La predicción del futuro de la economía a través de la convergencia: el caso China
Aquí va el análisis del potencial del gigante asiático, de sus carencias y peculiaridades, como, por ejemplo, el curioso hecho de que el confucianismo sea aún la principal influencia en los usos empresariales en la China comunista, nos dice Daniel Altman. Este texto, de 2012, sigue vigente en pleno 2024.
*Daniel Altman, New York University.
(Liderazgo - Gerencia) Abrir una empresa en China es mucho más caro que en Zimbabue o Afganistán. Este dato es uno de los que esgrime Daniel Altman, profesor de Economía en la Universidad de Nueva York, para responder una pregunta: ¿Será China la primera economía del mundo en unos años? Altman disecciona el potencial del gigante asiático y también sus carencias y peculiaridades, como, por ejemplo, el curioso hecho de que el confucianismo sea aún la principal influencia en los usos empresariales en la China comunista.
En teoría económica existen pocos axiomas y poquísimas leyes. Esa ciencia, si es posible calificarla de tal, carece de la certidumbre de las matemáticas y de la elegancia de la física, razón por la cual un número considerable de matemáticos y físicos del montón acaban siendo excelentes economistas.
Pero la teoría económica sí se asemeja a esas otras disciplinas a la hora de describir las decisiones individuales y el crecimiento económico. En particular, los modelos de crecimiento económico suelen resultar familiares a los físicos ya que a veces parecen replicar el movimiento de las partículas bajo la influencia de fuerzas como la gravedad. Esos modelos, que se popularizaron durante la década de 1980 y que han resistido el paso del tiempo, habitualmente se denominan “neoclásicos” porque se nutren profusamente de las técnicas estadísticas y matemáticas “clásicas” que se desarrollaron mucho antes, durante los años veinte.
A partir de los modelos neoclásicos surgió la que probablemente es la única relación que la teoría económica ha sido capaz de establecer entre las perspectivas de crecimiento de los distintos países. Eso no significa que los modelos engendraran una ley, sino más bien que apuntaron una relación que, cuando se verifica en el mundo real, parece sostenerse: la convergencia.
La idea de la convergencia partió de los modelos más simples, donde había pocos factores que distinguir entre las economías. En dichos modelos daba la impresión de que todas las economías se encontraban en la misma senda de crecimiento. Algunas llevaban ventaja y esas eran las economías más ricas. Sin embargo, las demás acabarían alcanzando a las economías líderes. De hecho, cuanto más rezagadas estaban, más rápidamente iban a reducir la distancia. Con el paso del tiempo, los trabajadores de todas las economías convergerían hacia el mismo nivel medio de productividad y con ello, en un mundo de mercados competitivos, hacia los mismos salarios y nivel de vida.
Numerosas evidencias observables indicaban que esa teoría podía ser cierta. Los países que iban muy rezagados respecto a los líderes –los países más pobres– podían dar espectaculares saltos adelante a base de realizar mejoras básicas en el ámbito de la sanidad pública, la educación y las infraestructuras, unas mejoras que acabarían haciendo posible que la población de esos países se trasladara desde el campo a las ciudades, donde podrían beneficiarse de las economías de escala que trae consigo la producción industrial. Por añadidura, los rezagados podían copiar las tecnologías de los líderes, en vez de verse obligados a desarrollarlas por su cuenta y con ello conseguían dar un gran salto en el tiempo económico. No obstante, cuando esos países empezaran a competir directamente con los países líderes en los mercados de máximo valor, su progreso, naturalmente se haría más lento.
