Consejos para mejorar el proceso creativo inspirados en Pixar Animation
Adelanto de la nueva edición de “Creatividad, S.A. Cómo llevar la inspiración hasta el infinito y más allá”, sello editorial Conecta, un libro para quienes deseen llevar a sus equipos a cumbres más altas.
Edwin Catmull * / Especial para El Espectador
Introducción
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Introducción
Objetos perdidos
Cuando entro por las mañanas en los Estudios de Animación Pixar —después de dejar atrás la escultura de seis metros y pico de Luxo Jr., la lámpara de sobremesa que es nuestra simpática mascota; de atravesar la doble puerta que da paso a un espectacular vestíbulo con techo acristalado donde montan guardia unos Buzz Lightyear y Woody de tamaño natural y hechos enteramente de piezas de Lego, y subir las escaleras con dibujos y cuadros de los personajes que han poblado nuestras catorce películas— me vuelvo a sorprender por la peculiar cultura que define este lugar. Aunque he pasado por ahí un millar de veces, nunca me canso de él.
Pixar ocupa los más de 60.000 metros cuadrados de una antigua fábrica de conservas situada justo sobre el puente de la bahía de San Francisco; Steve Jobs la diseñó por dentro y por fuera. (En realidad, su nombre es Edificio Steve Jobs). Tiene unos accesos y salidas diseñados de forma que animen a la gente a mezclarse, agruparse y comunicarse. En el exterior hay un campo de fútbol y otro de voleibol, una piscina y un anfiteatro de seiscientas plazas. Muchas veces los visitantes se hacen una idea equivocada del lugar tomándolo por un mero capricho. Lo que no perciben es que la idea unificadora en este edificio no es el lujo sino el espíritu de comunidad. Steve deseaba que el edificio respaldase el trabajo a fuerza de estimular nuestra capacidad de colaborar.
Los animadores digitales que trabajan aquí tienen libertad para —no, se les invita a— decorar sus espacios de trabajo al estilo que deseen. Pasan los días dentro de casas de muñecas de color rosa y de cuyos techos cuelgan arañas de cristal en miniatura, cabañas caribeñas hechas con auténtico bambú y castillos cuyas torres de poliexpan de casi cinco metros de altura y meticulosamente pintadas parecen talladas en piedra. Una de las tradiciones anuales de la empresa es la Pixarpalooza, un macrofestival en el que nuestras propias bandas de rock luchan por la primacía dejándose el alma en los escenarios que erigimos en el jardín.
La razón es que valoramos que cada uno se exprese libremente, lo cual suele provocar una profunda impresión en los visitantes, quienes muchas veces me comentan que la experiencia de visitar Pixar les deja con un sentimiento de nostalgia, como si faltase algo en su vida laboral, una energía tangible, una sensación de colaboración y de creatividad sin trabas, un sentimiento nada cursi de estar abierto a las posibilidades. Mi respuesta es que ese sentimiento que perciben, llámese exuberancia o irreverencia o incluso extravagancia, es una parte integral de nuestro éxito.
Pero lo que hace especial a Pixar no es eso. Lo que hace especial a Pixar es la aceptación de que siempre vamos a tener problemas, muchos de ellos ocultos; que trabajamos duro para sacar a la luz esos problemas, incluso si ello nos hace sentirnos incómodos; y que, si topamos con un problema, encauzamos todas nuestras energías hacia su resolución. Esa es la razón por la que me gusta venir a trabajar por las mañanas, y no una fiesta muy bien preparada o un lugar de trabajo en una torre de defensa. Eso es lo que me motiva y me hace sentir que tengo una misión.
Hubo un momento, sin embargo, en que mi objetivo aquí me pareció mucho menos claro. Y puede que le sorprenda si digo cuándo fue.
El 22 de noviembre de 1995 se presentó Toy Story en los cines de Estados Unidos. Fue el estreno de Acción de Gracias más multitudinario de la historia. Los críticos la calificaron de «innovadora» (Time); «brillante» y «exultantemente ingeniosa» (The New York Times); y «visionaria» (Chicago Sun-Times). Para encontrar una película capaz de comparársele, escribía The Washington Post, había que remontarse a 1939 y El mago de Oz.
