La danza de las selecciones de Colombia de Maturana
Los principios de los combinados de finales de los 80 y la década del 90, referenciados histórica y mayoritariamente como el reflejo de nuestra forma identitaria de jugar al fútbol. “¿A qué jugamos?”, nueva entrega.
Además de implementarlo en Atlético Nacional, el fútbol con conceptos de baloncesto también lo aplicó Francisco Maturana en la selección de Colombia desde 1987. En la Copa América de ese año alineó de arquero a un René Higuita de 20 años, porque quería a “11 futbolistas que produjeran juego”, y comenzó la era del 4-2-2-2 como esquema base. Leonel Álvarez, fijo. Su acompañante en la recuperación varió durante toda la era, pero él siempre fue inamovible, pues sabía relevar, perfilarse, quitar y dar pases que rompían líneas.
Mire el especial⚽: ¿A qué jugamos? Identidad e historia del fútbol colombiano
No obstante, como le dijo Maturana a este diario, “en el fútbol no existe esa posibilidad de tener un esquema único”. El esquema se refiere únicamente a una distribución geográfica inicial. Y este se modifica de acuerdo con el movimiento de la pelota, el rival y las determinadas acciones de cada partido. Por eso en el recordado encuentro por el tercer puesto contra la Argentina de Maradona, que venía de ser campeona del mundo, Colombia cambió y formó con cinco mediocampistas y Juan Jairo Galeano como único delantero.
“Ellos venían de ser campeones del mundo, estaban en su casa y Colombia jugó de tú a tú con su fútbol”, rememoró Maturana sobre ese compromiso, uno de los que más ha disfrutado viéndolo de nuevo. ¿Cuál era “su fútbol”? Se basaba en un ordenado y eficiente funcionamiento en defensa, pues en ataque la clave estaba en el desorden, en la inventiva, en el talento creativo. Y el pilar de ese orden era un cuatro en defensa generando una curva en los costados, porque los laterales de entonces no eran tan rápidos y no se podía jugar totalmente en línea, y una presión zonal que permitía recuperar más velozmente el balón. Esa que el uruguayo José Ricardo de León tomó del baloncesto y se la enseñó a Luis Cubilla, uno de los hombres de los que más aprendió Maturana.
Ese fútbol de Colombia también significaba, cuando recuperaba la pelota, avanzar hacia el arco rival con pases cortos, cambios de frente, diagonales de los delanteros, pases filtrados, centros atrás y definiciones efectivas. Era tocar y tocar, para mover a la defensa contraria y crear espacios en los que el desorden ofensivo aparecía. De hecho, el 4-2-2-2 se transformaba en 4-2-3-1, con Valderrama detrás del “9″ y Redín tirándose hacia un costado. En defensa era 4-4-2 o 4-4-1-1, aunque esa fase de recuperación se basaba, explicó Maturana, “en aplicar correctamente los principios y subprincipios que se refieren a esa parte del juego. Es no invadir zona, saber dónde el defensor es importante, porque él no es importante en la mitad del campo, a menos que esté haciendo una cobertura. Ahí nacen los perfiles y el repliegue. La parte pensante del fútbol es la defensa”.
Así derrotó 2-1 a Argentina en el Monumental, y el balompié suramericano comenzó a hablar de un equipo que capitaneaba un rubio de crespos que jugaba con las medias bajas y la cabeza en alto. Ese que entendía los secretos desequilibrantes del juego y que fue el líder dentro de la cancha de una selección que cambiaba algunos nombres, pero no el estilo. Esa que con un gol del Palomo Usuriaga a Israel se clasificó a Italia 90, cuya convocatoria, igual que la de cuatro años después, tuvo componentes antropológicos, pues el entrenador ha sido un convencido de que la cultura de cada futbolista se traslada al césped.
Por eso la alegría y la desfachatez de la costa se reflejaban en unos delanteros a los que solo les importaba anotar. La fantasía de los vallecaucanos llenaba de creatividad al mediocampo y el orden y la seriedad de los paisas se encargaban de liderar al aspecto defensivo. “No seleccioné a los jugadores al azar. Claro que nos apoyamos en la cultura y en la forma de ser de cada uno para conformar el mejor equipo posible”.
