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El poder de «crear empleo» que se atribuye a los emprendedores es exagerado; casi todos terminan fracasando y la gran mayoría de los que prosperan crean relativamente pocos puestos de trabajo. El grueso del empleo lo generan compañías de la economía tradicional, firmas que llevan activas veinticinco años o más. Aun así, el trabajo en una economía globalizada y digital es cada vez más fragmentario e inestable. Los lugares de trabajo centralizados, ya sean fábricas u oficinas, siguen con nosotros, claro, pero en cantidades decrecientes. Cada vez más, las funciones no centrales o non-core –ya sean de tecnologías de la información, de transporte, de reparto de comida o de servicios de limpieza– se subcontratan a proveedores o, en algunos casos, se externalizan a otros lugares geográficos con costes inferiores. Cada vez somos más los que trabajamos de manera independiente, como autónomos o con contrato por obra o servicio determinado. De modo que nos enfrentamos al desafío de encontrar sentido a un trabajo en el que el lugar donde lo desempeñamos tiene un papel mucho menos central. En cierto modo, estamos regresando a la época de los comerciantes, agricultores y artesanos independientes y vamos hacia una economía en la que nuestra identidad laboral depende menos de una organización particular y más de nuestra relación personal con el trabajo en sí.
El «campus conectado» de Google en Cambridge, Massachusetts, ocupa un complejo distribuido en dos torres de oficinas detrás de una tienda de sándwiches vegetarianos gourmet. Es sorprendentemente difícil de encontrar, tanto que los visitantes suelen pasar de largo una o dos veces antes de pedir indicaciones a un transeúnte; un recordatorio tácito, quizá, de que Google no necesita publicitar una marca que está entre las más reconocibles del mundo. Esto ocurre especialmente cuando se trata de atraer talento. Al parecer, Google es el trabajo de los sueños de casi todos los jóvenes prometedores del planeta. En las encuestas, uno de cada cinco estadounidenses dijo que, de poder elegir, querría trabajar en Google. Otra encuesta realizada a universitarios de todo el mundo arrojó un resultado similar. Ninguna otra compañía se le acerca.
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En el momento de escribir esto Google es también, después de Apple, la marca más valiosa del mundo. La compañía invierte en una variedad tan amplia de proyectos que incluso a sus empleados les cuesta seguir la pista: un navegador llamado Chrome, un teléfono inteligente con un sistema operativo llamado Android, un conjunto de plataformas en la nube llamado Google Cloud Platform, una plataforma de vídeos compartidos llamada YouTube y servicios online que incluyen Google Maps, Gmail y Google Docs. Alphabet, la casa madre de Google, es un titán en el ámbito de los coches de conducción automática, y su brazo inversor, GV, tiene participaciones en más de trescientas compañías «de vanguardia», incluida Uber. Esta información resulta deslumbrante pero incompleta, pues deja fuera el segmento de negocios de Google que genera el grueso de sus ingresos.
Cerca del 90% de los ingresos de Google procede de la publicidad, más de tres cuartos de la cual se inserta en los sitios web de la propia compañía. Esta abundancia debe muy poco al esfuerzo de los empleados de Google. La belleza y la rentabilidad de este dato no pasan desapercibidas a la legión de fieles inversores de la compañía.
Buscar «Google» en Google arroja resultados esperables, como elegantes espacios llenos de objetos con aspecto de juguetes y surtidos de apetitosos tentempiés. Pero también otros por completo inesperados: por ejemplo, imágenes del director de marketing Shawn Auckland en un comedor de la sede de Google en Londres pidiendo matrimonio a su novio y compañero de trabajo, Michael, mientras un grupo a capela formado por empleados de Google canta «I think I want to marry you» de Bruno Mars. No todos disfrutaríamos de una experiencia así, pero hay muchos que sí, los suficientes como para que no llame la atención que tantas personas tengan como objetivo colgarse la tarjeta identificativa de empleado de Google. Lo que sí llama la atención, por lo reducidas, son las probabilidades de que estos esperanzados alcancen su meta: de alrededor de tres millones de aspirantes en un solo año, solo 1 entre 428 recibió una oferta de empleo. (Las probabilidades de entrar en Harvard son algo más altas: 1 entre 4). Y es que, aunque puede que Google sea una de las compañías más emprendedoras del mundo, no necesita emplear a demasiados seres humanos.