La realización de Toy Story, la primera película íntegramente hecha con animación digital, requirió hasta el último gramo de nuestra tenacidad, habilidad, genio técnico y resistencia. El casi centenar de hombres y mujeres que la produjeron se curtieron mediante incontables altibajos y con la omnipresente y aterradora convicción de que nuestra supervivencia dependía de ese experimento de ochenta minutos. Durante cinco años completos luchamos por hacer Toy Story a nuestra manera. No hicimos caso de los consejos de los directivos de Disney, convencidos de que si ellos habían tenido tanto éxito con los musicales nosotros también debíamos llenar nuestra película de canciones. Rehicimos de arriba abajo el guion más de una vez para estar seguros de que resultaba convincente. Trabajamos por la noche, durante los fines de semana y las vacaciones, por lo general sin protestar. Pese a ser unos productores bisoños en un estudio novato y con graves problemas financieros, habíamos apostado por una idea sencilla: si hacíamos algo que a nosotros nos gustaría ver, otros también querrían verlo. Durante mucho tiempo tuvimos la sensación de haber cargado con esa roca montaña arriba tratando de lograr lo imposible. Hubo incontables momentos en que el futuro de Pixar fue incierto. Y ahora, de pronto, nos veíamos puestos como ejemplo de lo que ocurre cuando los artistas confían en su instinto.
Toy Story se convirtió en la película más taquillera del año y recaudó 358 millones de dólares en todo el mundo. Pero no eran solo los números lo que nos llenaba de orgullo; después de todo, el dinero es una simple forma de medir una empresa floreciente y por lo general no la más significativa. No, lo que yo encontraba gratificante era lo que habíamos creado. Las críticas resaltaban la emotiva línea argumental y los estupendos personajes tridimensionales, mencionando apenas, y casi como algo tangencial, que había sido realizada con ordenador. Aunque hubo una considerable cantidad de innovación que nos facilitó el trabajo, no permitimos que la tecnología asfixiase nuestro verdadero objetivo: hacer una gran película.
Para mí, Toy Story representó la culminación de una meta que yo había perseguido durante más de dos décadas y con la que llevaba soñando desde niño. De pequeño, en los años cincuenta, ansiaba ser animador gráfico en Disney, pero no tenía ni idea de cómo conseguirlo. Ahora comprendo que me incliné instintivamente hacia los gráficos por ordenador —entonces un campo nuevo— como medio de perseguir aquel sueño. Si no podía animar a mano, tenía que haber otra vía. En el instituto me impuse el objetivo de hacer sin prisas la primera película de animación por ordenador, y trabajé sin descanso durante veinte años para lograrlo. Ahora, la meta que impulsaba mi vida había sido alcanzada, y experimentaba una inmensa sensación de alivio y exaltación, al menos de entrada. A raíz del estreno de Toy Story nuestra empresa salió a bolsa y generó una cantidad de dinero que nos aseguraría el futuro como productora independiente. Empezamos a trabajar en dos nuevos largometrajes, Bichos: una aventura en miniatura y Toy Story 2. Todo iba a nuestro favor, y sin embargo me sentía un poco confuso. Al lograr un objetivo había perdido en parte una estructura esencial. Comencé a preguntarme: ¿esto es lo que de verdad quiero hacer? Las dudas me sorprendieron y me dejaron perplejo, pero me las reservé para mí mismo. Había ejercido como presidente de Pixar durante la mayor parte de la existencia de la empresa. Me gustaba el puesto y todo lo que representaba. Sin embargo, no podía negar que lograr el objetivo que había definido mi vida profesional me había dejado sin meta. ¿Esto es todo?, me decía. ¿Ha llegado el momento de un nuevo desafío?
No pensaba que Pixar hubiese «tocado techo» o que mi labor estuviese realizada. Sabía que teníamos grandes obstáculos por delante. La empresa estaba creciendo rápidamente, con montones de accionistas a los que satisfacer, y nos apresurábamos a poner otras dos nuevas películas en producción. Había, en suma, un montón de cosas en las que ocupar mis horas de trabajo. Pero mi objetivo vital —aquello que me había impulsado a dormir en el suelo del laboratorio de informática en la universidad para disponer de más horas en el ordenador central y que, de niño, me mantenía despierto de noche resolviendo puzles mentalmente y que había impulsado mi trabajo diario— ya no estaba. Me había pasado dos décadas construyendo un tren y tendiendo sus vías. Ahora la idea de limitarme a conducirlo me parecía un trabajo mucho menos interesante. ¿Bastará producir una película tras otra para sentirme involucrado?, me preguntaba. ¿Cuál va a ser ahora mi principio rector?
