El futuro del mundo dependerá de la regulación de los mercados digitales

El premio Nobel de Economía 2014 propone cuatro áreas de revisión: competencia, legislación laboral, privacidad y tributación.

Jean Tirole*
03 de enero de 2019 - 03:01 a. m.
"Es necesario que nuevas empresas más eficientes o más innovadoras que el monopolio establecido puedan ingresar al mercado", dice Jean Tirole, Nobel de Economía 2014.
"Es necesario que nuevas empresas más eficientes o más innovadoras que el monopolio establecido puedan ingresar al mercado", dice Jean Tirole, Nobel de Economía 2014.
Foto: AP - Fred Scheiber
Resume e infórmame rápido

Escucha este artículo

Audio generado con IA de Google

0:00

/

0:00

Las grandes empresas tecnológicas —como Apple, Amazon, Facebook y Google— se propusieron explícitamente alterar gran parte del statu quo industrial y social del mundo. Tuvieron (sospecho) mucho más éxito del que jamás soñaron y probablemente más de lo que algunos de sus fundadores hubieran deseado, en vista de los efectos nocivos que las redes sociales han tenido en las elecciones democráticas.

En vista de la escala y el alcance del impacto de estas empresas en nuestras sociedades, no sorprende que inspiren a la vez esperanza y temor en la conciencia pública. Pero hay algo claro: el acceso a la economía moderna hoy está controlado por un puñado de empresas tecnológicas.

La gran concentración de los modernos mercados digitales es indiscutible: en la mayoría de los casos, en un mercado dado hay una sola empresa dominante. No tiene nada de anormal: los usuarios tienden a congregarse en una o dos plataformas, según el servicio. Pero aun así, hay razones legítimas para preguntarnos si la competencia estará funcionando como es debido.

Defectos de red

La gran concentración de los mercados digitales obedece a dos razones. La primera es una externalidad de red: para interactuar con una persona tenemos que estar en la misma red que ella. Es el modelo de negocios de Facebook, y es indudablemente exitoso, al menos desde el punto de vista de los intereses de la empresa. Si nuestros amigos están en Facebook, tenemos que estar ahí también, aunque en realidad prefiriéramos usar otra red social.

Cuando se inventó el teléfono, en todos los países con un sistema telefónico la competencia entre redes (no interconectadas) terminó en un monopolio. Tampoco hubo nada de anormal en esto. Los usuarios querían poder llamarse con facilidad, así que era natural que se congregaran en una única plataforma. Cuando en los años 80 y 90 se reintrodujo la competencia en la industria telefónica, fue necesario que las redes estuvieran interconectadas, para que cada usuario pudiera acceder desde su propia red a todas las demás. Sin regulación, los operadores establecidos no hubieran dado ese acceso a nuevas empresas más pequeñas. En el caso de las redes sociales, aunque ser usuario de varias de ellas es más fácil y barato que ser cliente de varias empresas telefónicas, aun así requiere coordinación.

Las externalidades de red pueden ser directas, como en el caso de Facebook, o indirectas, como en el caso de plataformas para las que se crearon muchas aplicaciones o juegos. Cuantos más usuarios haya en la plataforma, más aplicaciones habrá, y viceversa. En otros casos, el volumen de usuarios puede determinar la calidad del servicio, al permitir mejores predicciones, alimentadas por el uso conjunto. Así funcionan el motor de búsqueda de Google y la aplicación de navegación Waze. Aunque para las búsquedas más comunes los motores de búsqueda competidores pueden igualar los resultados de Google, no pueden hacer lo mismo con los pedidos de búsqueda más inusuales, porque no tienen para ello datos suficientes. Además, es común que para crear un servicio nuevo se necesiten datos, y estos los suministran los usuarios de servicios ya creados.

De modo que los usuarios de las plataformas digitales dominantes se benefician por la presencia de otros usuarios en la misma plataforma, incluso si entre ellos no hay interacción directa. Lo mismo ocurre con los residentes de una ciudad. Aunque casi todos sean extraños entre sí, la presencia de otros residentes implica más oportunidades de empleo y mejor movilidad laboral —además de más bares, cines y otras comodidades— que en lugares con menor densidad de población.

Un problema de escala

La segunda razón del alto nivel de concentración en los mercados digitales es que las empresas dominantes cuentan con la ventaja de las economías de escala. Algunos servicios demandan grandes inversiones en tecnología; en el caso de un motor de búsqueda, su diseño costará aproximadamente lo mismo tanto si recibe dos mil pedidos de búsqueda al año o dos billones. Lo que no será igual es el valor de los datos de los usuarios así generados. El motor de búsqueda que recibe dos billones de pedidos puede cobrar mucho más a los anunciantes y aumentar su escala en mucho menos tiempo.