Andrew McAfee, coautor de La segunda era de las máquinas e investigador principal del MIT Center for Digital Business en la MIT Sloan School, reflexionó conmigo sobre las implicaciones de este hecho en Legal Sea Foods, un popular restaurante de pescado a pocos pasos del campus de Google en Cambridge. En aquel momento McAfee parecía un poco distraído, como si también él estuviera soñando con entrar en Google. Y en cierto modo así era. Mientras comprobaba sus correos y pedía un sándwich de pastel de cangrejo, McAfee cogió un bolígrafo y garabateó cuatro palabras en una servilleta: Amazon, Apple, Facebook y, sí, Google (también conocido como Alphabet). En el verano de 2016, estos cuatro «jinetes» (como los llamó) tenían una capitalización bursátil de más de 1,8 billones de dólares, más o menos el equivalente del producto interior bruto de India. En India viven más de 125.000 millones de personas. En 2016, los cuatro jinetes juntos emplearon a menos de 400.000 estadounidenses, incluidos los que trabajaban en comercios minoristas y almacenes de Amazon. (Amazon todavía no había comprado Whole Foods ni contratado a los 100.000 empleados, la mayoría de ellos trabajadores de almacén, que había anunciado que contrataría en los años siguientes). «Ese es más o menos el número de empleos nuevos netos que necesitamos cada tres meses para que la tasa de empleo se mantenga estable», dijo McAfee. De hecho, prosiguió, aunque su éxito a la hora de atraer tanto capital como atención pública es innegable, en lo que se refiere a creación de empleo sostenible, ninguna de estas dinamos tecnológicas le llega a la suela del zapato a compañías como IBM o McDonald’s.
«Estamos ante una economía increíblemente rica sin que sea necesario el trabajo tal y como lo conocíamos en la era industrial»
McAfee es un ávido defensor de la tecnología, a la que suele referirse como «creadora de abundancia». Desde luego lo es para él y para esa feliz panda de googleros que hackean y toman tentempiés en las oficinas vecinas de Google. Y señala que la tecnología trabaja para todos nosotros: Instagram, Facebook, SnapChat, YouTube, Twitter y, por supuesto, las búsquedas de Google son todas parte de lo que McAfee llama «la abundancia». Pero reconoce que esta abundancia se crea con el esfuerzo de relativamente pocos empleados remunerados. Esa es la naturaleza de la bestia de la era digital. «Estamos ante una economía increíblemente rica sin que sea necesario el trabajo tal y como lo conocíamos en la era industrial», me dijo.
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Así pues, ¿cómo ha cambiado nuestra manera de ver el trabajo? Pensemos en dos compañías: Instagram, un producto de la era digital, e Eastman Kodak, un producto de la difunta era industrial. Instagram, cofundada por Mike Krieger y Kevin Systrom, reunió a un pequeño equipo de jóvenes ingenieros y trabajadores de marketing en un pequeño espacio de San Francisco para crear y comercializar una aplicación mediante la cual millones de personas comparten miles de millones de fotografías. Kodak, fundada por George Eastman, reunió hasta 145.000 empleados en un amplio parque industrial para construir una compañía icónica que, en su momento álgido, producía el 90% de las películas fotográficas y el 85% de las cámaras de Estados Unidos.
Al cabo de menos de dos años de su fundación, en 2010, Instagram se vendió a Facebook por 1.000 millones de dólares, en un proceso que dejó más de una docena de nuevos millonarios. Unos meses antes de la venta de Instagram, Kodak, una compañía de ciento treinta y dos años de antigüedad y propietaria de 110.000 patentes, se declaró en quiebra y dejó a una legión de empleados en la estacada.
En la era de Kodak, la productividad, el empleo y la renta media crecían juntos. El fundador de la compañía, George Eastman, sentía que tenía una obligación para con sus empleados, y también para con la ciudad en la que él y la mayoría de estos vivían: Rochester, Nueva York. En una carta a un colega escribió: «Quiero hacer de Rochester, para los miles de personas que he reunido aquí, el mejor lugar sobre la faz de la tierra en el que vivir y formar una familia». Hoy hay menos incentivos para tales muestras de generosidad. Internet no sabe de geografía y la economía global exige menos a los empresarios en materia de lealtad a los empleados y a la comunidad.
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La era digital trae consigo lo que un observador llamó «enorme disparidad» entre «las experiencias subjetivas de innovación y las mediciones objetivas de su impacto económico real». Es decir, la innovación nos afecta de manera distinta en función de si somos compradores o fabricantes. Como consumidores, muchos millones de usuarios se benefician de la «abundancia» que describía McAfee. Como trabajadores, no tanto. «Nuestro país es formidable a la hora de generar abundancia», me dijo. «Pero solo tenemos una manera de acceder a ella: renunciando a nuestros empleos. Eso no funciona para todo el mundo. No creo que se trate de un problema trivial, pero tampoco me corresponde a mí resolverlo».
