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El presidente Iván Duque afirma que su propuesta de reforma tributaria tiene tres propósitos: aumentar la competitividad de la economía, hacer más equitativo el sistema tributario y garantizar la sostenibilidad fiscal. Ahora que la propuesta se está discutiendo en el Congreso, y con solo dos semanas para ser aprobada, ha quedado claro que el verdadero afán es tapar el hueco de los $ 7,5 billones faltantes para el próximo año, y el crecimiento, la equidad y la estabilidad fiscal de largo plazo parecen importar cada vez menos.
El Gobierno afirma que si no consigue tapar ese hueco quedarían desfinanciadas algunas inversiones para los más pobres, y en el afán de evitar esto las comisiones del Gobierno y el Congreso han considerado incluso propuestas antitécnicas (que afortunadamente ya han sido descartadas) como el límite a la devolución del IVA.
Lo que no ha mencionado el Gobierno (ni existe noticia de que haya sido parte de la discusión entre Gobierno y ponentes) es que existe una opción justa, eficiente y lógica para reducir el tamaño del hueco fiscal: eliminar los múltiples privilegios tributarios incluidos hoy en la propuesta de Ley de Financiamiento, que en su forma actual están mal focalizados, serán costosos y no existe claridad respecto a que contribuyan a lo que el país necesita: crecer más, consolidar los logros sociales de los últimos años, disminuir la desigualdad y cumplir la regla fiscal.
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Por el contrario, dichos privilegios reducirían los ingresos estructurales de la Nación y aumentarían la desigualdad sin tener un efecto positivo sobre el crecimiento, como explicaremos aquí. En vista de lo anterior, la discusión de cómo tapar el hueco fiscal debería empezar por una explicación clara del Gobierno al Congreso y al resto del país de por qué los contribuyentes deberíamos asumir el costo de estos selectos privilegios tributarios.
Un mundo de privilegios
Empecemos por explicar cuáles son estos privilegios. El primero es la exención del impuesto de renta por cinco años a las personas jurídicas que inviertan más de $397 millones en la economía naranja y generen 10 empleos o más. Este sector agrupa a las “actividades creativas y de valor agregado tecnológico”, e incluye desde la fabricación de muebles hasta el transporte de pasajeros y “actividades de arquitectura e ingeniería y otras actividades conexas de consultoría técnica”.El segundo es la exención del impuesto de renta por 10 años a las inversiones agropecuarias de más de $829 millones que generen 10 empleos o más.
Finalmente, el tercero es para las megainversiones en sectores comerciales, industriales o de servicios de más de $1 billón que generen 250 empleos o más, las cuales podrán pagar una tarifa reducida de renta de 27% por 20 años y estarán exentas de los impuestos a los dividendos y al patrimonio, entre varios privilegios más.
Veamos ahora por qué estas medidas son inconvenientes.
Existe consenso en el análisis de la política industrial respecto a que los apoyos directos (como las exenciones tributarias) no deberían focalizarse sectorialmente, entre otras razones porque hacerlo aumenta la probabilidad de que haya capturas de rentas y corrupción.
Si a pesar de esto el Gobierno decidiera escoger sectores para otorgar las exenciones (desoyendo las lecciones del pasado, que indican que en Colombia los anuncios de apoyos directos sectoriales generaron presiones de muchos sectores por quedar entre los “ganadores”), los sectores seleccionados deberían ser aquellos en los cuales esté ampliamente comprobado que el país tiene una vocación productiva superior a las que tiene en otras actividades.
No conocemos estudio alguno que sustente que este sea el caso de la economía naranja.
Supongamos ahora que efectivamente tuviéramos una vocación productiva en el sector naranja tan significativa como para privilegiarlo por encima del resto de actividades productivas, y supongamos además que no existieran riesgos de corrupción o captura de rentas al otorgar este tipo de privilegios. Faltaría ahora determinar cuáles proyectos dentro del sector deberían ser beneficiados.
La respuesta es sencilla: sólo debería otorgarse un privilegio tributario a aquellos proyectos con una rentabilidad social mayor a la rentabilidad privada, y cuando la rentabilidad privada no sea suficientemente alta para garantizar que el proyecto se ejecute (es decir, cuando de no ser por el incentivo el inversionista privado decidiría no realizar la inversión, y cuando el hecho de que esta se realice trae beneficios a la sociedad adicionales a los que percibe el inversionista).
La propuesta del Gobierno no plantea ningún criterio para evaluar lo anterior. En el caso del incentivo a la economía naranja únicamente establece que los aspirantes deberán presentar su proyecto al “Comité de Economía Naranja del Ministerio de Cultura”, quien deberá justificar su “conveniencia económica”.
Así, un comité del Ministerio de Cultura tendría la responsabilidad de determinar si un proyecto de consultoría en ingeniería (actividad incluida en la definición de sector naranja del Gobierno) es “conveniente económicamente”. No se explica qué se entiende por “conveniencia económica” ni cómo se evaluaría esta.
