero luego de la charla motivacional, y de los gestos de asentimiento, todo sería de Brasil, nada cambiaría, al menos no para bien.
Los ataques colombianos eran esporádicos y suicidas, una jugadora en solitario solía encontrarse frente a tres brasileras que la acorralaban con furia y la obligaban a disparar sin destino. La cara de Daniel Castilho ya era la usual, su risa socarrona y relajada demostraba que empezaba a desentenderse del partido, y que su mente viajaba hacia la final, abandonando su cuerpo. Luego cayeron otros tres goles, 7-0, como un suspiro, Brasil ganaba ya sin esforzarse, y Colombia, inexplicablemente, empezaba a bajar los brazos.
El resultado no se movió, ni la ganas, ni el desarrollo del partido. Lo que pudo haber sido una goleada más estrepitosa, terminó siendo apenas una goleada más de Brasil.
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Las colombianas jugaron con mucho deseo, pero se vieron totalmente superadas por el talento y entendimiento de la canarinha. Brasil lleva 49 goles marcados en el torneo y 1 solo recibido en su debut, muy lejos ya. Ahora espera por Argentina o Venezuela.
La verdeamarela ha ganado todas las finales que ha disputado de este certamen, y ciertamente, en sus cabezas, no creo que consideren posible la derrota. El 1 de octubre jugarán su séptima final.
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Tan solo pasó 1 minuto y 30 segundos para que Brasil marcará el primer gol. Roberto Bruno, entrenador de la selección de Colombia, caminaba de lado a lado, desconsolado, con la expresión preocupada y las ideas revueltas, mientras las brasileras celebraban con los brazos en alto, en el medio de la cancha, con sonrisas joviales y tiernas.
Colombia no lograba salir del estupor que le había generado aquel gol tempranero, quizá imaginaban otro desarrollo del partido, quizá algo más equitativo y parejo, pero la realidad demostraba lo contrario, demostraba, por ejemplo, que cada pelota muerta, en cualquier parte del campo, le pertenecía a las brasileras, que parecían jugar con inagotable energía.
Los ojos inexpertos dirían que Colombia jugaba con una menos, pero no, Brasil controlaba cada rincón del campo, cada respiro y cada contienda.
El Microestadio Malvinas Argentinas estaba a rebosar, los fanáticos se aglutinaron alrededor de las rejas para presenciar de primera mano la posible goleada de Brasil; posible y precariamente predecible. Las gradas estaban llenas de curiosos, la mayoría de pie, para evitar a aquellos que se negaban a sentarse y para poder seguir de forma fiel y esporádica el rápido correr de la pelota.
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Daniel Castilho, entrenador de la Selección de Brasil, respondía con gesto agrio y déspota a cada error de sus dirigidas, sin poder evitar exteriorizar su nerviosismo, sabiendo que debían liquidar el partido cuanto antes, mitigando cualquier intento de rebelión o réplica. Para Brasil, perder, en cualquier instancia, incluso en la final, era una deshonra y una desilusión; exigencia que se evidenciaba en la pasión y obligación que imprimían sus jugadoras en el campo.
Allison Olave era la única responsable de mantener el marcador opaco y soportable para las colombianas, que se veían incómodas y no paraban de defenderse de forma primitiva. Cada pelota sacada por la portera colombiana era demasiado ajustada, demasiado exigida.
En ciertos momentos, Colombia demostraba tener un poco más que ofrecer, movía la pelota y se mandaba hacia adelante, sin miedo, sin acongojarse. Estaban dispuestas a luchar, aunque en su afán de réplica cometieran muchos errores, y sus intentos fueran frecuentemente frenados y obstaculizados.
Faltando ocho minutos del primer tiempo llegó el segundo gol de Brasil. El abrazo vikingo y el grito ahogado de Castilho con su asistente apenas empezaba a liberarlo de su prisión de favoritas. La incomodidad aún era evidente, pero poco a poco se empezaba a evaporar.
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Brasil ganaba, pero no como acostumbraba, con holgura y displicencia. Colombia incomodaba como podía, pero sus intentos no pasaban de ser infantiles y flojos. El segundo gol entumecía a las colombianas y envalentonaba a las brasileras, que olían sangre y empezaban a atacar con mayor intensidad y brío, mientras el equipo colombiano no podía seguirle el ritmo, agotado y perdido.
El tercero llegó a los pocos minutos, relajando a Brasil un poco más. Camargo tuvo que sacrificarse con una mano en el área para retrasar unos segundos el cuarto gol, que llegaría de penal, luego de que Daniela se retirara de la cancha con una risa irónica mientras se tapaba la cara con las manos extendidas.
“No estamos regresando, y mientras nos quedamos atrás, ellas están activas, nos están atacando vertiginosamente (...) Más concentradas, pelota y jugador, para que no nos ganen la posición. y Diviertanse”, atinaba a decir Bruno en tiempo fuera, con la voz paternal y las esperanzas perdidas.
“Vamos, vamos vamos” respondían las jugadoras, rompiendo el semicírculo. Pero luego de la charla motivacional, y de los gestos de asentimiento, todo sería de Brasil, nada cambiaría, al menos no para bien.
Los ataques colombianos eran esporádicos y suicidas, una jugadora en solitario solía encontrarse frente a tres brasileras que la acorralaban con furia y la obligaban a disparar sin destino. La cara de Daniel Castilho ya era la usual, su risa socarrona y relajada demostraba que empezaba a desentenderse del partido, y que su mente viajaba hacia la final, abandonando su cuerpo. Luego cayeron otros tres goles, 7-0, como un suspiro, Brasil ganaba ya sin esforzarse, y Colombia, inexplicablemente, empezaba a bajar los brazos.
El resultado no se movió, ni la ganas, ni el desarrollo del partido. Lo que pudo haber sido una goleada más estrepitosa, terminó siendo apenas una goleada más de Brasil.
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