Es así como, a fuerza de efectos de red y economías de escala, la economía digital crea “monopolios naturales”, en forma casi inexorable. La economía de internet sigue una lógica en la que el ganador se lleva todo, aunque con diferentes ganadores según el sector y el momento. Al principio, el mercado de navegadores de internet lo dominaba Netscape Navigator; después fue Internet Explorer de Microsoft y ahora lo domina Google Chrome.

Pero hay excepciones. Las economías de escala y las externalidades de red no tuvieron un papel muy preponderante en los mercados de provisión digital de música y películas, donde hay varias plataformas, como Amazon Prime, iTunes de Apple, Deezer, Spotify, Pandora y Netflix. Pero estos servicios se diferencian por el grado de interacción con el

usuario.

Políticas adaptadas a los nuevos modelos de negocios

Los diseñadores de políticas y reguladores de todo el mundo deben confrontar el hecho de que el razonamiento en que se basan las medidas tradicionales de defensa de la competencia ya no es válido. Suele ocurrir que una plataforma como Google o Facebook ofrezca un servicio muy barato —incluso gratuito— en un lado del mercado y cobre precios muy altos en el otro lado, lo que naturalmente hace sospechar a las autoridades de defensa de la competencia. Semejantes prácticas, en un mercado tradicional, se verían como una conducta predatoria con el objetivo de debilitar o aniquilar a un competidor más pequeño, o en el caso del cobro de un alto precio en el otro lado del mercado, como posible señal de abuso de poder monopólico.

Y sin embargo, hasta las pequeñas empresas y startups digitales practican esta fijación de precios asimétrica: basta pensar, por ejemplo, en los periódicos digitales gratuitos que se financian exclusivamente con publicidad. La economía digital está llena de mercados duales, y si las autoridades reguladoras no están al tanto de este modelo de negocios inusual, podrían dictaminar (erróneamente) que los precios bajos en un lado son predatorios o que los precios altos en el otro son abusivos, aunque hasta las más pequeñas plataformas ingresantes hayan adoptado esa misma estructura de precios. De modo que los reguladores tienen que cuidarse de aplicar mecánicamente los principios tradicionales de defensa de la competencia. En el caso de plataformas que operan en varios mercados simultáneamente, estos principios son inaplicables en muchos casos.

Las nuevas pautas para la adaptación de las políticas de defensa de la competencia a los mercados duales requerirán analizar los dos lados del mercado a la vez, en vez de por separado (como todavía es práctica común de las autoridades encargadas). Esto demandará prudencia y el uso de nuevos marcos analíticos. Pero es mejor que aplicar mal los principios tradicionales o simplemente tratar estos sectores como zonas legalmente vedadas a las autoridades de defensa de la competencia.

Repensar la regulación

A grandes rasgos, la regulación de la economía digital puede dividirse en cuatro áreas distintas: competencia, legislación laboral, privacidad y tributación.

Cuando una empresa tiene una posición dominante hay alto riesgo de precios excesivos y falta de innovación. Es necesario que nuevas empresas más eficientes o más innovadoras que el monopolio establecido puedan ingresar al mercado o, para usar la jerga económica, que el mercado sea “disputable”. Si en un determinado momento no es posible una competencia vigorosa entre empresas, entonces por lo menos debe haber competencia dinámica, en la que una empresa que es dominante en cierto momento puede ser reemplazada luego por una recién llegada que cuente con tecnología o estrategia comercial superiores.

Muchas empresas entran a los mercados digitales con un producto de nicho y, si funciona, luego diversifican su oferta de productos y servicios. Antes de ser la empresa que todos conocemos, Google solo tenía el motor de búsqueda; Amazon empezó vendiendo libros.

Así que lo primero que debemos preguntarnos es si el mercado está abierto a nuevos ingresantes. Cuando una empresa nueva tiene un único producto original que es mejor que el de la empresa dominante, puede ocurrir que esta trate de impedirle incluso ganar esa pequeña cuota de mercado, no para proteger sus ganancias inmediatas, sino para que no pueda competir más tarde en áreas donde la empresa dominante tiene una posición monopólica o aliarse con sus competidoras.

De allí el carácter particularmente dañino de la práctica anticompetitiva de “venta en paquete”. Una empresa monopólica puede cerrar el mercado a competidores en una amplia variedad de áreas, obligando a los compradores de un producto a adquirir toda una serie de otros productos. Pero no es posible formular una solución universal a este problema. La conveniencia de prohibir a empresas dominantes la práctica de venta en paquete u otras tácticas similares (por ejemplo, descuentos de fidelización) dependerá de sus motivos y razones subyacentes.

