Cuando le preguntan por cómo empezó todo, lo primero de lo que habla Nicolle Mancilla es de la suavidad de la arena y de lo pesado del barro. Al mencionar sus pies descalzos se le vienen a la memoria las canchas que hacía junto a sus amigos con pequeños troncos de madera. Los recuerda frágiles, ante el soplo del viento, y a veces húmedos, por el golpeo de las olas en la playa de su vereda, Chico Pérez, una pequeña aldea circunscrita a Santa Bárbara, municipio del Pacífico nariñense. “No había para los zapatos”, alerta, por eso pisaban la pelota con la planta de los pies desnudos. Así se enamoró del fútbol.
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Al relatar sus inicios, Mancilla sonríe. Le da nostalgia y lo reconoce. La semana pasada, más de 15 años después de sus primeros goles, la colombiana fue reconocida como la mejor jugadora joven de fútbol sala del planeta. El premio se lo concedieron en la gala de los Jako Futsal Awards, principalmente, por ser la líder de la selección colombiana sub-20 que logró el histórico título contra Brasil el año pasado en el Suramericano que se jugó en Paraguay. Nunca había pasado, y por eso se premió a la joven talentosa, de apenas 20 años, como la gran promesa del futsal a nivel mundial.
Cuando le contaron, no creyó la noticia. Sin embargo, la habían etiquetado en tantas publicaciones de Instagram, que terminó por creerse el cuento. Y al contarle a su mamá descubrió en ella un profundo orgullo que, en esos primeros años de los goles en la playa en Chico Pérez, tal vez habría sido insospechado. Cuando todo inició a ella no le hacía mucha gracia que su hija se dedicara al fútbol. Hacía caso omiso y oídos sordos a los hombres que le decían que si la niña se ponía a patear una pelota iba a empezar a caminar y hablar como macho. Más bien le preocupaba que, por quedarse dándole golpes a un balón, la pequeña se olvidara de los estudios. Más de una vez ese miedo fue motivo de regaños y reprimendas. No obstante, no había mucho que hacer, Nicolle Mancilla estaba cegada por el balón.
En Chico Pérez no existía cancha grande y, por eso, la niña se hizo experta en el fútbol reducido. Jugaban donde podían y, muchas veces, cinco contra cinco. No había tampoco muchos balones, lo cual siempre fue una ventaja, porque ella tenía uno de los pocos de la vereda. Y cuando a los niños les salía la falsa hombría que aprendían desde la casa, y no querían dejarla jugar, ella les respondía fácil: “Listo, entonces no hay balón”. Creció compitiendo entre hombres y cuando se mudó con su mamá a Guapi, Cauca, tenía seis años y la convicción intacta de que quería ser futbolista.
“Ser reconocida hoy como la mejor del mundo me hace sentir feliz, porque por eso he trabajado. Mi ilusión siempre fue hacer grandes cosas. Me siento agradecida porque también es recordar todo lo que me he preparado, mis inicios y las personas que me han ayudado. Es de ellos, no solamente es mío, es de las personas que han estado ahí. Que la gente sepa que no llegué acá sola, siempre he tenido un apoyo”, responde.
Sus primeras competencias fueron gracias a su tío, “Quique” Arrechea, que organizaba recochas para que los niños se distrajeran jugando partidos. Sin embargo, después, cuando entró al colegio en Guapi, la cosa se puso más seria. Un profesor ofreció pagarle el colegio, siempre y cuando ella jugara para su escuela, y así fue que empezó a viajar a otros pueblos, como Tumaco, Iscuandé, Timbiquí y López de Micay, a competir y a hacerse ver. Su talento la llevó a las pruebas Supérate, y una vez, de hecho, en un torneo en Popayán, le ofrecieron irse a jugar a Ecuador.
Su mamá no la dejó, pero quedó en Mancilla prendida la chispa que poco tiempo después la llevaría a Cali para probarse en las inferiores del hoy extinto Cortuluá. Por ese entonces empezaba a sonar el nombre de Linda Caicedo en América, y la niña de Chico Pérez la usó como excusa para convencer a la jefa de la casa, con la complicidad de su hermano, de que necesitaba irse a la capital del Valle del Cauca para cumplir el anhelo.
No contaban con la pandemia, no obstante, ni con la lesión de rodilla que vendría después. El camino, tan cuesta arriba, pareció acabarse, y fue entonces cuando se abrió la puerta del futbol sala, la modalidad en la que Mancilla brilló desde que la llamaron cuando la vieron jugando al fútbol callejero en las cuadras de Cali. Ya había sido selección sub-20 a los 18, antes de volverse la estrella el año pasado del equipo del profesor Roberto Bruno, que le ganó el título a las brasileñas, y ya lleva poco más de una temporada despuntando con el Club Deportivo Independiente Cali, el primer equipo que la firmó en su precoz carrera.
Su futuro no lo tiene claro, pues dice que vive el día a día. Si la llaman a la Copa América Femenina de Futsal, dice que acudirá con orgullo al llamado. No obstante, explica que, aunque vislumbra un futuro prometedor en el fútbol sala, no se cierra al fútbol 11. Está esperando una oportunidad. “No me he decidido por el futsal. Simplemente, he aprovechado las oportunidades que me han salido, pero jamás le he cerrado las puertas al fútbol”, explica.
Muchos le hablan, cuando ella expresa su deseo, de Richard Ríos. Y ella explica que lo conoce y que se sabe su historia; cómo pasó del futsal a ser futbolista en Brasil y, hoy en día, titular de la selección de Colombia. Sin embargo, no la trasnocha seguir ese camino: “Nunca me ha importado. No soy de referentes ni grandes ídolos. Siempre me gustó Ronaldinho, porque también jugó fútbol sala y después brilló en el fútbol, pero mi gran ejemplo a seguir he sido yo. Esa niña que jugaba descalza en la playa, entre el barro y la arena, y que hoy es la mejor jugadora juvenil del mundo”.
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