Pesandores 2024: “La economía moral y la emocional no son ilusorias” Antara Haldar

La profesora asociada de Estudios Jurídicos Empíricos en la Universidad de Cambridge habla de cómo se podría dar una mejor gobernanza del mundo a partir de la interrelación de la economía con otras disciplinas.

Especial para El Espectador
12 de enero de 2024 - 12:00 p. m.
Antara Haldar es académica y ha sido consultora de las Naciones Unidas.  / Cortesía
Antara Haldar es académica y ha sido consultora de las Naciones Unidas. / Cortesía

Usted explicó que a la estanflación de los años 70 se le respondió con una receta neoliberal de la Escuela de Chicago basada en “disciplina del gasto público y liberalización de mercados” y sostuvo que es posible que “muchos de los grandes problemas que enfrenta la economía global” sean “más psicológicos que reales”. ¿Cómo habría cambiado nuestra comprensión de la última inflación (y la respuesta) si se hubiera aplicado un enfoque conductual?

Al observar la política macroeconómica desde un lente conductual, se torna evidente que controlar la inflación causando al mismo tiempo padecimientos evitables es contraproducente. Por ejemplo, la adopción de políticas de austeridad en el Reino Unido que hizo Margaret Thatcher, que tras la crisis económica de 2008 produjo el catastrófico (e innecesario) desastre económico que fue el brexit.

La teoría económica convencional da por sentado que alguien que padece graves dificultades económicas se consolará de algún modo pensando que en el futuro tendrá que pagar menos impuestos. Pero en el mundo real esa persona siente angustia y pánico en el presente. Esto disminuye la productividad, dificulta la recuperación económica y alienta el malestar popular contra el establishment político y económico, que redirigieron los propagandistas del brexit contra la Unión Europea.

El enfoque conductual da credibilidad a políticas anticíclicas keynesianas, y muestra la conveniencia de usar mecanismos como límites de precios estratégicos, en vez de agravar las dificultades financieras de la gente. Tanto en EE. UU. como en Europa hay una creciente apertura a soluciones de esta naturaleza. Pero en el último período inflacionario las autoridades no hicieron un uso suficiente de ellas.

Más en general, la perspectiva conductual depende de alinear el diseño con la motivación institucional, para que la gente no trabaje contra las instituciones.

Usted dijo que incluso China “adhirió varios los mandamientos del Consenso de Washington”, aunque con intervención estatal añadida. De modo que sus líos económicos deberían servir de moraleja para otros países en desarrollo. ¿Cómo deberían los economistas encarar la “reconsideración radical del desarrollo” que usted recomienda?

Hasta ahora, la cuestión del desarrollo ha sido una empresa totalmente imitativa, un elaborado juego de persecución donde el sur global imita con muy poco sentido crítico al norte. Pero el modelo que todos aplican hoy está en entredicho, en parte porque las economías desarrolladas (cercadas por la desigualdad y la infelicidad) parecen cada vez más deficientes como arquetipo. Si las dos economías más grandes del mundo (EE. UU. y China) tienen ante sí un panorama tan complicado ¿por qué deberían imitarlas otros países?

Es necesario abandonar la dinámica de competencia a la baja que históricamente ha definido el desarrollo, y en vez de eso mejorar la situación de los trabajadores en todo el mundo, con salarios más altos y mejores condiciones laborales (se puede lograr haciendo que las corporaciones renuncien a una pequeña parte de sus ganancias). También se necesita un mejor equilibrio global de la actividad económica (más industria fabril en el norte y más innovación en el sur global) y diseñar un paradigma de política económica que incluya las fortalezas de los países en desarrollo (por ejemplo, tendencias más colectivistas). De hecho, el pensamiento económico es el área donde es más urgente que el sur global contribuya a la innovación.

Para usted la globalización no tiene integración con la sociedad y la gobernanza global debe evidenciar que los actores económicos son personas reales con “identidades personales y sociales y valores arraigados”. ¿Cómo sería una auténtica gobernanza global con base en un amplio consenso ético compartido y por dónde empezar?

Las instituciones definidas por desequilibrios de poder son inestables, sobre todo a largo plazo. Pero las estructuras en las que se basa nuestro sistema de gobernanza global encajan a la perfección en esa descripción. Sabemos que el norte global tiene mucha más influencia en las instituciones de Bretton Woods (el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial) y Naciones Unidas. Pero también hay un enorme desequilibrio entre las personas que se sientan en la mesa de discusión y la gente común, que tiene poca o nula influencia en instituciones internacionales. Este desequilibrio ha impulsado una reacción antiglobalización, que en el sur global surge de la izquierda anticolonialista y en el norte, de la derecha populista.

Cerrar minas y fábricas puede ser racional para la lógica económica. Pero los mineros del carbón en el norte de Inglaterra o los trabajadores del acero en EE. UU. a los que estas acciones vuelven “obsoletos” no son parámetros en un modelo. Son votantes con voz democrática, y su rabia puede producir resultados irracionales, como el brexit o la victoria electoral de Trump en 2016. Para evitar esos estallidos de furia no basta la compensación material: las personas necesitan una nueva fuente de identidad y sentido.

La economía no se da en un vacío, está integrada a una sociedad. De modo que cuando empieza a desgarrar el tejido de esa sociedad, sus cimientos tiemblan. Y aunque tenemos una economía global, nos falta una ética cosmopolita. Tenemos instituciones económicas globales, pero nos faltan instituciones sociales globales.

La economía moral y la economía emocional no son ilusorias; tienen efectos reales, y la gobernanza debe tenerlos en cuenta. Esto implica crear instituciones que se relacionen con los valores de los actores y los cultiven, en el Estado e individual. La crisis climática es una importante oportunidad para crear nuevas estructuras de gobernanza global mejoradas y basadas en la necesidad y la ética.