En el país de su amigo y también revolucionario Arrigo Sacchi, Colombia disputaría su segunda Copa del Mundo, tras la de Chile 1962. LA SEGUNDA. Aunque se jugaba bien, nuestra historia en la élite del fútbol era mínima, en comparación con Argentina, Italia, Alemania, Brasil… Ni en ese Mundial ni en Estados Unidos era racionalmente posible que el combinado nacional fuese campeón. El equipo de Maturana era la historia que se gestaba. Antes, poca.
(Zubeldía y Bilardo: la revolución que se gestó en trenes)
El primer partido de esa generación en un Mundial fue contra Emiratos Árabes Unidos, con Higuita en el arco y una defensa conformada por Chonto Herrera, Andrés Escobar, Luis Carlos Perea y Gildardo Gómez. La pareja de coberturas y recuperación, Leonel Álvarez y Barrabás Gómez. La creativa, Redín y Valderrama. Y, arriba, el recientemente fallecido Freddy Rincón y Arnoldo Iguarán. Fue victoria por 2-0 sobre un combinado con aún menos historia.
Maturana se veía representado por la identidad que tenía su equipo, que no quiere decir que sea la de toda la historia del fútbol colombiano. Hacía lo que para él es jugar bien: “Es tener un estilo y defenderlo, traducir los principios, subprincipios y los subsubprincipios (sic) que tiene el juego. Es respetar el juego como tal, a la afición y al rival. En un momento determinado, también es conseguir resultados. La forma como quiero conseguir ese resultado puede ser un premio de consolidación”.
En el siguiente compromiso de aquella fase de grupos, Colombia enfrentaba a los representantes de una nación que ya había aportado sus ideas al balompié nacional. Frente a Yugoslavia, Maturana repitió el equipo, pero perdió 1-0. Poco pudieron aportar los ingresos de La Gambeta Estrada y Rubén Darío Hernández. Y llegó el histórico partido ante la Alemania de Beckenbauer, quien previo al Mundial, en tono cordial, le dijo a Maturana que Colombia jugaba bien, pero que pasar de primera ronda ya sería un logro.
Y Colombia no se dejó pasar por arriba. Tocó, tocó, llegó al área rival y mereció ganar, antes de que el más popular e imprevisible de los deportes sacara una de sus obras y Pierre Littbarski venciera a Higuita en el minuto 88. Y los que ese día vistieron de rojo no traicionaron su idea. Si habían llegado ahí jugando así, había que mantenerla. Y el premio fue el poema agónico y antológico de Rincón, uno de los mayores gritos en la existencia colombiana.
“Lo disfruté porque vi intensidad total, un equipo inteligente que nunca fue a pelear desde la velocidad contra los europeos, sino que lo hizo con sus argumentos. Tuvo orden y principios defensivos estables. Hubo generosidad y amistad de los jugadores, quienes sabían cuándo tenían que apretar, a dónde tenían que moverse y nunca estuvieron parados”, referenció el técnico chocoano, que además explicó la clase de intensidad a la que se refiere: “A mí me gusta la intensidad, pero la táctica, no la de correr y correr. La intensidad táctica es que en una jugada haya cinco o seis jugadores involucrados en ella, así estén en costados totalmente diferentes”.
La Gambeta Estrada, que fue titular en ese partido, lo recordó en charla con El Espectador desde otro lente: “Fue maravilloso. Se compaginaron los dos extremos de la vida: la tristeza inmensa por un gol injusto y la alegría exorbitante por el tanto de Freddy Rincón. Además, era darle alegría a un país que vivía una situación social terrible. Donde llegábamos nos decían ‘drogadictos’ y nos nombraban la cocaína”.
