Del gol olímpico de Marcos Coll al “Puskas” de James Rodríguez
En 1962 Colombia jugó el primer Mundial de su historia. La épica de los relatos que construyeron la historia de nuestro fútbol. 60 años después de nuestra primera Copa del Mundo. Nueva entrega del especial “¿A qué jugamos?”.
Fernando Camilo Garzón
En dos balones, que viajaron por el aire, se condensa la historia del fútbol colombiano. El primero salió de un tiro de esquina que cobró Marcos Coll en Chile 1962, la Copa del Mundo con la que empezamos nuestra historia en los Mundiales. Lev Yashin, la Araña Negra soviética, el mejor arquero de todos los tiempos, no vio el balón. ¿Fue una confusión? ¿La luz, el hombre en el primer palo o el viento? Cualquiera, o todas al mismo tiempo, detonaron en un hecho icónico: el único gol olímpico en la historia de los Mundiales. Y fue nuestro. El segundo fue una obra de James Rodríguez. Y ese balón sí que lo vio el arquero Fernando Muslera, que se estiró entero para sacar el remate que se estrelló en el travesaño antes de pasar la línea de gol. No le valió de nada el esfuerzo al portero uruguayo, Colombia se clasificó a los cuartos de final del Mundial de Brasil, lo más lejos que hemos llegado.
Dos gestas. Dos instantes perfectos, momentos cumbres de nuestro balompié que, junto al tanto de Freddy Rincón a Alemania en 1990, son nuestros goles más importantes. Si tenemos una identidad, parte de esos momentos. De la memoria de nuestras hazañas, la épica de nuestro relato.
Desde que Colombia fue por primera vez a un Mundial han pasado 60 años. Seis décadas en las que nuestro fútbol jamás ha podido definir una identidad. Dispersa y discontinua, nuestra idea de juego naufraga, pero se sostiene por el peso de las historias. De sus jugadores, que como los héroes de las epopeyas griegas, definen la memoria colectiva.
Mire de este especial: Los primeros héroes del fútbol colombiano y el mito de la identidad
Un día la conciencia de la humanidad dejó de ser individual y empezamos a pensarnos como pueblo. Ahí surgió la urgencia de contarnos. De narrar nuestra existencia, lo cotidiano, y lo más significativo de nuestras hazañas. Fueron los griegos, a través de la épica, los que pensaron la identidad desde la memoria de las proezas, aventuras y majestuosidad de sus héroes. Por eso, el paso de la historia y los personajes que la moldearon son importantes para definir a qué jugamos, la identidad perdida que se oculta tras las grandes gestas.
Un 30 de mayo, pero de 1962
Colombia llegó al Mundial del 62 casi que por milagro. En la eliminatoria no estaban ni Chile, el organizador de la Copa, ni Brasil, el campeón del 58. Y el sorteo determinó que el rival sería Perú. La selección, dirigida por Adolfo Pedernera, le ganó el ida y vuelta a los incas y llegó a la cita global sin grandes expectativas.
Mire: Adolfo Pedernera, el que pedía no matar a Dios a pelotazos
Nuestra historia era precoz. Había pasado El Dorado, pero los futbolistas colombianos en la liga eran contados. La idea de una selección nacional no existía. A los primeros seis Mundiales no fuimos, y el atraso táctico y técnico con respecto al mundo era abismal. No obstante, el 30 de mayo nos presentamos al mundo. Era el equipo de Marino Klinger, Germán Cuca Aceros, Efraín el Caimán Sánchez, Francisco el Cobo Zuluaga, Delio Maravilla Gamboa y, por supuesto, Marcos Coll. El partido fue contra Uruguay. Perdimos 2-1.
“Contra la Unión Soviética no había expectativas. Era una de las mejores selecciones del mundo. A los 11 minutos ya perdíamos 3-0. Y desde el banco llegó un mensaje de Pedernera: ¡Toquemos la pelota!”, recordó en conversación con El Espectador el historiador Guillermo Ruiz. Colombia empezó a mover el balón. Llegó el primero de Cuca Aceros, pero empezando el segundo tiempo los soviéticos metieron otro. Y ahí apareció, en el minuto 68, el tanto de Marcos Coll.