Así que una no puede evitar preguntarse: ¿A quién le corresponde? Políticos y expertos de todo signo tienden a poner sus esperanzas en los emprendedores. En el Global Entrepreneurship Summit de la Stanford University, en 2016, el presidente Obama declaró que el emprendimiento era «el motor de crecimiento […] que crea empleos bien remunerados: que pone a las economías en auge en el camino de la prosperidad y faculta a las personas para unirse y enfrentarse a los problemas globales más acuciantes». Dos años después, la candidata a la presidencia Hillary Clinton se comprometió a encontrar la manera de condonar la deuda por préstamos universitarios a aquellos graduados que empezaran una nueva compañía o se unieran a una startup. Donald Trump forjó su marca personal presumiendo de astuto hombre de negocios y emprendedor, una estrategia que resultó atractiva para millones de votantes.
Mientras que en Europa se enseña a los niños a reverenciar a los poetas y a los filósofos, en Estados Unidos los escolares tienen como ídolos a emprendedores como Steve Jobs, Bill Gates y Elon Musk.
Por supuesto, Estados Unidos siempre ha tenido debilidad por quienes están dispuestos a jugárselo casi todo creando algo nuevo. Mientras que en Europa se enseña a los niños a reverenciar a los poetas y a los filósofos, en Estados Unidos los escolares tienen como ídolos a emprendedores como Steve Jobs, Bill Gates y Elon Musk. La propia expresión «business hero», «héroe de los negocios», tiene resonancias marcadamente americanas. Y cuando decimos «héroe», por lo general nos referimos a «innovador». El economista Joseph Schumpeter, gigante del pensamiento del siglo XX, acuñó la expresión «destrucción creativa» para describir el proceso mediante el cual la innovación crea tecnologías, negocios y empleos nuevos y destruye los existentes. Schumpeter es recordado sobre todo por su acertada observación de que la innovación es la fuerza impulsora tanto del capitalismo como del crecimiento económico, así como de que los emprendedores, no los inventores, son los agentes de dicha innovación. En Capitalismo, socialismo y democracia (1942) escribió que «el mismo proceso de mutación industrial –si se me permite emplear esa expresión tomada de la biología– que revoluciona sin cesar la estructura económica desde dentro destruye sin cesar la antigua, crea sin cesar una nueva. Este proceso de Destrucción Creativa es un rasgo esencial del capitalismo».
La idea de que las compañías nuevas e innovadoras llevaban el peso del crecimiento del empleo cobró nuevo ímpetu a finales de la década de 1970, gracias en parte al trabajo de David L. Birch, consultor de negocios e investigador del Massachusetts Institute of Technology. En un delgado informe de 52 páginas, The Job Generation Process [El proceso de creación de empleo], Birch calculaba que solo el 15% de los nuevos empleos los creaban compañías consolidadas con 500 empleados o más, y que 6 de cada 10 puestos de trabajo los generaban empresas con 20 empleados o menos, la mayoría de las cuales eran de nueva creación. Más tarde corrigió estas cifras para probar la asombrosa afirmación de que los pequeños nuevos negocios creaban nada menos que 8 de cada 10 nuevos puestos de trabajo.
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Las afirmaciones de Birch introducían un relato a lo David contra Goliat que atrajo tanto la imaginación del público como la aprobación de los legisladores. La idea de que emprendedores luchadores y arriesgados podían, libres de la intervención del gobierno y de la intromisión de los sindicatos, sostener e impulsar un país mediante la creación de empleo encerraba un gran atractivo. De pronto, los esfuerzos de los pequeños emprendedores dejaban de ser negocios familiares anacrónicos para convertirse en verdaderos motores de creación de empleo. Y los políticos estuvieron de acuerdo en que a estos prolíficos creadores de puestos de trabajo había que proporcionarles normativas flexibles y apoyo de los contribuyentes.
En 2010 la Ewing Marion Kauffman Foundation publicó unas conclusiones que parecían respaldar la ya popularísima teoría de Birch. En un análisis ampliamente citado, el economista de Kauffman Tim J. Kane concluía que, durante casi todos los años comprendidos entre 1977 y 2005, las compañías consolidadas habían sido destructoras de empleos netos y costaban a los estadounidenses cerca de un millón de puestos de trabajo anuales (es decir, que estas compañías despedían a un millón de personas más de las que contrataban). Las startups, según estos cálculos, creaban un promedio de tres millones de empleos cada año. La atronadora conclusión de Kane era que «no es que las startups lo sean todo en materia de crecimiento del empleo. Es que son lo único que hay».