Y es que ese polvo blanco originó bombas, asesinatos, masacres, cancelaciones de torneos de fútbol… amenazas contra el seleccionador nacional para que saque a un jugador y ponga a otro. Se metió en todas las escalas de la vida colombiana y sus secuelas llegaron hasta los mundiales. Regresando a Italia, Colombia jugó los octavos de final ante Camerún con un once en el que ya aparecía Bendito Fajardo como acompañante de Valderrama. Roger Milla, que había retornado al profesionalismo por pedido del presidente Paul Biya, convirtió dos goles en la prórroga. Se recuerda el error de Higuita aquel 23 de junio, pero no las veces que creó juego desde esa zona del campo y provocó ataques colombianos que terminaron en goles propios. El gol de Redín iluminó una hazaña y Maturana se traicionó a sí mismo. En una jugada le pidió a Chonto Herrera que tirara un pelotazo desesperado al área, pero el lateral siguió tocando. “Pacho, llevamos toda la vida tocándola, ¿por qué iba a dejar de hacerlo hoy?”. Así de aferrado estaba ese plantel a su estilo, que mantuvo en camino hacia Estados Unidos 94.
Lea también: Adolfo Pedernera, el que pedía no matar a Dios a pelotazos
En la eliminatoria se consolidaron las duplas Valderrama-Rincón y Asprilla-Valencia. El estilo siguió firme y Colombia mandó a Argentina al repechaje con un 5-0 en Núñez. “Había un patrón, un modelo de juego, que permitía a los jugadores entender lo que sus compañeros hacían tanto en defensa como en ataque. El fútbol se parece a una danza, y ella es enriquecida con el regreso, el pique, el anticipo y las demás cuestiones, siempre y cuando sea un suceso colectivo”, contó un Maturana que entonces ya tenía en el arco a Óscar Córdoba y que en el debut con derrota 3-1 frente a Rumania puso a Barrabás. Luego le llegó un mensaje desde Colombia: “Oiga, Maturana, escuche bien y anote: para el miércoles ante Estados Unidos saque a Barrabás Gómez y ponga en su lugar al Pitufo De Ávila. Si no lo hace, es hombre muerto”.
Maturana renunció de inmediato, pero los directivos lo convencieron de terminar la participación en el certamen. Lo conversó con su asistente, Hernán Darío Bolillo Gómez, y privilegiaron la vida en un entorno que ya no era el ideal para jugar bien una Copa del Mundo. Puso al Pitufo. Colombia perdió 2-1 con el autogol de Andrés Escobar, que el 2 de julio siguiente fue asesinado en el parqueadero de una discoteca en la vía Las Palmas de Medellín. Antes había estado en el triunfo 2-0 sobre Suiza, duelo concluyente de Colombia en ese Mundial, el último que dirigió Maturana.
En Francia 98, la generación estaba desgastada y en recambio. La defensa, totalmente nueva: José Santa, Chaca Palacios, Jorge Bermúdez y Wílmar Cabrera. En el mediocampo Hárold Lozano y Mauricio Serna, detrás de Valderrama y Rincón. Adelante aparecieron Víctor Hugo Aristizábal y Léider Preciado. El Bolillo mantuvo las ideas de Maturana en una Copa del Mundo en la que perdió 1-0 con Rumania y 2-0 con Inglaterra, y le ganó 1-0 a Túnez. Después, 16 años sin mundiales.
Maturana, sin embargo, volvió a dirigir a la selección en la atípica Copa América de 2001, que significa el hasta ahora único título del combinado colombiano de mayores. El capitán fue Iván Ramiro Córdoba, que había sido suplente en el Mundial de Francia. Estuvo al lado de Mario Alberto Yepes, líder en Brasil 2014. Fabián Vargas, Freddy Grisales, Giovanni Hernández, David Ferreira, Mauricio Molina, entre otros, fueron parte de una generación cuyo talento no alcanzó para llevar a Colombia a la máxima cita de la pelota.
La de finales de los 80 y la década del 90 es reconocida mayoritariamente como el reflejo de nuestra forma identitaria de jugar. Pero no es la única que nos ha caracterizado a lo largo de la historia. Nos hemos nutrido de diversas corrientes, aunque, como concluye Maturana, “esa Colombia está en sintonía con lo que hizo en su momento Holanda, que no ganó, pero enamoró con la manera como quería ganar. Esa Colombia enamoró y le dijo al mundo que aquí había un país que sabía jugar al fútbol”.