A fin de cuentas, la única forma válida de asegurar una competencia productiva en el sector digital es encarar estas cuestiones caso por caso. Los reguladores deben emplear un análisis riguroso y deben hacerlo rápido, para mantenerse a la par de los cambios.

El sueño de vender la empresa

Un elemento que complica todavía más la cuestión de la competencia es que las empresas nuevas tienen un incentivo natural para venderse a la empresa dominante. Es tan fuerte que puede ocurrir que la principal motivación de una empresa nueva para ingresar al mercado sea el deseo de extraer una renta monopólica de la empresa dominante, más que el interés en ofrecer al consumidor un servicio nuevo o superior.

Pero prevenir esas conductas en la práctica es difícil. Las leyes antitrust, especialmente en Estados Unidos, obligan a las autoridades a demostrar que una eventual fusión de empresas reducirá la competencia y perjudicará a los consumidores. La aplicación de este criterio es comprensible, pero impide intervenir en los numerosos casos de compras de empresas que se producen antes de que haya habido alguna competencia real, por ejemplo cuando Facebook compró las plataformas WhatsApp e Instagram. Por eso, la efectividad de la legislación antitrust depende en última instancia de la capacidad y neutralidad de las autoridades de defensa de la competencia.

Normas “antitrust” a la altura de los tiempos

El cambio tecnológico acelerado y la globalización restaron eficacia a las herramientas regulatorias tradicionales, y la política de defensa de la competencia quedó rezagada. Para desmantelar monopolios y regular servicios públicos es necesario identificar componentes esenciales o que suponen una restricción permanente de la competencia (como el circuito local de conexión en el caso de las telecomunicaciones, las vías y la estación en el caso de los ferrocarriles, o la red de transmisión en el caso de la electricidad). En un mundo de empresas globales sin ninguna autoridad reguladora supranacional, la regulación exige una contabilidad detallada. Y demanda seguir a las empresas a lo largo de todo su ciclo de vida para medir la rentabilidad del capital (una tarea imposible).

Tenemos que idear políticas más ágiles, por ejemplo mecanismos de solicitud de revisión regulatoria anticipada (business review letter), que permitan a las empresas introducir nuevas prácticas con cierta seguridad jurídica mientras respeten las condiciones fijadas por las autoridades, o entornos regulatorios protegidos (sandbox) donde puedan poner a prueba nuevos modelos de negocios en un contexto “seguro”. Los reguladores y los economistas deben ser humildes, ya que aprenderán con la práctica, y no deben instituir políticas de una vez y para siempre.

El equilibrio entre el trabajo y el “rebusque”

En cuanto a la legislación laboral, está claro que en su forma actual no se adapta bien a la era digital. Los códigos laborales de casi todos los países desarrollados se concibieron hace décadas, pensando en el obrero fabril; de modo que prestan poca atención a los contratos laborales temporales, y menos aún a teletrabajadores, contratistas independientes, freelancers o estudiantes y jubilados que trabajan a tiempo parcial como choferes de Uber.

Hay que pasar de una cultura centrada en el seguimiento de la presencia de los trabajadores a otra centrada en el seguimiento de sus resultados. Ya hay muchos asalariados (especialmente profesionales) cuya presencia física en un lugar de trabajo es una consideración secundaria (y cuyo esfuerzo, en todo caso, sería difícil de controlar).

Confrontados con las tendencias actuales del mercado laboral, a menudo los legisladores tratan de encajar las nuevas formas de empleo en los moldes antiguos. ¿Es un chofer de Uber un “empleado” o no? Algunos dicen que sí, porque no puede negociar precios y debe cumplir ciertos requisitos de capacitación y condiciones del vehículo, entre ellas la limpieza. Y en particular, Uber se reserva el derecho de finalizar la relación con choferes que reciban bajas calificaciones.

Otros sostienen que los choferes de Uber no son empleados. Al fin y al cabo, son libres de decidir cuándo, dónde y cuánto trabajar. Hay choferes que obtienen todos sus ingresos con Uber; otros que también conducen para otras plataformas de pedido de autos, o que paralelamente trabajan a tiempo parcial en un restaurante. Y, como los contratistas independientes, asumen sus propios riesgos económicos.

Además, hay restricciones que se aplican a muchos trabajadores autoempleados cuya libertad de elección está limitada por la necesidad de proteger una reputación colectiva (por ejemplo, la de una profesión o marca). En muchos países, los médicos independientes no son empleados, pero no pueden decidir sus precios, y deben seguir reglas específicas para no perder la acreditación. Hasta un vitivinicultor independiente debe respetar normas de certificación regional.