Es casi imposible exagerar la importancia del informe de Kane, cuyas conclusiones estimularon a pensadores –e influyeron en políticas públicas– de todo el mundo. En Estados Unidos se solicitó la ayuda de la Kauffman Foundation para redactar las dos leyes bipartidistas sobre startups 2.0 y 3.0, una legislación dirigida a (entre otras cosas) exonerar a los inversores de startups individuales del impuesto sobre ganancias de capital y reducir otras cargas impositivas, así como a facilitar la consecución de visados estadounidenses a los emprendedores extranjeros. La fundación también impulsó la Jumpstart Out Business o Ley JOBS de 2012, una ley dirigida a reducir la regulación para los nuevos negocios. Y los recortes de impuestos de la Administración Trump se apoyaban en gran medida en la afirmación de que reducir los impuestos de las empresas y de los individuos ricos impulsaría un emprendimiento que generaría empleo.
El problema de todo esto es que el vínculo entre emprendimiento y crecimiento del empleo es mucho más tenue de lo que argumentan muchos responsables políticos. La pregunta es: ¿Están de verdad creando nuevos puestos de trabajo permanentes las startups o solo creemos que lo hacen y a continuación escogemos datos que sustenten tal creencia? Antes de abordar tan vital y compleja cuestión, resulta de ayuda reconocer que los términos «startup» y «emprendedor» significan cosas distintas para según qué personas.
La palabra «startup» puede hacernos pensar en empresas como los cuatro jinetes de McAfee, deslumbrantes compañías innovadoras con una altísima capitalización de mercado. Pero, técnicamente, una startup es cualquier empresa recién registrada con al menos un empleado (que suele ser el fundador).
La palabra «startup» puede hacernos pensar en empresas como los cuatro jinetes de McAfee, deslumbrantes compañías innovadoras con una altísima capitalización de mercado. Pero, técnicamente, una startup es cualquier empresa recién registrada con al menos un empleado (que suele ser el fundador). A grandes rasgos, un emprendedor es cualquiera que crea un negocio, ya sea un vendedor callejero de perritos calientes o el inventor de un aparato médico vanguardista. Los economistas distinguen entre emprendedores «replicadores» e «innovadores». Los replicadores (por ejemplo, el vendedor de perritos calientes) reproducen un modelo de negocio existente, mientras que los innovadores (como el fabricante del aparato médico) crean algo nuevo.
Para su estudio, Kane consideró «creador de empleo» cualquier negocio nuevo que generara al menos un puesto de trabajo, incluido ese vendedor ambulante de perritos que, al igual que la mayoría de los emprendedores, solo «creaba» trabajo para sí mismo. Además, según su lógica, una compañía que quebraba y despedía a todos sus empleados –como hacen la mayoría de los negocios nuevos al cabo de cinco años– también contaba como «creadora de empleo» porque, a fin de cuentas, había creado al menos un puesto de trabajo. No está claro por qué decidió Kane proceder de esta manera, lo que sí está claro es que medir la creación de empleo «neta» –nuevos empleos menos antiguos empleos desaparecidos– es mucho más complicado que contar el número de puestos de trabajo creados. Y, una vez se han calculado los puestos de trabajo nuevos, es bastante evidente que los emprendimientos crean en realidad muy poco empleo duradero en Estados Unidos o, ya puestos, en otros países del mundo.
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De hecho, el índice de emprendimiento de un país tiende a correlacionarse negativamente con su índice de competencia. En Uganda, la nación más emprendedora del mundo, más del 28% de los trabajadores son emprendedores. El segundo país más emprendedor es Tailandia, seguido de Brasil, Camerún, Vietnam, Angola, Jamaica y Botsuana. Pocos consideraríamos estos países puntales de la innovación o la prosperidad: en 2018 Uganda tenía una renta per cápita de aproximadamente 720 dólares. Tampoco confundiríamos a la mayoría de los pequeños negocios de Estados Unidos –salones de uñas, barberías, cafés, servicios de limpieza y jardinería, Airbnb y similares– con lo que Schumpeter llamaba «motores de progreso». Estos pequeños negocios replicadores pueden ser emprendedores, pero crean pocos puestos de trabajo y aún menos empleos cuyo salario alcance para vivir. La realidad es que la gran mayoría de los propietarios de nuevos pequeños negocios no tienen intención de construir una compañía y se dedican a lo que también se llamaría trabajar por cuenta propia.
Quizá, sorprendentemente, las startups no son ni más innovadoras ni más productivas que las compañías de la economía tradicional. La innovación y la productividad de las compañías tienden a aumentar con el paso del tiempo. Y aunque muchas cosas, incluidas las startups, mejoran con la edad, no olvidemos que en Estados Unidos la startup media muere mucho antes de su quinto cumpleaños.