Además de implementarlo en Atlético Nacional, el fútbol con conceptos de baloncesto también lo aplicó Francisco Maturana en la selección de Colombia desde 1987. En la Copa América de ese año alineó de arquero a un René Higuita de 20 años, porque quería a “11 futbolistas que produjeran juego”, y comenzó la era del 4-2-2-2 como esquema base. Leonel Álvarez, fijo. Su acompañante en la recuperación varió durante toda la era, pero él siempre fue inamovible, pues sabía relevar, perfilarse, quitar y dar pases que rompían líneas.
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No obstante, como le dijo Maturana a este diario, “en el fútbol no existe esa posibilidad de tener un esquema único”. El esquema se refiere únicamente a una distribución geográfica inicial. Y este se modifica de acuerdo con el movimiento de la pelota, el rival y las determinadas acciones de cada partido. Por eso en el recordado encuentro por el tercer puesto contra la Argentina de Maradona, que venía de ser campeona del mundo, Colombia cambió y formó con cinco mediocampistas y Juan Jairo Galeano como único delantero.
“Ellos venían de ser campeones del mundo, estaban en su casa y Colombia jugó de tú a tú con su fútbol”, rememoró Maturana sobre ese compromiso, uno de los que más ha disfrutado viéndolo de nuevo. ¿Cuál era “su fútbol”? Se basaba en un ordenado y eficiente funcionamiento en defensa, pues en ataque la clave estaba en el desorden, en la inventiva, en el talento creativo. Y el pilar de ese orden era un cuatro en defensa generando una curva en los costados, porque los laterales de entonces no eran tan rápidos y no se podía jugar totalmente en línea, y una presión zonal que permitía recuperar más velozmente el balón. Esa que el uruguayo José Ricardo de León tomó del baloncesto y se la enseñó a Luis Cubilla, uno de los hombres de los que más aprendió Maturana.
Ese fútbol de Colombia también significaba, cuando recuperaba la pelota, avanzar hacia el arco rival con pases cortos, cambios de frente, diagonales de los delanteros, pases filtrados, centros atrás y definiciones efectivas. Era tocar y tocar, para mover a la defensa contraria y crear espacios en los que el desorden ofensivo aparecía. De hecho, el 4-2-2-2 se transformaba en 4-2-3-1, con Valderrama detrás del “9″ y Redín tirándose hacia un costado. En defensa era 4-4-2 o 4-4-1-1, aunque esa fase de recuperación se basaba, explicó Maturana, “en aplicar correctamente los principios y subprincipios que se refieren a esa parte del juego. Es no invadir zona, saber dónde el defensor es importante, porque él no es importante en la mitad del campo, a menos que esté haciendo una cobertura. Ahí nacen los perfiles y el repliegue. La parte pensante del fútbol es la defensa”.
Así derrotó 2-1 a Argentina en el Monumental, y el balompié suramericano comenzó a hablar de un equipo que capitaneaba un rubio de crespos que jugaba con las medias bajas y la cabeza en alto. Ese que entendía los secretos desequilibrantes del juego y que fue el líder dentro de la cancha de una selección que cambiaba algunos nombres, pero no el estilo. Esa que con un gol del Palomo Usuriaga a Israel se clasificó a Italia 90, cuya convocatoria, igual que la de cuatro años después, tuvo componentes antropológicos, pues el entrenador ha sido un convencido de que la cultura de cada futbolista se traslada al césped.
Por eso la alegría y la desfachatez de la costa se reflejaban en unos delanteros a los que solo les importaba anotar. La fantasía de los vallecaucanos llenaba de creatividad al mediocampo y el orden y la seriedad de los paisas se encargaban de liderar al aspecto defensivo. “No seleccioné a los jugadores al azar. Claro que nos apoyamos en la cultura y en la forma de ser de cada uno para conformar el mejor equipo posible”.