Sin embargo, daba la impresión de que esta sencilla forma de convergencia no estaba produciéndose en muchas regiones del mundo. De hecho, los países africanos, por ejemplo, incluso perdieron terreno respecto al rico Occidente durante la segunda mitad del siglo XX. Y algunos países, como Japón, que durante algunas décadas parecían estar poniéndose al mismo nivel de Occidente, tocaron techo antes de alcanzar ese mismo nivel de vida, e inexplicablemente no llegaron a cumplir sus objetivos. De hecho, a medida que la teoría de la convergencia se fue imponiendo en los libros de texto de economía durante los años ochenta, los libros de mayor éxito comercial preveían que Japón iba a superar a Estados Unidos y a convertirse en la mayor potencia económica del mundo. Eso nunca llegó a ocurrir y hoy en día muy pocos economistas se atreverían a predecir que alguna vez lo hará.
Por consiguiente, los economistas revisaron la teoría de la convergencia. Decidieron que probablemente la idea básica seguía siendo correcta, pero con una salvedad: puede que el nivel de vida de los distintos países converja a largo plazo, pero únicamente a condición de que tengan unos fundamentos económicos parecidos. Dichos fundamentos eran los factores profundos cuya importancia era fácilmente perceptible, pero difícilmente cuantificable. Algunos de ellos eran inmutables, como la geografía o las tradiciones culturales; los países interiores no disponían de un fácil acceso al mar y los países acostumbrados a tener gobernantes autoritarios tampoco podían olvidar su historia de la noche a la mañana. Otros factores, como la filosofía del derecho y el calado de la corrupción endémica, podían modificarse, aunque únicamente a costa de grandes esfuerzos y a lo largo de muchos años. Conjuntamente, esos factores profundos creaban el telón de fondo de toda la actividad económica. Puede que la economía tuviera altibajos de acuerdo con su ciclo habitual, pero los factores profundos determinaban el potencial de la economía para crecer a muy largo plazo, en un horizonte de varias décadas, o incluso de siglos.
Los países que tenían en común varios de esos factores profundos podían agruparse en un mismo “club de la convergencia”, es decir, cabía esperar que entre ellos se mantuviera la misma dinámica básica de convergencia. Un país podía saltar de un club a otro únicamente a condición de que modificara uno o más de sus factores profundos, con lo que cambiaba su objetivo en materia de nivel de vida y su senda de crecimiento económico a largo plazo. A finales del siglo XX, Japón tocó techo porque no tenía los mismos factores profundos que Estados Unidos como fundamento de su crecimiento. Sus mercados no eran igual de competitivos y la burocracia que regía su esfera empresarial era más engorrosa. Japón no estaba en el mismo club de convergencia y ni siquiera cumpliendo todo su potencial podía esperarse que diera alcance ni dejara atrás a Estados Unidos.
Pese a los espectaculares cambios que se han producido en la economía china desde finales de los años setenta, siguen existiendo enormes diferencias entre China y esas otras economías más ricas, que probablemente siempre le llevarán ventaja. Algunas de esas diferencias podrían ser susceptibles de cambio en el plazo de las dos próximas décadas y otras probablemente no.
Esta nueva teoría, denominada convergencia condicional, se ha mantenido en la corriente mayoritaria de la teoría económica, en gran parte debido a la solidez de las evidencias empíricas en que se basa. Los primeros cálculos mostraban que, ajustando los datos al crecimiento de la población y a la tasa de inversión en bienes de capital, la renta per cápita de una muestra de 121 países efectivamente parecía converger a lo largo del tiempo (Mankiw, Romer y Weil 1992). Un estudio posterior revelaba que, en función de su capacidad de exportar, las economías de Asia oriental parecían converger hacia unos niveles de renta similares; los que tenían unos niveles de vida más bajos tendían a crecer más deprisa (Fukuda y Toya 1995). En caso de que dispusieran de unas instituciones económicas y políticas similares, los países africanos durante el periodo poscolonial también mostraban convergencia (Murthy y Ukpolo 1999). Dichos estudios agrupaban los países en clubes de convergencia por diferentes métodos –al fin y al cabo es posible diseccionar las economías del mundo como a uno le apetezca– pero las categorías distintivas de cada club eran lo suficientemente importantes como para influir en el futuro económico de sus miembros.