La respuesta tardó un año en salir a la luz. Desde el primer momento, mi vida profesional parecía destinada a tener un pie en Silicon Valley y otro en Hollywood. Empecé en la industria del cine en 1979 cuando George Lucas, que había ganado una montaña de dinero con el éxito de La guerra de las galaxias, me contrató para ayudarle a introducir la alta tecnología en la industria cinematográfica. No tenía su sede central en Los Ángeles, sino que había radicado su empresa, Lucasfilm, en el extremo norte de la bahía de San Francisco. Nuestras oficinas estaban situadas en San Rafael, a una hora en coche de Palo Alto, el corazón de Silicon Valley, un apodo que estaba empezando a imponerse entonces cuando las empresas de semiconductores e informática empezaron a despegar. Esa proximidad me proporcionó un observatorio ideal para asistir a la aparición de las empresas de hardware y software —por no mencionar la creciente industria de capital riesgo— que a la vuelta de unos años vendrían a dominar Silicon Valley desde su apostadero de Sand Hill Road.
Yo no pude llegar en un momento más dinámico y volátil. Pude ver a un montón de start-ups ponerse al rojo vivo por el éxito y a continuación quemarse. Mi misión en Lucasfilm, fusionar la producción de películas con la tecnología, implicaba trabajar codo con codo con los líderes de empresas como Sun Microsystems, Silicon Graphics y Cray Computers, a alguno de los cuales llegué a conocer bien. Entonces yo era antes que nada un científico y no un gerente, de manera que les observé atentamente con la esperanza de aprender de las trayectorias emprendidas por sus empresas. Poco a poco empezó a emerger un patrón: alguien tenía una idea creativa, lograba financiación, fichaba a un montón de tipos listos y desarrollaba y vendía un producto que despertaba una inmensa atención. Ese éxito inicial engendraba más éxito, tentaba a los mejores ingenieros y atraía a clientes con problemas por resolver muy interesantes y de gran importancia. A medida que esas empresas crecían, corrió mucha tinta acerca del modo en que planteaban los cambios de paradigma, y cuando sus directores generales aterrizaban inevitablemente en la portada de Fortune, eran presentados como los «titanes de lo nuevo». Recuerdo sobre todo su seguridad. Los líderes de esas empresas irradiaban una confianza suprema. Era obvio que habían logrado alcanzar la cima porque eran muy, muy buenos. Pero entonces esas empresas hacían algo estúpido, no solo estúpido en retrospectiva sino meridianamente estúpido en aquel momento. Quise entender por qué. ¿Cuál era la causa de que gente inteligente tomase decisiones que hacían descarrilar a sus empresas? No cabe duda de que creían estar haciendo lo correcto, pero algo les cegaba y les impedía ver los problemas que amenazaban con derribarles. Como resultado sus empresas crecían cual pompas de jabón y luego explotaban. Lo que me interesó no fue que las empresas ascendieran y se hundiesen, o que cambiase el paisaje según lo hacía la tecnología, sino que los líderes de esas empresas parecían tan centrados en competir que nunca reflexionaban a fondo sobre las fuerzas destructivas que estaban en juego. A lo largo de los años, mientras Pixar luchaba por encontrar su camino —al principio vendiendo primero hardware y después software, y más tarde realizando cortos y anuncios de animación— me pregunté: ¿también nosotros íbamos a cometer alguna estupidez si Pixar continuaba teniendo éxito siempre? ¿Prestar atención a los pasos en falso de los demás nos ayudaría a estar más alerta sobre los nuestros? ¿O es que hay algo relacionado con el hecho de llegar a ser un líder que te ciega ante aquello que amenaza el bienestar de tu empresa? Era evidente que algo causaba una peligrosa desconexión en muchas empresas bien llevadas y creativas. En qué consistía exactamente era un misterio que yo estaba decidido a descifrar.
Durante el difícil año posterior al estreno de Toy Story comprendí que intentar resolver ese misterio sería mi siguiente reto. Mi deseo de proteger a Pixar de las fuerzas que arruinaban a tantas empresas me proporcionó un renovado centro de interés. Comencé a ver más claro mi papel de líder. Me iba a dedicar a crear no solo una empresa de éxito sino una cultura creativa sostenible. Cuando pasé de centrar mi atención en la resolución de problemas técnicos a comprometerme con la filosofía de una gestión con fundamento volví a entusiasmarme y a estar seguro de que nuestra siguiente etapa iba a ser tan emocionante como la primera.
Mi objetivo ha sido siempre crear una cultura en Pixar que sobreviva a sus líderes fundadores, Steve, John Lasseter y yo. Pero mi objetivo es asimismo compartir nuestra filosofía subyacente con otros líderes y, para ser sincero, con cualquiera que haga frente a las fuerzas opuestas, pero necesariamente complementarias, del arte y el comercio. Así pues, lo que tiene usted en las manos es un intento de poner por escrito mis ideas acerca de cómo logramos crear la cultura que es la piedra angular de esta casa.