El propio David Birch cuestionó el poder de las pequeñas nuevas empresas para crear empleo. En 1994 escribió un ensayo en colaboración con uno de sus críticos más elocuentes, el economista de Harvard James Medoff, en el que confeccionaron una suerte de taxonomía de las empresas estadounidenses: elefantes, ratones y gacelas. Los elefantes son compañías grandes y poco ágiles que emplean a muchas personas, pero no generan demasiados empleos nuevos (un ejemplo sería Walmart). Los ratones son negocios pequeños y nerviosos que, en última instancia, generan poco valor y pocos empleos (por ejemplo, el vendedor de perritos). Las gacelas son criaturas ágiles, de rápida expansión que, aunque bastante menos estables que los elefantes, crean valor y empleos reales. Hay gacelas en casi todos los sectores, y no necesariamente en aquellos que asociamos con innovación: en la década de 1990 un número desproporcionado eran compañías tecnológicas, pero a principios de la de 2000 muchas eran de servicios relacionados con la vivienda. Birch y Medoff concluyeron que el alto impacto de las gacelas suponía menos del 4% de las compañías estadounidenses y creaba el 70% de los puestos de trabajo nuevos. Como promedio, las gacelas tienen veinticinco años; por tanto, se consideran ancianas en Silicon Valley.
compañías de nuevas tecnologías y redes sociales como Google, Facebook, Amazon y Twitter, nos ciega a la realidad; a saber: que cerca de 9 de cada 10 empresas de nueva creación fracasan rápida y estrepitosamente, arrastrando con ellas a su fuerza laboral (si es que la tienen).
Paul Nightingale, ex químico industrial y profesor de estrategia en la Unidad de Investigación de Política Científica de la University of Sussex, me contó que, en realidad, el emprendimiento nunca ha sido un motor de crecimiento económico potente. Los empleos que generan las startups suelen ser menos productivos y están peor remunerados que los que generan las compañías consolidadas, me dijo, y mucho menos estables. «Las compañías emprendedoras tienden a ser menos innovadoras que las consolidadas», afirmó. «La mayor parte de la actividad emprendedora se limita a generar rotación, con trabajadores cambiando de un empleo a otro, en lugar de a crear puestos de trabajo». Nightingale añadió que el extraordinario éxito de un puñado de compañías, en especial compañías de nuevas tecnologías y redes sociales como Google, Facebook, Amazon y Twitter, nos ciega a la realidad; a saber: que cerca de 9 de cada 10 empresas de nueva creación fracasan rápida y estrepitosamente, arrastrando con ellas a su fuerza laboral (si es que la tienen).
Tal y como apuntó en una ocasión Scott Shane, profesor de estudios emprendedores en la Case Western Reserve University, son necesarios 43 emprendedores fundando compañías nuevas para crear 9 puestos de trabajo que duren una década. No son precisamente, escribió, «los resultados que uno esperaría después de leer las notas de prensa sobre la creación de empleo de las startups».
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Existe el riesgo de que nuestra inmerecida obsesión con lo nuevo –ya sea una app, un suplemento alimenticio para adelgazar o un videojuego– reste importancia a la innovación con capacidad real de crear valor y de generar empleos duraderos. Pero esta clase de innovación no es ni fácil ni barata. El sector privado desempeñó en otro tiempo un papel mucho más relevante en la investigación básica, en especial como coinversor del sector público en los negocios grandes, arriesgados y de alta rentabilidad tales como los que conducían las divisiones de investigación de corporaciones como Xerox PARC Research Center, IBM Research, DuPont Labs, Bell Labs y Microsoft Research Silicon Valley Lab. Pero en las últimas décadas estas y otras organizaciones similares se han vendido, han cerrado o han reducido su tamaño. En muchos casos, sus esfuerzos se han redirigido hacia la satisfacción de las exigencias inmediatas de crecimiento por parte de los inversores en lugar de hacia innovaciones que den respuesta a necesidades humanas reales. Y algo similar ocurre en la esfera pública. La American Association for the Advancement of Science informó de que, en tanto participación del presupuesto federal total, la investigación y el desarrollo habían caído del 11,7% en 1965 hasta más o menos el 3,4% en 2016. Pero incluso esas cifras resultaban demasiado elevadas para la Administración Trump, cuyo presupuesto de 2018 estipulaba nuevos recortes, de hasta el 22%, en las agencias de investigación más importantes.
Las nuevas compañías pueden prosperar y crecer: Instagram, Facebook y, sí, también Google fueron en su momento meros destellos en la pupila de sus fundadores. Pero aferrarse a la idea de que el futuro del trabajo depende de un espíritu emprendedor supone el peligro de incentivar a quienes los economistas llaman «emprendedores improductivos», que crean poco valor y pocos o ningún puesto de trabajo.
