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Colombia no tenía historia en el fútbol hasta 1990. Por lo menos, ante los ojos del mundo, que solo había visto a la selección nacional en el Mundial de Chile en 1962 y desde entonces desconocía de nuestra existencia en el panorama global. Decía hace poco Francisco Maturana, cuando Atlético Nacional lo convocó para recordar a Freddy Rincón, que un día le preguntó a Arrigo Sacchi hasta dónde creía que llegaría Colombia en el Mundial de Italia 90. Respondió que con pasar de primera ronda debía conformarse. Eso ya era demasiado premio. ¿A quiénes habían visto nuestros jugadores en un Mundial? “Ustedes no tienen historia. Ustedes van a ser la historia”, le dijo el italiano a Pacho.
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El estratega, icónico en AC Milan, tenía razón, pero en parte. Colombia sí tenía historia, aunque el mundo no la conocía. Fueron tres décadas de futbolistas hábiles, de leyendas que son considerados, incluso hoy, para los que los vieron, como los mejores jugadores que ha dado esta tierra. Fueron tiempos de pequeñas revoluciones. Años de escuelas, ideas y entrenadores que pasaron y dejaron huella. El estilo se cocinó a fuego lento y estalló en los 90. Nuestra historia, no obstante, navegó ausente por el peso que representó no ir a los mundiales. 28 años en los que Colombia no estuvo en el mapa. Nuestra primera “generación perdida”.
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Fue la literata estadounidense Gertrude Stein quien acuñó el término. Y Ernest Hemingway, uno de sus pupilos, lo popularizo en su libro El sol también sale, en el que cita una conversación con la poeta. Los de esos años, las primeras décadas del siglo XX, se definían como sujetos errantes. Jóvenes que venían de pelear en la guerra civil estadounidense y en la primera guerra mundial, y que huían de su tierra tras el horror. Aquellos que enfrentaron a la muerte, sobrevivieron, regresaron y tuvieron que seguir viviendo. Y escaparon, pero también se enfrentaron a lo establecido, a la moral imperante. Creían, por lo que habían visto, que la piedad no existía y que pelearon por un mundo que se consumía en sus propias ambiciones. Estaban perdidos. Y escribir ni siquiera era una opción, no había palabras.
Para entender el “sin sentido” de una generación bien podemos hablar también de Aristóteles y del ser en acto y el ser en potencia. Somos en acto, en el tiempo presente y en lo que vivimos, pero somos también en potencia por la capacidad que tenemos de llegar a ser algo distinto. Un niño es un niño en acto, pero es al mismo tiempo un hombre en potencia. Como la semilla que llegará a ser planta. Y así como el niño tiene la capacidad de ser hombre al mismo tiempo, una generación perdida tiene el potencial de volverse dorada.
Sucedió acá, en nuestro fútbol, en el deporte que Eduardo Galeano llamó “la única religión del mundo que no tiene ateos”. En Colombia hubo una generación de futbolistas extraordinarios que nunca alcanzó la máxima aspiración del balompié, la Copa del Mundo. Jugadores que, errantes, nunca jugaron un Mundial y, no obstante, como una deuda aplazada, cumplieron la promesa en sus sucesores de llegar a ser la generación que le mostró al mundo que futbolísticamente sí existíamos.
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La década del 60, el inicio de la errancia
Colombia contó con suerte, una de las pocas veces, y se metió a Chile 62 en una eliminatoria sin el anfitrión y Brasil, campeón de Suecia 58. Le tocó una serie de ida y vuelta contra Perú que se jugó en El Campín de Bogotá y en el Nacional de Lima, y que terminó 2-1 a su favor en el marcador global. Era el equipo del Maestro Adolfo Pedernera, pero la idea era precoz, era la primera Copa del Mundo de la selección.
A pesar de que fuimos a un Mundial, nuestra estructura era endeble. Las disputas de nuestros dirigentes y la desorganización de nuestro fútbol hicieron mella en los años posteriores. No había divisiones inferiores, los jugadores nacionales que jugaban en la liga eran contados y todavía no habíamos empezado a definir la idea base de nuestro juego.
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Así Colombia, de la mano del entrenador Antonio Julio de la Hoz, llegó a las eliminatorias del Mundial de Inglaterra en el 66, pero las carencias de nuestro balompié pesaron demasiado en la cancha. En esa oportunidad, la selección compartió grupo con Ecuador, contra en que perdió los dos partidos (1-0 y 2-0), y contra Chile, al que le ganó uno (2-0) y perdió el otro (7-2).
Empezó la errancia. La selección, a partir del Mundial de Chile, se ausentó de las siguientes seis grandes citas del fútbol. Empezaban a aparecer nombres ilustres de nuestra historia, como Hermenegildo Segrera o Emiliano Gómez. Sin embargo, todavía no habían surgido las grandes estrellas a las que años más tarde Colombia les quedó debiendo un Mundial.