“Intenté tirarla a media altura, ninguno de nuestros jugadores era alto y no tenía sentido mandarla arriba. No creí que el balón se fuera a meter y, cuando pasó, lo primero que me pregunté fue: ¿pasó o no pasó?”. Y sí, había sucedido. Cuatro minutos después, Antonio Rada hizo el 4-3 y dos más tarde Klinger el 4-4.
De la nada, Colombia consiguió un resultado histórico. “La victoria nos mareó. Se nos subió a la cabeza. Por eso, después perdimos 5-0 contra Yugoslavia, un resultado que nos pesó toda la vida. Y nos demoramos 30 años quitárnoslo de encima”.
Colombia, explosión y nuevo aire
Después del Mundial del 62, Colombia no volvió a tener grandes gestas durante casi tres décadas. Rozó la gloria, con la generación de Willignton Ortiz, Jairo Arboleda, Pedro Zape, Alejandro Brand, entre otros, en la Copa América del 75, pero fue hasta el Mundial de Italia 90, con Francisco Maturana a la cabeza, que volvió a los Mundiales.
Le puede interesar: Las generaciones perdidas I: los futbolistas errantes que no fueron al Mundial
Y en la Copa de Italia 90, la selección vivió nuevas hazañas. Freddy Rincón fue el héroe con un gol inolvidable a Alemania, el campeón del torneo. Un poema épico, de último minuto, un suspiro de un partido en el que la generación dorada, la del Pibe Valderrama, de Adolfo el Tren Valencia, Faustino Asprilla, Leonel Álvarez y René Higuita, demostró, por primera vez, que sí teníamos una idea de juego.
Fueron las gestas de esa selección, que llegó hasta los octavos de final, las que construyeron nuestra noción del fútbol. Empezamos a escribir nuestra historia. Fue en esa década, explosiva y convulsa, en la que el balompié se mezcló con el narcotráfico, en la que llegaron nuestros primeros triunfos, cuando aparecimos en el panorama global.
En contexto: El juego de las mafias I: América, del rojo pueblo al rojo sangre
Después de Italia vino la euforia. Goleamos a Argentina y llegamos con los aires arriba para Estados Unidos en 1994. Y la decepción fue mayúscula. Eliminados en primera ronda, cuando decía Pelé, la mayor estrella de la historia, que éramos el mejor equipo del mundo. Y tocó aceptar que Rumania y Estados Unidos, dos equipos, incluso, con menos pergaminos, nos dejaron afuera. Francia 98 fue el coletazo del proceso, como la Copa América de 2001, la generación dorada llegó a su fin.
La historia es cíclica y el relato de mitad de siglo se repitió. Colombia volvió al Mundial hasta 2014, de la mano de José Pékerman. Otra generación de futbolistas errantes se perdió tres Copas del Mundo. Y ahí, como un nuevo aire, aparecieron nuevos nombres como James Rodríguez, David Ospina, Juan Guillermo Cuadrado y Falcao García, que se perdió la Copa de Brasil por una lesión, pero llegó a Rusia.
James fue el elegido para encumbrar a Colombia en el máximo plano. La selección, en 2014, alcanzó su mejor registro, los cuartos de final. Y así como las hazañas de Marcos Coll y Freddy Rincón formaron la identidad, Rodríguez, el 10 del zurdazo inolvidable contra Uruguay, construyó el ícono de la nueva era. La selección jugó en Rusia 2018 su último Mundial y cayó eliminada contra Inglaterra en los penaltis, un día en el que Yerry Mina hizo otro de esos goles históricos, que por el peso del relato, tal vez, también peleará contra el olvido.