Usted critica que el derecho internacional no es un sistema jurídico real, y mencionó el Acuerdo de París y la acción climática en general como un cambio de paradigma que ofrece enseñanzas a los sistemas jurídicos actuales. ¿Qué enseñanzas dejan? ¿Hay otros ámbitos en los que esté creciendo la autoridad del derecho internacional?

Acabo de publicar un artículo titulado “El Acuerdo de París como cambio de paradigma en el derecho internacional”, que sostiene desde un punto de vista jurídico la tesis de que el acuerdo es un avance revolucionario en la gobernanza global del clima.

Una de las enseñanzas fundamentales del Acuerdo de París para otros sistemas es que cualquier tipo de convenio (un contrato, una constitución, etc.) debe verse como un marco consensual de cooperación más que un mecanismo de imposición coercitiva del cumplimiento. Esto implica reconocer que cuanto mayor sea la incertidumbre en un ámbito, menos factible será redactar un contrato completo por adelantado. Y muchos de los grandes desafíos de la humanidad (desde el cambio climático hasta la regulación de las tecnologías de avanzada) entran ahí.

La buena noticia es que el modelo del Acuerdo de París se está aplicando en otros ámbitos. Un buen ejemplo es el acuerdo alcanzado en la reciente Cumbre sobre Seguridad de la IA en Reino Unido. En un diálogo con importantes actores de la industria tecnológica, 28 países acordaron colaborar para que los gobiernos pongan a prueba modelos de IA de ocho grandes empresas antes de su lanzamiento comercial. Lo mismo que el régimen de gobernanza para el clima instituido en París, el acuerdo sobre IA es mayoritariamente voluntario, pero pone en marcha un proceso para enfrentar uno de los más grandes riesgos existenciales de nuestra era. Es lamentable que no haya habido un diálogo similar sobre la regulación de las redes sociales cuando empezaron a ganar adherentes; es un error que no hay que repetir.

En 2018 usted escribió que “los seres humanos parecen a un mismo tiempo inferiores en términos computacionales y superiores en términos éticos (ya que no los motiva solamente el interés propio material) respecto del robótico ‘homo economicus’” que siempre ha estado en el centro del pensamiento económico. ¿Qué tendencias o hechos de la economía ejemplifican mejor esta realidad? ¿Reconocerla implica abandonar la idea de la economía como ciencia predictiva?

La evidencia de la inferioridad computacional respecto del homo economicus está registrada en la larga y creciente lista de sesgos y procedimientos heurísticos (es decir, los atajos mentales que tomamos para ahorrar energía) compilada por los economistas conductuales. Se ven pruebas de esto en todas partes, desde la tendencia a comer demasiado pastel de chocolate hasta el conjunto de irracionalidades individuales que condujo a la crisis financiera global de 2008.

En cuanto a nuestra superioridad ética con respecto al homo economicus, dan prueba de ella las donaciones caritativas, a menudo en beneficio de gente totalmente desconocida, que producen en quien da esa “gratificación”. También quedó de manifiesto en el súbito incremento de conductas altruistas y prosociales en la pandemia.

Pero esta idea más amplia, y con mejor fundamentación científica, de la naturaleza humana no implica que debamos renunciar a la idea de la economía como ciencia predictiva. Avances recientes aportan rigor científico a las ciencias conductual, cognitiva y afectiva: estos fenómenos éticos (como aquello que se denomina “reciprocidad fuerte”, es decir, la tendencia a cooperar cuando se nos trata con justicia y castigar incluso a costa personal a los que no cooperan) se dan con una regularidad sistemática.

La economía ha perdido mucha credibilidad como ciencia predictiva porque no pudo anticipar hechos importantes, desde la crisis financiera global hasta el ascenso del populismo. Pero los fenómenos psicológicos bien probados, lejos de menoscabar el estatus de la disciplina como ciencia predictiva, pueden ayudar a devolvérselo.

En 2018 usted escribió: “La envidia metodológica del pene en la economía ha generado un campo de estudio tan cerrado que es casi masónico”. ¿Cómo abrirlo?

Abrir la economía es, en muchos sentidos, volver a sus raíces. La economía comenzó como una ciencia moral, que se enseñaba a la par de la psicología y la filosofía, pero las disciplinas con las que dialoga y en las que se inspira hoy son muy pocas.

Los economistas tienen que vincularse más con una variedad de ciencias sociales, en particular la psicología, la sociología y la ciencia política. Tienen que volverse menos rígidos y más dispuestos a incorporar conocimiento de otras disciplinas. La economía neoclásica no ha terminado de incorporar las enseñanzas de la economía conductual; por ejemplo, ignora casi por completo que la limitación del interés propio es una característica esencial del ser humano. Pero también destaco que la economía conductual ha sido muy selectiva en la aplicación de la psicología, ya que pasó por alto buena parte de la psicología ética y social.

En un plano general, los economistas tienen que abrazar el estudio de lo afectivo (las emociones) además de lo cognitivo (la racionalidad). También es importante la diversificación metodológica: hoy la economía de la complejidad y la teoría de redes se consideran marginales, pero tienen potencial para transformar la disciplina, al permitirle un estudio más sistemático de la dinámica social.

Finalmente, una vinculación estrecha con la filosofía puede ayudar a la economía a mejorar en su aspecto normativo sin perder su fundamentación rigurosa. Es necesario que prevalezca la ética por sobre una concepción estrecha de la eficiencia económica.

Copyright: Project Syndicate, 2023.

www.project-syndicate.org

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