La mala suerte de los años 70
En los 70 aparecieron las leyendas. Willington Ortíz, Alejandro Brand, Ernesto Díaz, Jairo Arboleda o Pedro Zape, algunos de los astros que brillaron en una época sin grandes focos. No había televisión, los íconos se leían en la prensa y se escuchaban en la radio. Y ahí, el peso de la ausencia se hizo sentir con mayor fuerza. En esa década, el fútbol colombiano dio un vuelco. Y con la llegada de escuelas como la yugoslava, de Todor Vasilenovic, la rioplatense, de Osvaldo Zubeldía y Carlos Salvador Bilardo, o la uruguaya, de Luis Cubilla, empezaron a confluir nuevas ideas alrededor de nuestro balompié.
En esa década, e primero que se encargó de dirigir la selección, para el Mundial de 1970, fue Francisco El Cobo Zuluaga, pupilo de Pedernera en el 62 y uno de los primeros héroes del fútbol nacional. Se destacaban de su equipo, que intentó llegar a la Copa del Mundo de México tras los fracasos de finales del 60, nombres como Otoniel Quintana, Alfonso Cañón, Arturo Segovia y Jorge Gallego. Ya aparecían los grandes nombres, más allá de que la idea no estaba consolidada. Colombia tuvo la mala suerte de encarar la eliminatoria, además, contra Venezuela, Paraguay el Brasil de Pelé, equipo histórico que se coronó campeón en ese Mundial. No hubo ni chance.
El camino a Alemania 1974 sí fue diferente. En Bogotá, desde Independiente Santa Fe, había empezado a gestarse una revolución silenciosa, la de los yugoslavos. Fue entonces cuando Todor Veselinovic o Toza, como lo llamaban, llegó a la selección de Colombia en 1971. El balcánico, con un estilo físico apabullante, clasificó al equipo a los Juegos Olímpicos de Múnich en 1972 y estuvo a nada de lograr el cupo al Mundial del 74.
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Ese equipo ya tenía el pleno de figuras. Willington Ortiz, o Willy, que era el líder futbolístico natural de su generación, se juntó con Zape, Segovia, Henry la Mosca Caicedo, Alejandro Brand, Jaime Morón, el Pollo Díaz y Víctor Campaz. Era un equipazo. Una nómina de lujo que, acompañada con la preparación física de Toza, terminó segunda en el grupo de las clasificatorias, por arriba de Ecuador y empatada en puntos con Uruguay. La clasificación a ese Mundial se escapó como arena entre los dedos por errores propios de la inexperiencia de una selección que no estaba acostumbrada a las grandes citas, a esa altura ya habían pasado 12 años del primer Mundial.
“Es difícil explicar cómo se nos fue esa clasificación. La tuvimos cerca y éramos un muy buen equipo. Cómo será que le ganamos a Uruguay en Uruguay. Hoy, llevábamos como cincuenta años y no hemos podido ganarles otra vez. En esa época éramos un grupo muy fuerte, físico y rápido, pero se nos escapó el Mundial por errores puntuales”, recordó Willington Ortiz en conversación con El Espectador.
Esa selección, la de mitades de los 70, fue la primera que enamoró al público. Y un año después, quedó subcampeona de la Copa América de 1975, con otra figura que se añadió la lista de estrellas: Jairo Arboleda. La fortuna volvió a ser enemiga el camino a Argentina 78. En el grupo, rumbo al Mundial, Colombia se vio las caras con Paraguay y Brasil. El camino volvió a nublarse. De estar cerca para el 74, Colombia volvió a quedar última en el 78 y, aunque empezaba a aparecer otra revolución desde Cali, el fútbol en Colombia ya le debía dos mundiales a una generación brillante.
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Eran otros tiempos. Como recuerda Willington Ortiz, llegar a la selección era difícil. Sobre todo, porque en esos años jugaban pocos colombianos en los equipos de la liga. Los clubes nacionales se destacaban porque empezaron a recibir ideas de afuera, de escuelas foráneas que estaban más adelantadas que nosotros. Eran equipos de grandes figuras, pero la mayoría internacionales. Los colombianos, poco a poco, tuvieron que abrirse lugar.
“Cali y Millonarios eran los equipos más fuertes en esa época y de ahí salían los jugadores a la selección de Colombia. Era una época muy complicada porque en cada equipo jugaban siete extranjeros. La norma era más para los colombianos, porque jugábamos cuatro o cinco y había que ser buenísimo porque la competición era entre nosotros. Era difícil y por eso nuestro fútbol se demoró muchísimo a desarrollarse, porque estaba lleno de extranjeros. Armar una selección era un lío y si uno de los cuatro que jugábamos siempre se lesionaba era difícil reemplazarlo”.