En el país de su amigo y también revolucionario Arrigo Sacchi, Colombia disputaría su segunda Copa del Mundo, tras la de Chile 1962. LA SEGUNDA. Aunque se jugaba bien, nuestra historia en la élite del fútbol era mínima, en comparación con Argentina, Italia, Alemania, Brasil… Ni en ese Mundial ni en Estados Unidos era racionalmente posible que el combinado nacional fuese campeón. El equipo de Maturana era la historia que se gestaba. Antes, poca.
(Zubeldía y Bilardo: la revolución que se gestó en trenes)
El primer partido de esa generación en un Mundial fue contra Emiratos Árabes Unidos, con Higuita en el arco y una defensa conformada por Chonto Herrera, Andrés Escobar, Luis Carlos Perea y Gildardo Gómez. La pareja de coberturas y recuperación, Leonel Álvarez y Barrabás Gómez. La creativa, Redín y Valderrama. Y, arriba, el recientemente fallecido Freddy Rincón y Arnoldo Iguarán. Fue victoria por 2-0 sobre un combinado con aún menos historia.
Maturana se veía representado por la identidad que tenía su equipo, que no quiere decir que sea la de toda la historia del fútbol colombiano. Hacía lo que para él es jugar bien: “Es tener un estilo y defenderlo, traducir los principios, subprincipios y los subsubprincipios (sic) que tiene el juego. Es respetar el juego como tal, a la afición y al rival. En un momento determinado, también es conseguir resultados. La forma como quiero conseguir ese resultado puede ser un premio de consolidación”.
En el siguiente compromiso de aquella fase de grupos, Colombia enfrentaba a los representantes de una nación que ya había aportado sus ideas al balompié nacional. Frente a Yugoslavia, Maturana repitió el equipo, pero perdió 1-0. Poco pudieron aportar los ingresos de La Gambeta Estrada y Rubén Darío Hernández. Y llegó el histórico partido ante la Alemania de Beckenbauer, quien previo al Mundial, en tono cordial, le dijo a Maturana que Colombia jugaba bien, pero que pasar de primera ronda ya sería un logro.
Y Colombia no se dejó pasar por arriba. Tocó, tocó, llegó al área rival y mereció ganar, antes de que el más popular e imprevisible de los deportes sacara una de sus obras y Pierre Littbarski venciera a Higuita en el minuto 88. Y los que ese día vistieron de rojo no traicionaron su idea. Si habían llegado ahí jugando así, había que mantenerla. Y el premio fue el poema agónico y antológico de Rincón, uno de los mayores gritos en la existencia colombiana.
“Lo disfruté porque vi intensidad total, un equipo inteligente que nunca fue a pelear desde la velocidad contra los europeos, sino que lo hizo con sus argumentos. Tuvo orden y principios defensivos estables. Hubo generosidad y amistad de los jugadores, quienes sabían cuándo tenían que apretar, a dónde tenían que moverse y nunca estuvieron parados”, referenció el técnico chocoano, que además explicó la clase de intensidad a la que se refiere: “A mí me gusta la intensidad, pero la táctica, no la de correr y correr. La intensidad táctica es que en una jugada haya cinco o seis jugadores involucrados en ella, así estén en costados totalmente diferentes”.
La Gambeta Estrada, que fue titular en ese partido, lo recordó en charla con El Espectador desde otro lente: “Fue maravilloso. Se compaginaron los dos extremos de la vida: la tristeza inmensa por un gol injusto y la alegría exorbitante por el tanto de Freddy Rincón. Además, era darle alegría a un país que vivía una situación social terrible. Donde llegábamos nos decían ‘drogadictos’ y nos nombraban la cocaína”.