Las nuevas compañías pueden prosperar y crecer: Instagram, Facebook y, sí, también Google fueron en su momento meros destellos en la pupila de sus fundadores. Pero aferrarse a la idea de que el futuro del trabajo depende de un espíritu emprendedor supone el peligro de incentivar a quienes los economistas llaman «emprendedores improductivos», que crean poco valor y pocos o ningún puesto de trabajo. El emprendimiento, la innovación tecnológica y el crecimiento contribuyen a lo que los economistas llaman la «abundancia». Pero esa abundancia cada vez se comparte menos en forma de buenos empleos. Lo cierto es que las startups emplean a menos del 3% de los trabajadores estadounidenses, un cimiento más bien endeble sobre el que edificar nuestros sueños.
La capacidad tecnológica de crear máquinas cada vez más eficaces que reduzcan la demanda del mercado de mano de obra humana parece casi infinita. Y palidece cuando se compara con la capacidad de la tecnología digital de reducir la demanda del mercado de pensamiento humano. Nos encontramos en un punto de inflexión, en un momento crítico en el que la experiencia del pasado no es una guía fiable para el futuro. Tenemos la acuciante obligación de reconsiderar las perspectivas y el propósito del trabajo en la era digital, y de trazar un plan construido no sobre panaceas nostálgicas, sino sobre pruebas sólidas. No podemos saber cuáles serán los «trabajos del futuro», como tampoco podemos predecir el clima del futuro. Pero sí podemos protegernos de las disrupciones más dañinas de la revolución digital. El primer paso es identificar los elementos del trabajo que queremos preservar, elementos que van más allá de los estrechos confines de lo que significa tener un «empleo».
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Los lugares de trabajo centralizados, sean fábricas u oficinas, siguen con nosotros, claro, pero en cantidades decrecientes. Cada vez más, las funciones no centrales o non-core –ya sean de tecnologías de la información, de transporte, de reparto de comida o de servicios de limpieza– se subcontratan a proveedores o, en algunos casos, se externalizan a otros lugares geográficos con costes inferiores. Cada vez somos más los que trabajamos de manera independiente, como autónomos o con contrato por obra o servicio determinado. De modo que nos enfrentamos al desafío de encontrar sentido a un trabajo en el que el lugar donde lo desempeñamos tiene un papel mucho menos central. En cierto modo, estamos regresando a la época de los comerciantes, agricultores y artesanos independientes y vamos hacia una economía en la que nuestra identidad laboral depende menos de una organización particular y más de nuestra relación personal con el trabajo en sí.
A finales de la década de 1970, el psicólogo de origen húngaro Mihály Csíkszentmihályi señaló que, si bien el 80% de los adultos afirmaba que elegirían trabajar incluso aunque no necesitaran el dinero, la gran mayoría también dijo que estaba deseando terminar de trabajar cada tarde. A partir de esto, concluyó que, aunque los humanos deseaban trabajar, a muchos no les gustaba lo que hacían. De manera que se propuso descubrir qué tenía el trabajo que resultara tan atractivo y qué tenían los empleos concretos que no. Con tal fin, estudió a las personas mientras trabajaban y le llamaron la atención varios factores. Le sorprendió uno en particular: que algunos de los trabajadores más felices y satisfechos no sienten vínculo alguno con el producto de su trabajo.
A principios de su carrera profesional, Csíkszentmihályi observó a un grupo de artistas visuales con el objetivo de averiguar lo que los motivaba. Reparó en que estos artistas cultivaban su trabajo con gran intensidad, tanta que en ocasiones se olvidaban de comer o de dormir. Aquello no era sorprendente. Sí lo era en cambio que los artistas apenas parecían prestar atención a los frutos de su esfuerzo. Es decir, que en lugar de exponer orgullosos sus pinturas, las apilaban en montones casi como si fueran brazadas de leña para, a continuación, ponerse a trabajar en una nueva. Lo que hacía tan misterioso ese comportamiento era que parecía contradecir el ampliamente respaldado paradigma de la psicología del comportamiento, a saber, que lo que motiva a las personas a trabajar es la expectativa de algo deseable externo, ya sea comida, sexo, dinero o reconocimiento. Pero a los artistas no parecía interesarles demasiado la comida, y el sexo, aunque siempre bien recibido, no entraba en juego en este caso. Y los artistas reconocían que era improbable que les compraran sus cuadros –también que el público reparara en ellos–, de manera que tampoco eran el dinero o el reconocimiento lo que les impulsaba a seguir. Para ellos, el proceso de crear parecía ser un fin en sí mismo. Era cultivar un arte, y no el arte en sí, lo que tenía significado para ellos.