El análisis de la convergencia condicional resulta especialmente interesante cuando tenemos en cuenta lo que significa para el futuro. Si uno es capaz de averiguar en qué club se encuentra un país, básicamente puede ver su futuro observando a los demás miembros de ese club situados por delante en la senda de convergencia. Hoy en día, el país cuyo futuro económico plantea más interrogantes es China. ¿Es capaz de seguir creciendo tan deprisa? ¿Su nivel de vida alcanzará algún día el de Estados Unidos y Europa Occidental, o tan siquiera los de los países más ricos de Asia Oriental?
Hasta finales de la década de 1970, China languidecía en uno de los clubes de convergencia que tenían una productividad más baja. La Revolución Cultural había eliminado o literalmente jubilado a muchas de las mentes más ilustres del país y las movilizaciones industriales masivas, pero mal concebidas, de China –como por ejemplo la fundición de acero a nivel local– habían dado pocos frutos. En gran parte el país estaba excluido de los mercados internacionales por culpa tanto de su normativa como de la baja calidad de su producción. A partir del fin de la Segunda Guerra Mundial, China había ido constantemente perdiendo terreno respecto a sus vecinos en vías de industrialización (Pettis 2008). Al haber optado por un conjunto de instituciones económicas único en el mundo, donde la planificación centralizada de la economía se combinaba con la atomización de la producción industrial en miles de pequeños núcleos urbanos, podría decirse que China estaba en su propio club de convergencia –y no era un club muy dinámico.
La cosa cambió cuando Deng Xiaoping, que empezó a asumir los principales cargos en el gobierno chino tras la muerte de Mao Zedong en 1976, inició una serie de reformas económicas. Estableció contactos con los líderes extranjeros, empezó a abrir el país a los mercados internacionales, permitió que más estudiantes chinos fueran a estudiar al extranjero e incluso puso los fundamentos para la reaparición de la pequeña empresa privada. A medida que su régimen siguió adelante, el Estado fue devolviendo de forma tácita al mercado un mayor control de la actividad cotidiana de las finanzas y de la industria, a base de permitir que funcionaran y crecieran las empresas privadas, pese a que su existencia parecía contravenir los dictámenes oficiales (Chang 2008).
Aquellas reformas fueron determinantes para el crecimiento de China y la productividad de sus trabajadores empezó a ponerse a la altura de los pesos pesados regionales, como Corea del Sur y Japón. Pero ¿ponerse a la par con Corea del Sur y con Japón es una meta realizable, o acaso China se quedará corta, igual que le ocurrió a Japón cuando intentaba dar alcance a Estados Unidos? La respuesta a esta pregunta depende de si China está en el mismo club de convergencia que sus vecinos.
La respuesta probablemente es que no lo está. Pese a los espectaculares cambios que se han producido en la economía china desde finales de los años setenta, siguen existiendo enormes diferencias entre China y esas otras economías más ricas, que probablemente siempre le llevarán ventaja. Algunas de esas diferencias podrían ser susceptibles de cambio en el plazo de las dos próximas décadas y otras probablemente no.
Puede que sea poco prudente suponer que las jerarquías chinas acaben moderándose, o que el gobierno del país reducirá sustancialmente su presencia en muchos sectores de la economía china, una presencia susceptible de expulsar a la iniciativa privada y disuadir a la inversión extranjera.
Hay dos factores que los economistas consideran particularmente relevantes para la convergencia de ingresos, sobre todo en el momento en que los países pobres reducen su distancia respecto a los ricos y son la apertura al comercio y la facilidad para crear empresas (Aghion y Howitt 2009). China ha hecho mucho para abrir sus mercados desde la muerte de Mao, pero todavía le queda un largo camino por recorrer. Los pormenores de los tratados de comercio que contribuyeron a que China se incorporara a la Organización Mundial del Comercio en 2001, como por ejemplo en qué cuantía los precios de sus exportaciones pueden ser inferiores a los de esos mismos bienes producidos dentro de Estados Unidos y Europa, siguen discutiéndose hoy en día. Y aunque China entró en tromba cuando los demás países abrieron de par en par sus puertas a los cargamentos chinos de bienes manufacturados baratísimos, no puede decirse que haya abierto sus propios mercados en la misma medida.