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Los 80 y la deuda histórica
Y así como en el 71 Toza llegó desde Santa Fe, en la década del 80 proveniente de Deportivo Cali y nutrido por las ideas de su maestro Osvaldo Zubeldía, llegó Carlos Salvador Bilardo a la selección para la eliminatoria de España 1982. No fue un buen torneo, no obstante. Colombia quedó última en el grupo de Uruguay y el Perú de figuras como Julio Cesar Uribe, César Cueto y Teófilo Cubillas, que clasificó primero.
La tricolor había sumado su quinto fracaso al hilo en su intención de volver al Mundial, pero la influencia de los argentinos caló hondo en nuestro fútbol. La disciplina, la presión y la preparación táctica fueron herencias cruciales de una de las escuelas, a parte de la de Cubilla y Gabriel Ochoa Uribe, con las que se formó Francisco Maturana, el hombre que terminó condensando todas las influencias para la explosión de Colombia en los 90.
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Así lo definió, en entrevista con este diario, Pedro Sarmiento, uno de los hombres clave en los procesos tanto de Zubeldía y Bilardo, cuando era jugador, como de Pacho Maturana, en su época de técnico. “Zubeldía, Bilardo, Cubilla y Ochoa cambiaron el fútbol colombiano. Marcaron un antes y un después. Ellos mejoraron la disciplina de nuestros futbolistas, que siempre fueron muy buenos, pero no habían tenido ese grado de responsabilidad que se aprendió en esos años. Ellos influyeron, principalmente, con dos escuelas: la del hombre a hombre y el pressing. Y después apareció Pacho con la marcación en zona, y el manejo y la tenencia de balón. Esos fueron los técnicos que pusieron las condiciones en la época y por eso el fútbol colombiano creció tanto en esos años”.
Para 1986, la Copa del Mundo que rechazamos organizar, el entrenador al mando fue el médico Gabriel Ochoa Uribe, el técnico más ganador de nuestra historia. A Colombia volvió a faltarle medio centavo para el peso. En el grupo de la eliminatoria terminó tercero, por detrás de los que serían campeones del mundo, Argentina, y nuevamente de Perú. Sin embargo, en la repesca, la selección perdió contra Paraguay y se despidió una vez más de su máxima aspiración. Y es sabido que, por aquel entonces, Ochoa Uribe, entrenador también de América por esos años, le dio prelación a la planificación de la primera final de Libertadores que tuvo con los escarlatas, que se jugaba tres días antes del duelo clave de la selección. Con el 3-0 recibido en Asunción, la serie en casa fue irremontable.
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Fue el final de una generación de dos décadas, que recogió los pocos frutos dejados por los jugadores de los años 60 y cuajó el remesón que vendría cuatro años después. En esa eliminatoria del 86 ya había debutado Carlos Valderrama y las selecciones juveniles de Luis Alfonso Marroquín emocionaban con una nueva constelación de futuras estrellas.
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Sin embargo, la generación que venía antes quedó perdida. No llegar a un Mundial sentenció la memoria errante de una camada de futbolistas extraordinarios.
“Éramos un muy buen equipo. Íbamos a cualquier lado y jugábamos de tú a tú. ¡Ernesto Díaz, uffff! ¡Campaz, ufffff! Eduardo Retat era un excelente jugador. O Pescadito Calero y Jairo Arboleda. La Mosca Caicedo era un central buenísimo y Segovia, tremendo marcador. Zape de arquero, jugaba por izquierda el Toto Rubio o a veces jugaba Pelé González.”, recuerda Willington Ortiz.
Y le llega la nostalgia. Dice: “Éramos un equipazo, pero, como no clasificamos al Mundial, no trascendimos. Fuimos subcampeones de América, pero eso no sirvió. Como no llegamos al Mundial entonces todo lo que hicimos no sirvió y no valió”.
Citaba Hemingway, en El sol también sale, ese libro en el que acuñó la idea de Stein de las “generaciones perdidas”, un pasaje del libro bíblico de la Eclesiastés: “Una generación pasa, y otra generación viene; pero la tierra permanece para siempre... También sale el sol, y se pone el sol, y se apresura al lugar de donde se levantó... El viento va hacia el sur, y se vuelve alrededor hacia el norte; da vueltas continuamente, y el viento vuelve de nuevo según sus circuitos. Todos los ríos desembocan en el mar; sin embargo, el mar no está lleno; al lugar de donde vienen los ríos, allí vuelven otra vez”.
Colombia repetiría su historia. Como un ciclo, como todo proceso historiográfico. Maturana rompió los esquemas en los 90. Y después, cumplida la misión en los 2000, desgastado el proceso, la selección se tardó otras tres copas del mundo en volver a la máxima cita del balompié. Una nueva generación perdida, otra oportunidad para seguir este relato.
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