Vladimir Hernández, un costeño de Arauca
El volante, criado futbolísticamente en Barranquilla y ahora jugador de Atlético Nacional, sigue demostrando por qué es uno de los mejores refuerzos de esta temporada en la Liga Águila.
Manuel Peluffo Dueñas
El traspaso no fue costoso: apenas dos balones y un juego de conos. A cambio, Vladimir Hernández. Tenía once años. Júnior se lo compró, por esa suma simbólica y casi abstracta, a Mundialito 90, el equipo en el que el pequeño jugaba. La mamá, la señora Gloria Rivero, tuvo que armar lío, porque no lo querían soltar.
Días antes, luego de leer un anuncio, el volante se había ido a probar en el cuadro rojiblanco, en la tradicional cancha de La Magdalena. Viendo sus condiciones, Wilfred Cervantes y William Knight le dijeron que se presentara en Bomboná, una de las sedes del equipo.
Hernández había llegado de Arauca, huyendo de la violencia. Nadie nunca amenazó a su familia, pero la situación se hacía tan difícil que lo mejor era cambiar de ambiente. Sin embargo, Barranquilla no era una tierra del todo extraña. De niño siempre escuchó de su papá, un currambero en tierras llaneras, mencionar los nombres de Valenciano, Pachequito y Júnior. Volver al Caribe fue, en esa medida, un retorno a las raíces. (Vladimir y Campuzano, las figuras en la victoria de Nacional sobre Colo Colo).
El regreso no fue fácil, claro. Malvendiendo la casa que tenían, se acomodaron en la Ciudadela, ese barrio-extensión del estado Metropolitano. Cuando bajaba el sol, a las cuatro o a las cinco de la tarde, Vladimir salía a la calle y jugaba en las canchas aledañas, forjándose entre la tierra y el polvo. De ahí pasaría a actuar en la Liga del Atlántico, un escenario donde su talento se iría haciendo más visible.
Ya bajo las órdenes de Cervantes y Knight, Vladimir haría las categorías menores en el equipo —y los colores— que siempre escuchó en su primera infancia. Y estando allí, entrenando día a día, entendería que jugar fútbol era una opción de vida.
“El profesor Cervantes —cuenta— me decía que tuviera humidad, que jugara y que ayudara mucho a mi familia. Él incluso me ofreció irme a su casa, porque nosotros no estábamos tan bien, pero mis papás no quisieron”.
En ese proceso, Hernández entendió algo aún más fundamental: no sólo basta con llegar; hay también que mantenerse. Él mismo fue testigo de jugadores que subieron rápido, pero que no lograron consolidarse. Afirmado en esa convicción, completaba las divisiones menores con firmeza y disciplina, pero sin afán.
Cuando le empezó a llegar el turno, demostró de lo que estaba hecho. En el Barranquilla FC jugó 25 partidos en 2007, en la primera B, y mantuvo un rendimiento parejo. Teniendo como compañeros a Carlos Bacca, Teófilo Gutiérrez y Luis Carlos Ruiz, entre otros, era un joven enganche al que no le pesaba la camiseta número 10.
La profesional llegó con Santiago Escobar, que lo vio entrenarse y lo citó. Nunca jugó (salvo los partidos de la Copa Postobón), es cierto. Pero había llegado para quedarse. Ya con Julio Comesaña como técnico, Hernández debutaría, el 13 de septiembre de 2008, frente a Millonarios. En aquella ocasión, los Tiburones ganaron 1-0. Y él, siempre osado, estuvo en la jugada del gol, cuando saltó a pelearles el cabezazo a los centrales azules, la pelota le pegó en la espalda y le quedó a Luis Yánez, que la mandó a guardar.
Con Diego Umaña las cosas irían aún más allá. En principio, porque jugó una final como titular, enfrentando a la Equidad, en el Apertura del año pasado. Un diálogo con el estratega vallecaucano lo marcaría:
—¿Quieres ser titular? —le preguntó el timonel.
—Claro, profe, claro que sí —respondió.
—¿O está asustao? ¿Está asustao? —replicó Umaña, casi sin escuchar.
—No, nada, profe, nada.
—Entonces dale, que vas de titular.
Ganaría su primer título. Y, a partir de eso, empezaría a consolidarse cada vez más en el primer equipo de Júnior, aun cuando no fuera tenido en cuenta por Óscar Quintabani, en el primer semestre del año, y tuviera que esperar la llegada de José Eugenio Hernández, que lo iría conociendo de a poco, para reaparecer.
Bajo el mando del estratega bogotano, Hernández aprendió a no desobedecer las órdenes. Recuerda especialmente el partido ante Nacional, en la quinta fecha: él entró a dar pases y no a gambetear, que era lo que el estratega le había pedido desde el vestuario.
Los televisores en la Ciudadela se apagaron y él estuvo dos encuentros fuera del equipo. Cuando reapareció, lo hizo con la convicción de que debía arriesgar. Y entonces los televisores, le recordó Cheché, volvieron a prenderse.