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Pasemos ahora a los privilegios tributarios para las megainversiones. En este caso el requisito que debe cumplir un beneficiario para ser elegible no es pertenecer a un sector, sino invertir una altísima suma en el proyecto (cerca de $1 billón).
Elegir beneficiarios de apoyos directos por tamaño puede ser aún más problemático que hacerlo por sector, pues los riesgos de captura de rentas se multiplican. Este criterio tendría sentido sólo si las inversiones atípicamente grandes fueran más rentables en términos sociales que privados, y más rentables en términos sociales que las inversiones de menor tamaño. A nuestro saber este supuesto no ha sido comprobado.
Más aun, para el Gobierno no parece ser importante que estas condiciones se cumplan, pues la propuesta no condiciona el otorgamiento de este privilegio a las megainversiones a ningún logro en materia de productividad.
Finalmente, cabe mencionar que incluso si las megainversiones fueran más rentables para la sociedad que las inversiones de menor tamaño, el sistema tributario actual ya reconoce en alguna medida esta diferencia, pues la tasa efectiva de tributación de las empresas más grandes de Colombia ya es hoy inferior a la que pagan las demás, según la explicación de motivos de la reforma presentada por el propio Gobierno al Congreso.
El Gobierno ya ha otorgado privilegios tributarios a grandes inversiones en el pasado. El antecedente reciente más parecido al privilegio propuesto para las megainversiones son los contratos de estabilidad jurídica implementados en el 2005. No existe evidencia de que estos hayan contribuido a aumentar la productividad o el empleo en el país.
Por el contrario, la evaluación de resultados de dichos contratos realizada en 2012 por Econometría S.A. encontró múltiples problemas en el esquema, entre los cuales se destacan algunos tan preocupantes como que algunos beneficiarios ya estaban dispuestos u obligados a adelantar las inversiones. En otras palabras, se usaron recursos del Estado para financiar proyectos que ya se iban a realizar por razones económicas o que se debían realizar por razones legales evidentes (por ejemplo, porque formaban parte de licitaciones que habían sido adjudicadas al beneficiario).
Debido a este y otros hallazgos, el informe concluye que “sería recomendable no continuar con los Contratos de Estabilidad Jurídica”. Este es un antecedente que el Gobierno no debería desoír.
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Pasemos ahora al incentivo tributario a las inversiones agropecuarias. La propuesta establece que sólo las inversiones de más de $829 millones que contribuyan al aumento de la productividad agropecuaria serán elegibles para obtener ese beneficio.
Esto implica que los beneficiarios del subsidio terminarán siendo sólo los grandes productores de unos pocos sectores (como, por ejemplo, palma), que son quienes tienen la capacidad de realizar inversiones de estos montos.
Una vez más, la decisión de privilegiar las grandes inversiones agropecuarias solo tendría sentido si se demostrara que estas son más rentables en términos sociales que privados, que su rentabilidad privada es insuficiente y que son más rentables en términos sociales que las inversiones de menor tamaño.
A nuestro saber esto no se ha demostrado. Como resultado de este privilegio tributario (y de los demás aquí mencionados) el Gobierno dejará de recibir recursos que podría usar para invertir en lo que necesita el 89% de los productores agropecuarios (esto es, los pequeños): bienes públicos como vías terciarias, asistencia técnica, distritos de riego y muchísimos más.
Propósitos no cumplidos
En resumen, los privilegios tributarios propuestos en la ley de financiamiento generan una parte del hueco fiscal que el Gobierno necesita tapar.Además, dichos privilegios harán más difícil cumplir la regla fiscal en el futuro (pues reducen los ingresos estructurales de la Nación) y no parecen ir en la dirección de la política industrial que necesita Colombia para aumentar su productividad, que pasa por proveer bienes públicos de calidad para los sectores con vocación productiva en cada una de las regiones del país y otorgar apoyos directos (como privilegios tributarios) a proyectos elegidos por su rentabilidad para la sociedad.
A lo anterior se suma que dichos privilegios profundizarían la desigualdad en Colombia, pues los beneficios propuestos para las megainversiones y las inversiones agroindustriales favorecerán sólo a los grandes proyectos (sin una clara razón económica para hacerlo), y el beneficio propuesto para el sector naranja profundizará la desigualdad entre las regiones más desarrolladas y las demás al favorecer actividades económicas que se llevan a cabo principalmente en las grandes ciudades (nuevamente, sin una razón económica clara para hacerlo).
Por todo lo anterior, creemos que los responsables del debate final de la ley de financiamiento deberían empezar la discusión poniendo sus ojos sobre este, el hueco aún pendiente de la reforma tributaria.
* Andrés Trejos es candidato a Ph.D. en economía de la University College London y Allison Benson, candidata a Ph.D. en desarrollo internacional de la London School of Economics.