Y es que ese polvo blanco originó bombas, asesinatos, masacres, cancelaciones de torneos de fútbol… amenazas contra el seleccionador nacional para que saque a un jugador y ponga a otro. Se metió en todas las escalas de la vida colombiana y sus secuelas llegaron hasta los mundiales. Regresando a Italia, Colombia jugó los octavos de final ante Camerún con un once en el que ya aparecía Bendito Fajardo como acompañante de Valderrama. Roger Milla, que había retornado al profesionalismo por pedido del presidente Paul Biya, convirtió dos goles en la prórroga. Se recuerda el error de Higuita aquel 23 de junio, pero no las veces que creó juego desde esa zona del campo y provocó ataques colombianos que terminaron en goles propios. El gol de Redín iluminó una hazaña y Maturana se traicionó a sí mismo. En una jugada le pidió a Chonto Herrera que tirara un pelotazo desesperado al área, pero el lateral siguió tocando. “Pacho, llevamos toda la vida tocándola, ¿por qué iba a dejar de hacerlo hoy?”. Así de aferrado estaba ese plantel a su estilo, que mantuvo en camino hacia Estados Unidos 94.
Lea también: Adolfo Pedernera, el que pedía no matar a Dios a pelotazos
En la eliminatoria se consolidaron las duplas Valderrama-Rincón y Asprilla-Valencia. El estilo siguió firme y Colombia mandó a Argentina al repechaje con un 5-0 en Núñez. “Había un patrón, un modelo de juego, que permitía a los jugadores entender lo que sus compañeros hacían tanto en defensa como en ataque. El fútbol se parece a una danza, y ella es enriquecida con el regreso, el pique, el anticipo y las demás cuestiones, siempre y cuando sea un suceso colectivo”, contó un Maturana que entonces ya tenía en el arco a Óscar Córdoba y que en el debut con derrota 3-1 frente a Rumania puso a Barrabás. Luego le llegó un mensaje desde Colombia: “Oiga, Maturana, escuche bien y anote: para el miércoles ante Estados Unidos saque a Barrabás Gómez y ponga en su lugar al Pitufo De Ávila. Si no lo hace, es hombre muerto”.
Maturana renunció de inmediato, pero los directivos lo convencieron de terminar la participación en el certamen. Lo conversó con su asistente, Hernán Darío Bolillo Gómez, y privilegiaron la vida en un entorno que ya no era el ideal para jugar bien una Copa del Mundo. Puso al Pitufo. Colombia perdió 2-1 con el autogol de Andrés Escobar, que el 2 de julio siguiente fue asesinado en el parqueadero de una discoteca en la vía Las Palmas de Medellín. Antes había estado en el triunfo 2-0 sobre Suiza, duelo concluyente de Colombia en ese Mundial, el último que dirigió Maturana.
En Francia 98, la generación estaba desgastada y en recambio. La defensa, totalmente nueva: José Santa, Chaca Palacios, Jorge Bermúdez y Wílmar Cabrera. En el mediocampo Hárold Lozano y Mauricio Serna, detrás de Valderrama y Rincón. Adelante aparecieron Víctor Hugo Aristizábal y Léider Preciado. El Bolillo mantuvo las ideas de Maturana en una Copa del Mundo en la que perdió 1-0 con Rumania y 2-0 con Inglaterra, y le ganó 1-0 a Túnez. Después, 16 años sin mundiales.
Maturana, sin embargo, volvió a dirigir a la selección en la atípica Copa América de 2001, que significa el hasta ahora único título del combinado colombiano de mayores. El capitán fue Iván Ramiro Córdoba, que había sido suplente en el Mundial de Francia. Estuvo al lado de Mario Alberto Yepes, líder en Brasil 2014. Fabián Vargas, Freddy Grisales, Giovanni Hernández, David Ferreira, Mauricio Molina, entre otros, fueron parte de una generación cuyo talento no alcanzó para llevar a Colombia a la máxima cita de la pelota.
La de finales de los 80 y la década del 90 es reconocida mayoritariamente como el reflejo de nuestra forma identitaria de jugar. Pero no es la única que nos ha caracterizado a lo largo de la historia. Nos hemos nutrido de diversas corrientes, aunque, como concluye Maturana, “esa Colombia está en sintonía con lo que hizo en su momento Holanda, que no ganó, pero enamoró con la manera como quería ganar. Esa Colombia enamoró y le dijo al mundo que aquí había un país que sabía jugar al fútbol”.