El presente libro no va dirigido exclusivamente a fans de Pixar, ejecutivos del mundo del espectáculo o animadores digitales. Va dirigido a cualquiera que desee trabajar en un entorno que fomente la creatividad y la resolución de problemas. Creo que el buen liderazgo puede ayudar a las personas creativas en el camino de la excelencia, con independencia de cuál sea el negocio al que se dediquen. Mi aspiración en Pixar —y en Disney Animation, que mi viejo socio John Lasseter y yo también hemos liderado desde que la compañía Walt Disney compró Pixar en 2006— ha sido hacer posible que nuestra gente dé lo mejor de sí misma. Partimos del supuesto de que nuestra gente tiene talento y desea aportar algo. Aceptamos que, sin quererlo, nuestra empresa está asfixiando ese talento de mil maneras no percibidas. En definitiva, tratamos de identificar esos impedimentos y corregirlos.
He pasado casi cuarenta años pensando en cómo ayudar a personas inteligentes y ambiciosas a trabajar juntas con eficacia. Tal y como lo veo, mi función como directivo es crear un entorno fértil, mantenerlo saludable y vigilar aquellas cosas que lo debilitan. Creo de todo corazón que todo el mundo tiene el potencial de ser creativo, cualquiera que sea la forma que adopte esa creatividad, y que estimular tal desarrollo es algo noble. Y aún me interesan más los obstáculos que se interponen en el camino, muchas veces sin que los detectemos, e interfieren en la creatividad propia de cualquier empresa floreciente.
La tesis de este libro es que si bien surgen numerosos impedimentos para la creatividad existen medidas eficaces que pueden ser adoptadas para proteger el proceso creativo. En las páginas siguientes trataremos muchas de las medidas que tomamos en Pixar, pero para mí los mecanismos más fascinantes son los relacionados con la incertidumbre, la inestabilidad, la falta de franqueza y aquello que no vemos. Creo que los mejores directivos reconocen y reservan un espacio para lo que desconocen, no solo porque la humildad es una virtud, sino porque los avances más notables no se producen hasta que no se adopta esa mentalidad. Pienso que los directivos deben relajar los controles, no endurecerlos. Deben aceptar el riesgo; deben confiar en las personas con las que trabajan y esforzarse por despejarles el camino; y deben prestar siempre atención y hacer frente a todo aquello que produzca miedo. Por encima de todo, los líderes de éxito deben asumir la realidad de que sus modelos pueden estar equivocados o ser incompletos. Solo cuando admitimos lo que desconocemos podemos confiar en aprenderlo. El libro está dividido en cuatro partes: EL INICIO, PROTEGER LO NUEVO, CREAR Y MANTENER y PONER A PRUEBA LO QUE SABEMOS. No es un libro de memorias, pero a fin de entender los errores que cometimos, las lecciones que aprendimos y las vías que conocimos gracias a ellos, en ocasiones hurga inevitablemente en mi propia historia y en la de Pixar. Tengo mucho que decir acerca de facilitar a los grupos la creación conjunta de algo valioso, y luego protegerlos frente a las fuerzas destructivas que amenazan incluso a las empresas más fuertes. Espero que al exponer mi búsqueda de las fuentes de confusión y engaño dentro de Pixar y Disney Animation, pueda ayudar a otros a evitar los escollos que ponen impedimentos y en ocasiones arruinan todo tipo de empresas. La clave, lo que me ha motivado durante los diecinueve años transcurridos desde el estreno de Toy Story, es comprender que identificar esas fuerzas destructivas no ha sido únicamente un mero ejercicio filosófico. Es una misión crítica y capital. A raíz de nuestro éxito inicial Pixar necesitaba que sus líderes hiciesen un alto y prestasen atención. Y esa necesidad de vigilancia no cesa nunca. El presente libro, pues, trata de la tarea todavía en curso de mantenerse alerta, de ejercer de líderes siendo autoconscientes, como directivos y como empresa. Es una exposición de las ideas que, en mi opinión, nos permiten dar lo mejor de nosotros mismos.
* Se publica con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial. Ed Catmull ha recibido cinco premios Oscar, entre ellos, uno por su trayectoria en el campo de la animación. Catmull se doctoró en ingeniería informática en la Universidad de Utah. Vive en San Francisco con su esposa y sus hijos.