¿Por qué a tantos nos cuesta realizarnos con nuestro trabajo? El problema, tal y como lo formuló hace poco la filósofa política de Princeton University Elizabeth Anderson, es que «el grado de respeto, estatus y autonomía» que reciben los trabajadores no depende de sus rasgos como personas, sino que es «más o menos proporcional a su valor de mercado».
Así pues, ¿por qué a tantos nos cuesta realizarnos con nuestro trabajo? El problema, tal y como lo formuló hace poco la filósofa política de Princeton University Elizabeth Anderson, es que «el grado de respeto, estatus y autonomía» que reciben los trabajadores no depende de sus rasgos como personas, sino que es «más o menos proporcional a su valor de mercado». El punto fuerte de la argumentación de Anderson es que el sistema económico de libre mercado fue diseñado para un mundo preindustrial en el que los trabajadores eran en su mayoría agricultores, comerciantes y artesanos que, básicamente, trabajaban por cuenta propia. La Revolución industrial cambió todo esto, por supuesto, pero el «libre mercado» continúa. Dentro de este sistema hoy, aduce Anderson, la mayoría de los lugares de trabajo son una suerte de dictaduras en las que los jefes no se responsabilizan de los trabajadores a los que «gobiernan». Hay sin duda algo de cierto en esto. Como sabemos, bajo el sistema capitalista, la mayoría de los lugares de trabajo son autocráticos y algunas de las compañías más prósperas están dirigidas por déspotas ilustrados: pensemos en Steve Jobs o en Elon Musk. Y, sin embargo, desde por lo menos la era industrial, bastantes de nosotros hemos renunciado a sabiendas a nuestra independencia a cambio de una vida laboral segura y estable. Hoy esa estabilidad está desapareciendo y cada vez son más los empleos que regresan al modelo de agente libre anterior a la era preindustrial. La diferencia es que en la economía global moderna los agentes libres pueden vivir –y trabajar– casi en cualquier parte, y en una economía digital no todos los agentes libres tienen que ser humanos. Así pues, ¿qué ocurre con el sentido del yo cuando la identidad laboral desaparece?
La psicóloga Sally Maitlis, de la Saïd Business School de la Universidad de Oxford, aborda esta cuestión de manera indirecta a través de las biografías de cuatro artistas escénicos a los que siguió durante dos años. La mitad eran bailarines profesionales, la otra mitad, músicos profesionales. Y todos ellos, debido a una enfermedad o una lesión, se habían visto obligados a abandonar la profesión que amaban. «Eran personas que habían dedicado sus vidas a su trabajo, que eran su trabajo», me explicó Maitlis. Tal y como se lamentaba un trompista, «mi vida entera se definía por este trozo de metal y lo que era capaz de hacer con él».
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Maitlis habló con cada artista en dos ocasiones, con un intervalo de dieciocho meses entre cada entrevista. Por su descripción de estas conversaciones, cuesta imaginar a individuos con una vocación mayor o más destrozados por su pérdida. Sus respuestas a las preguntas de Maitlis sorprendieron a esta, puesto que contradecían de plano lo que ella, sus colegas y muchas más personas pensaban del trabajo y de su papel central en nuestras vidas. Parecía que, incluso en las disciplinas artísticas, la pasión por el trabajo de uno es una auténtica espada de doble filo.
Los artistas más entregados a sus anteriores puestos en orquestas sinfónicas o compañías de danza eran los que menos probabilidades tenían de recuperarse de su pérdida. Después de tener que retirarse debido a una lesión, habían caído en un estado de ansiedad e iban de un médico a otro y de una terapia a otra en busca de curación. Pasaban horas interminables navegando en internet en busca de remedios y se quejaban constantemente a sus seres queridos. Al menos un artista confesó haber tenido pensamientos suicidas. Al igual que los obreros «rotos» de la fábrica de Marienthal, no veían sentido a sus vidas sin poder ejercer su profesión.
Por el contrario, aquellos artistas que habían expresado menos pasión por sus trabajos en compañías de danza o en orquestas se recuperaron por completo, algunos de ellos de manera espectacular. No es que no amaran su trabajo ni les importara; por supuesto que así era. La mayoría habían dedicado su vida a su arte. Pero tal y como explicaba Maitlis, estos individuos aparentemente «menos apasionados» habían desacoplado su identidad profesional del núcleo de su identidad laboral. Su relación con el trabajo no estaba definida por la profesión que ejercían; en lugar de ello habían interiorizado su pasión y esta, con independencia de las circunstancias, seguía formando parte de quienes eran. Y a partir de esta pasión interiorizada habían sido capaces de crear algo nuevo.
Al ir más allá del mero empleo, pudieron conservar el control sobre su trabajo, y sobre sus vidas.