Hoy, tras eliminación de Catar 2022, nos preguntamos: ¿A qué jugamos? Y es en la historia de esas gestas que podemos responder la pregunta. La épica, la memoria que guía los relatos, lleva a esa nostalgia. Los recuerdos de los goles, los personajes y los equipos que moldean nuestro estilo. Tras 60 años de nuestro primer Mundial y una identidad que seguimos buscando.
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En dos balones, que viajaron por el aire, se condensa la historia del fútbol colombiano. El primero salió de un tiro de esquina que cobró Marcos Coll en Chile 1962, la Copa del Mundo con la que empezamos nuestra historia en los Mundiales. Lev Yashin, la Araña Negra soviética, el mejor arquero de todos los tiempos, no vio el balón. ¿Fue una confusión? ¿La luz, el hombre en el primer palo o el viento? Cualquiera, o todas al mismo tiempo, detonaron en un hecho icónico: el único gol olímpico en la historia de los Mundiales. Y fue nuestro. El segundo fue una obra de James Rodríguez. Y ese balón sí que lo vio el arquero Fernando Muslera, que se estiró entero para sacar el remate que se estrelló en el travesaño antes de pasar la línea de gol. No le valió de nada el esfuerzo al portero uruguayo, Colombia se clasificó a los cuartos de final del Mundial de Brasil, lo más lejos que hemos llegado.
Dos gestas. Dos instantes perfectos, momentos cumbres de nuestro balompié que, junto al tanto de Freddy Rincón a Alemania en 1990, son nuestros goles más importantes. Si tenemos una identidad, parte de esos momentos. De la memoria de nuestras hazañas, la épica de nuestro relato.
Desde que Colombia fue por primera vez a un Mundial han pasado 60 años. Seis décadas en las que nuestro fútbol jamás ha podido definir una identidad. Dispersa y discontinua, nuestra idea de juego naufraga, pero se sostiene por el peso de las historias. De sus jugadores, que como los héroes de las epopeyas griegas, definen la memoria colectiva.
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Un día la conciencia de la humanidad dejó de ser individual y empezamos a pensarnos como pueblo. Ahí surgió la urgencia de contarnos. De narrar nuestra existencia, lo cotidiano, y lo más significativo de nuestras hazañas. Fueron los griegos, a través de la épica, los que pensaron la identidad desde la memoria de las proezas, aventuras y majestuosidad de sus héroes. Por eso, el paso de la historia y los personajes que la moldearon son importantes para definir a qué jugamos, la identidad perdida que se oculta tras las grandes gestas.
Un 30 de mayo, pero de 1962
Colombia llegó al Mundial del 62 casi que por milagro. En la eliminatoria no estaban ni Chile, el organizador de la Copa, ni Brasil, el campeón del 58. Y el sorteo determinó que el rival sería Perú. La selección, dirigida por Adolfo Pedernera, le ganó el ida y vuelta a los incas y llegó a la cita global sin grandes expectativas.
Mire: Adolfo Pedernera, el que pedía no matar a Dios a pelotazos
Nuestra historia era precoz. Había pasado El Dorado, pero los futbolistas colombianos en la liga eran contados. La idea de una selección nacional no existía. A los primeros seis Mundiales no fuimos, y el atraso táctico y técnico con respecto al mundo era abismal. No obstante, el 30 de mayo nos presentamos al mundo. Era el equipo de Marino Klinger, Germán Cuca Aceros, Efraín el Caimán Sánchez, Francisco el Cobo Zuluaga, Delio Maravilla Gamboa y, por supuesto, Marcos Coll. El partido fue contra Uruguay. Perdimos 2-1.
“Contra la Unión Soviética no había expectativas. Era una de las mejores selecciones del mundo. A los 11 minutos ya perdíamos 3-0. Y desde el banco llegó un mensaje de Pedernera: ¡Toquemos la pelota!”, recordó en conversación con El Espectador el historiador Guillermo Ruiz. Colombia empezó a mover el balón. Llegó el primero de Cuca Aceros, pero empezando el segundo tiempo los soviéticos metieron otro. Y ahí apareció, en el minuto 68, el tanto de Marcos Coll.