Lamentablemente, aunque el estatuto de los choferes de Uber y otros trabajadores de plataformas es discutible, la discusión no está yendo a ninguna parte. Cualquier categorización que se elija será arbitraria, y sin duda cada uno la interpretará de manera positiva o negativa según sus prejuicios personales o su predisposición ideológica en relación con las nuevas formas de trabajo. En cualquier caso, la discusión pierde de vista la razón por la que se categorizan las formas de empleo en primer lugar: para proveer al bienestar de los trabajadores.

A futuro, la prioridad debería ser asegurar la neutralidad competitiva: que haya igualdad de condiciones entre el empleo asalariado y el autoempleo. El Estado debe promover el derecho de los trabajadores de plataformas (por ejemplo, choferes de Uber) a la atención médica y a la seguridad social. Al mismo tiempo, debe evitar políticas que vuelvan inviables las plataformas digitales, aunque puedan resultar extrañas y disruptivas.

El rescate de la privacidad

También se necesitan avances en lo referido a impedir que empresas y gobiernos sigan entrometiéndose en la vida privada de los consumidores. Es bien sabido —aunque no por todos— que estas entidades recolectan grandes cantidades de información sobre la gente. Pero incluso quienes son conscientes de esto suelen ignorar la escala real de estos procesos o sus consecuencias.

Básicamente, tenemos menos control sobre la información que reúnen las empresas y los gobiernos de lo que pensamos. Por ejemplo, una empresa puede obtener y almacenar información sobre personas que no usan su plataforma, o que ni siquiera usan internet, por lo que publican otras personas (e-mails, fotos o comentarios en redes sociales). Además, las plataformas no invierten suficiente en seguridad, ya que solo internalizan las consecuencias de eventuales filtraciones sobre sus ganancias, pero no sobre sus clientes.

Debería preocuparnos la aparente pérdida del derecho al olvido, un principio básico de muchos sistemas legales. Debería preocuparnos el posible quiebre de la solidaridad sanitaria, así como la divulgación de información personal potencialmente delicada (religión, política, sexualidad) en ámbitos divisivos. Y debería preocuparnos la vigilancia estatal a gran escala.

El Reglamento General de Protección de Datos de la Unión Europea es solo un primer paso, pequeño, en la dirección de protegernos de esas amenazas. Se necesitan también otras medidas, entre ellas la creación de un conjunto de políticas estándar comprensibles para todos (la regulación estatal es compatible con el “paternalismo libertario”).

La financiación de lo público

Finalmente, como internet no tiene fronteras (lo cual en general es bueno), los países tendrán que cooperar cada vez más en materia tributaria; por un lado, para evitar una competencia impositiva entre ellos; por el otro, para aprovechar como fuente de ingresos este inmenso sector de la economía. Un modelo promisorio en ese sentido es el acuerdo de 2015 para poner fin a la competencia impositiva en el ámbito del comercio electrónico dentro de la Unión Europea.

En concreto, la nueva política de la UE autoriza a cobrar el impuesto al valor agregado sobre las compras electrónicas en el país del comprador (con el régimen anterior se cobraba en el país del proveedor). Con esto las empresas tienen menos incentivos para radicarse en países donde el IVA es bajo o para buscar consumidores allí donde es alto.

El nuevo sistema demostró ser una respuesta regulatoria satisfactoria para modelos de negocios como el de Amazon, donde se le cobra a cada consumidor por separado. Pero no resuelve el problema de plataformas como Google, que técnicamente no vende nada a consumidores individuales británicos, daneses, franceses o alemanes, sino que les cobra a los anunciantes que luego les venden a los consumidores. Este problema es tema de debate entre los reguladores en las economías desarrolladas, porque en el caso de Google la base impositiva es mucho menos clara que en el caso de la venta de libros o música.

En resumen, la digitalización es una oportunidad maravillosa para nuestras sociedades; pero también crea peligros nuevos y amplifica otros. Para lograr una economía al servicio del bien común en este nuevo mundo, tenemos que encarar una gran variedad de desafíos, que incluyen desde la confianza pública y la solidaridad social hasta la propiedad de los datos y los efectos de la difusión de la tecnología. El éxito dependerá, en particular, de que podamos elaborar nuevas estrategias viables en las áreas de defensa de la competencia, legislación laboral, privacidad y tributación.

*Presidente de la Escuela de Economía de Toulouse y del Instituto de Estudios Avanzados de Toulouse. Su libro más reciente se titula Economics for the Common Good [La economía al servicio del bien común].Copyright: Project Syndicate.www.project-syndicate.org

Por Jean Tirole*

Temas recomendados:

 

Sin comentarios aún. Suscribete e inicia la conversación
Este portal es propiedad de Comunican S.A. y utiliza cookies. Si continúas navegando, consideramos que aceptas su uso, de acuerdo con esta  política.
Aceptar