En esa medida, frente a Colo Coloy vistiendo ahora la camiseta de Atlético Nacional, él logró que la sintonía siguiera arriba, que la audiencia se levantara, aplaudiera y no cambiara de canal. Que las pantallas nunca vuelvan a estar de negro.
El traspaso no fue costoso: apenas dos balones y un juego de conos. A cambio, Vladimir Hernández. Tenía once años. Júnior se lo compró, por esa suma simbólica y casi abstracta, a Mundialito 90, el equipo en el que el pequeño jugaba. La mamá, la señora Gloria Rivero, tuvo que armar lío, porque no lo querían soltar.
Días antes, luego de leer un anuncio, el volante se había ido a probar en el cuadro rojiblanco, en la tradicional cancha de La Magdalena. Viendo sus condiciones, Wilfred Cervantes y William Knight le dijeron que se presentara en Bomboná, una de las sedes del equipo.
Hernández había llegado de Arauca, huyendo de la violencia. Nadie nunca amenazó a su familia, pero la situación se hacía tan difícil que lo mejor era cambiar de ambiente. Sin embargo, Barranquilla no era una tierra del todo extraña. De niño siempre escuchó de su papá, un currambero en tierras llaneras, mencionar los nombres de Valenciano, Pachequito y Júnior. Volver al Caribe fue, en esa medida, un retorno a las raíces. (Vladimir y Campuzano, las figuras en la victoria de Nacional sobre Colo Colo).
El regreso no fue fácil, claro. Malvendiendo la casa que tenían, se acomodaron en la Ciudadela, ese barrio-extensión del estado Metropolitano. Cuando bajaba el sol, a las cuatro o a las cinco de la tarde, Vladimir salía a la calle y jugaba en las canchas aledañas, forjándose entre la tierra y el polvo. De ahí pasaría a actuar en la Liga del Atlántico, un escenario donde su talento se iría haciendo más visible.
Ya bajo las órdenes de Cervantes y Knight, Vladimir haría las categorías menores en el equipo —y los colores— que siempre escuchó en su primera infancia. Y estando allí, entrenando día a día, entendería que jugar fútbol era una opción de vida.
“El profesor Cervantes —cuenta— me decía que tuviera humidad, que jugara y que ayudara mucho a mi familia. Él incluso me ofreció irme a su casa, porque nosotros no estábamos tan bien, pero mis papás no quisieron”.
En ese proceso, Hernández entendió algo aún más fundamental: no sólo basta con llegar; hay también que mantenerse. Él mismo fue testigo de jugadores que subieron rápido, pero que no lograron consolidarse. Afirmado en esa convicción, completaba las divisiones menores con firmeza y disciplina, pero sin afán.
Cuando le empezó a llegar el turno, demostró de lo que estaba hecho. En el Barranquilla FC jugó 25 partidos en 2007, en la primera B, y mantuvo un rendimiento parejo. Teniendo como compañeros a Carlos Bacca, Teófilo Gutiérrez y Luis Carlos Ruiz, entre otros, era un joven enganche al que no le pesaba la camiseta número 10.
La profesional llegó con Santiago Escobar, que lo vio entrenarse y lo citó. Nunca jugó (salvo los partidos de la Copa Postobón), es cierto. Pero había llegado para quedarse. Ya con Julio Comesaña como técnico, Hernández debutaría, el 13 de septiembre de 2008, frente a Millonarios. En aquella ocasión, los Tiburones ganaron 1-0. Y él, siempre osado, estuvo en la jugada del gol, cuando saltó a pelearles el cabezazo a los centrales azules, la pelota le pegó en la espalda y le quedó a Luis Yánez, que la mandó a guardar.
Con Diego Umaña las cosas irían aún más allá. En principio, porque jugó una final como titular, enfrentando a la Equidad, en el Apertura del año pasado. Un diálogo con el estratega vallecaucano lo marcaría:
—¿Quieres ser titular? —le preguntó el timonel.
—Claro, profe, claro que sí —respondió.
—¿O está asustao? ¿Está asustao? —replicó Umaña, casi sin escuchar.
—No, nada, profe, nada.
—Entonces dale, que vas de titular.
Ganaría su primer título. Y, a partir de eso, empezaría a consolidarse cada vez más en el primer equipo de Júnior, aun cuando no fuera tenido en cuenta por Óscar Quintabani, en el primer semestre del año, y tuviera que esperar la llegada de José Eugenio Hernández, que lo iría conociendo de a poco, para reaparecer.
Bajo el mando del estratega bogotano, Hernández aprendió a no desobedecer las órdenes. Recuerda especialmente el partido ante Nacional, en la quinta fecha: él entró a dar pases y no a gambetear, que era lo que el estratega le había pedido desde el vestuario.
Los televisores en la Ciudadela se apagaron y él estuvo dos encuentros fuera del equipo. Cuando reapareció, lo hizo con la convicción de que debía arriesgar. Y entonces los televisores, le recordó Cheché, volvieron a prenderse.
En esa medida, frente a Colo Coloy vistiendo ahora la camiseta de Atlético Nacional, él logró que la sintonía siguiera arriba, que la audiencia se levantara, aplaudiera y no cambiara de canal. Que las pantallas nunca vuelvan a estar de negro.