“Intenté tirarla a media altura, ninguno de nuestros jugadores era alto y no tenía sentido mandarla arriba. No creí que el balón se fuera a meter y, cuando pasó, lo primero que me pregunté fue: ¿pasó o no pasó?”. Y sí, había sucedido. Cuatro minutos después, Antonio Rada hizo el 4-3 y dos más tarde Klinger el 4-4.
De la nada, Colombia consiguió un resultado histórico. “La victoria nos mareó. Se nos subió a la cabeza. Por eso, después perdimos 5-0 contra Yugoslavia, un resultado que nos pesó toda la vida. Y nos demoramos 30 años quitárnoslo de encima”.
Colombia, explosión y nuevo aire
Después del Mundial del 62, Colombia no volvió a tener grandes gestas durante casi tres décadas. Rozó la gloria, con la generación de Willignton Ortiz, Jairo Arboleda, Pedro Zape, Alejandro Brand, entre otros, en la Copa América del 75, pero fue hasta el Mundial de Italia 90, con Francisco Maturana a la cabeza, que volvió a los Mundiales.
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Y en la Copa de Italia 90, la selección vivió nuevas hazañas. Freddy Rincón fue el héroe con un gol inolvidable a Alemania, el campeón del torneo. Un poema épico, de último minuto, un suspiro de un partido en el que la generación dorada, la del Pibe Valderrama, de Adolfo el Tren Valencia, Faustino Asprilla, Leonel Álvarez y René Higuita, demostró, por primera vez, que sí teníamos una idea de juego.
Fueron las gestas de esa selección, que llegó hasta los octavos de final, las que construyeron nuestra noción del fútbol. Empezamos a escribir nuestra historia. Fue en esa década, explosiva y convulsa, en la que el balompié se mezcló con el narcotráfico, en la que llegaron nuestros primeros triunfos, cuando aparecimos en el panorama global.
En contexto: El juego de las mafias I: América, del rojo pueblo al rojo sangre
Después de Italia vino la euforia. Goleamos a Argentina y llegamos con los aires arriba para Estados Unidos en 1994. Y la decepción fue mayúscula. Eliminados en primera ronda, cuando decía Pelé, la mayor estrella de la historia, que éramos el mejor equipo del mundo. Y tocó aceptar que Rumania y Estados Unidos, dos equipos, incluso, con menos pergaminos, nos dejaron afuera. Francia 98 fue el coletazo del proceso, como la Copa América de 2001, la generación dorada llegó a su fin.
La historia es cíclica y el relato de mitad de siglo se repitió. Colombia volvió al Mundial hasta 2014, de la mano de José Pékerman. Otra generación de futbolistas errantes se perdió tres Copas del Mundo. Y ahí, como un nuevo aire, aparecieron nuevos nombres como James Rodríguez, David Ospina, Juan Guillermo Cuadrado y Falcao García, que se perdió la Copa de Brasil por una lesión, pero llegó a Rusia.
James fue el elegido para encumbrar a Colombia en el máximo plano. La selección, en 2014, alcanzó su mejor registro, los cuartos de final. Y así como las hazañas de Marcos Coll y Freddy Rincón formaron la identidad, Rodríguez, el 10 del zurdazo inolvidable contra Uruguay, construyó el ícono de la nueva era. La selección jugó en Rusia 2018 su último Mundial y cayó eliminada contra Inglaterra en los penaltis, un día en el que Yerry Mina hizo otro de esos goles históricos, que por el peso del relato, tal vez, también peleará contra el olvido.
Hoy, tras eliminación de Catar 2022, nos preguntamos: ¿A qué jugamos? Y es en la historia de esas gestas que podemos responder la pregunta. La épica, la memoria que guía los relatos, lleva a esa nostalgia. Los recuerdos de los goles, los personajes y los equipos que moldean nuestro estilo. Tras 60 años de nuestro primer Mundial y una identidad que seguimos buscando.
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