Cuando tuvo que dejar de tocar su instrumento, el trompista reconoció que su amor por la música iba más allá de su deseo de interpretarla. «Así que voy a regresar a mi primer amor», le dijo a Maitlis. «Voy a volver a ser un oyente abnegado», y lo hizo, como profesor. Pero ser experto en un campo que amaba profundamente y ejercitar esa sapiencia le producía alegría, satisfacción y motivación. Él y otros artistas de este grupo siempre habían encontrado maneras de dar sentido a su trabajo que no se manifestaban en lo que llamaríamos un «empleo». Al ir más allá del mero empleo, pudieron conservar el control sobre su trabajo, y sobre sus vidas.
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Lo que protegió al segundo grupo de artistas de la desesperación que sufrieron los del primer grupo no fue la lucha heroica por superar la adversidad, estar por encima de sus heridas y regresar a su profesión. Lo que los protegió fueron el optimismo y la confianza en sí mismos, gracias a los cuales pudieron conservar su identidad laboral en ausencia de una profesión concreta. Se sobrepusieron encontrando nuevas maneras de recuperar la pasión, de la que la profesión que en otro tiempo habían ejercido era solo una expresión posible. Al canalizar su espíritu artístico en nuevas direcciones, dieron sentido a su vida mediante un compromiso genuino con el arte en sí. Su empleo había desaparecido, pero el trabajo –y el significado que extraían de él– siempre los acompañarían.
Las conclusiones de Maitlis tienen implicaciones que van mucho más allá del ámbito artístico y son aplicables a casi todas las ocupaciones o vocaciones. Lo que Maitlis nos dice es que prosperar en una economía global pasa por vernos a nosotros mismos como algo independiente de nuestros trabajos, pero conservando un fuerte sentido de nuestra identidad trabajadora. Lo que nos define no es nuestro «empleo», sino el trabajo que podemos llegar a dominar y controlar. Si tenemos una idea abierta de nosotros mismos y del trabajo que queremos y podemos desempeñar, podremos pensar en nuestro empleo como lo que realmente es: algo que merece la pena desempeñar, desde luego, y un medio de sustentarnos a nosotros y a nuestras familias, pero no lo único que confiere dignidad y da sentido a nuestra existencia.
De nosotros depende ir más allá de las estructuras y prioridades que nos han tenido atrapados en una mentalidad de «un empleo por encima de todo» y prepararnos, a nosotros y a nuestros hijos, para una vida de trabajo que tenga sentido. Y es tarea de aquellos gobiernos con visión de futuro ver más allá de las exigencias del siempre caprichoso mercado y garantizar ese derecho humano fundamental.
Dónde y cómo encontrar sentido a nuestro trabajo es algo profundamente personal. Admitirlo nos brinda cierta liberación, la libertad de desvincular la muy humana necesidad de responder a nuestra vocación de la necesidad práctica de ganarnos la vida. Aunque es saludable e incluso esencial buscar sentido a nuestro trabajo, no todos podremos tener un empleo que nos haga sentir realizados, y tampoco debería esperarse, ni exigírsenos, que así sea.
A medida que escasean los empleos tradicionales, nuestra reacción no debería ser tratar de «fabricar» más empleos que nos hagan sentir realizados, sino desterrar la idea de que los «creadores de empleos» también son «creadores de sentido». El desafío no es el obvio: crear nuevos empleos para el siglo XXI. Nuestro desafío es también devolver el equilibrio a un sistema económico basado en la métrica del siglo XX, una métrica que sobrevalora la importancia de los empleos y menosprecia un trabajo vital –trabajo asistencial, trabajo creativo, trabajo innovador– con el cual muchos de nosotros podríamos dar sentido a nuestras vidas. No podemos depender del concepto de «empleo» del siglo XX ni de la promesa de empleos para sostener nuestro optimismo colectivo. Por el contrario, reimaginar el trabajo para el siglo XXI nos exige encontrar maneras de generar los beneficios psicológicos, emocionales y económicos de un empleo fuera de un contexto laboral tradicional. El trabajo por hacer es inmenso, y el mundo sería un lugar mejor si cada uno de nosotros fuéramos capaces de satisfacer nuestra inclinación natural a hacerlo. De nosotros depende ir más allá de las estructuras y prioridades que nos han tenido atrapados en una mentalidad de «un empleo por encima de todo» y prepararnos, a nosotros y a nuestros hijos, para una vida de trabajo que tenga sentido. Y es tarea de aquellos gobiernos con visión de futuro ver más allá de las exigencias del siempre caprichoso mercado y garantizar ese derecho humano fundamental.
* Ellen Ruppel Shell, Universidad de Boston
** ** Texto publicado originalmente en Open Mind del BBVA, replicado en El Espectador con autorización de BBVA Colombia. Artículo del libro El trabajo en la era de los datos.
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