En lo referente a poner en marcha una empresa, China figura aún más atrás en la clasificación. El estudio anual del Banco Mundial sobre el entorno para los empresarios, acertadamente titulado Doing Business situaba a China en el puesto 151º de entre 181 países en la categoría de “crear una empresa”. La clasificación, basada en un estudio de los expertos y los empresarios consultados por el banco, compara el tiempo y el dinero que se necesita para poner en marcha una pequeña empresa en diferentes países y tiene en cuenta tanto la carga de las formalidades burocráticas como los requisitos legales para conseguir financiación. En China, para montar un negocio, un empresario tendría que disponer de una cantidad de capital financiero equivalente a más del 130 % de la renta per cápita anual. En otras 91 economías, desde Afganistán a Zimbabue (y donde se incluyen pesos pesados como Estados Unidos, Japón y Alemania), no existe ningún requisito de ese tipo. Puede que China sea la segunda economía más grande del mundo, pero en el mundo hay muy pocos países donde resulte más difícil colocar el cartel de un negocio.
Algo que dificulta aún más el ambiente para las empresas en China es una falta de transparencia generalizada. La compleja burocracia de China ha posibilitado que la corrupción se vuelva endémica y es sabido que el gobierno ha utilizado el sistema jurídico para intimidar a las empresas extranjeras. Los datos económicos se revisan y se impugnan de forma habitual; una reciente serie de vídeos presentada por la revista The Atlantic señalaba que incluso las estimaciones de la población del país varían en cientos de millones de personas2. Debido en parte a estos factores, las negociaciones empresariales en China tienden a basarse más en las relaciones personales y en la confianza que en las cifras y en los contratos (Sebenius y Quian 2008).
Esos factores pueden remediarse. China tiene un gobierno central fuerte que puede establecer rápidamente nuevas normativas y hacerlas cumplir con mano de hierro. Con el tiempo, China puede convertirse en un entorno tan apetecible para las nuevas inversiones, tanto por parte de los extranjeros como de sus propios ciudadanos, como cualquier otro país industrializado. Sin embargo, existen otros factores que no son tan fáciles de modificar. A muy largo plazo, dichos factores pueden resultar los más importantes.
Probablemente el confucianismo es la principal influencia en los usos empresariales en China, o por lo menos es el factor individual que más diferencia los usos de China de los de otros países (Ministerio de Cultura de la República Popular China 2003). Las enseñanzas de Confucio se remontan a muchos siglos atrás y están profundamente arraigadas en la sociedad china. Incluso el gobierno chino las ha asumido a lo largo de las últimas décadas, al lado de su ideología comunista oficial; en 1996, el Diario del Pueblo, el influyente periódico del Estado, invocaba a una comprensión de las “valiosísimas filosofías empresariales” del confucianismo (Chen 2001). Sin embargo, algunos de sus principios básicos, pese a que pueden resultar beneficiosos a nivel social, no necesariamente favorecen el crecimiento económico.
La ética confuciana enseña que hay que valorar lo colectivo por encima de lo individual. Aunque el propio Confucio no consideraba que la supremacía de lo colectivo fuera una justificación para el conformismo –más bien opinaba que los individuos podían brillar en el seno de la colectividad, siempre y cuando lo colectivo siguiera siendo armonioso– sus ideas acabaron distorsionadas en la China moderna (Bell 2008). Según Daniel Bell, un experto en filosofía china de la Universidad de Tsinghua de Pekín, el confucianismo se impregnó de las inclinaciones legalistas de las autoridades chinas a fin de conferir una resonancia cultural legitimadora a la estricta imposición de la ley y el orden que estas llevaban a cabo. Un segundo principio del confucianismo relacionado con el anterior podría traducirse con el término “corrección”, es decir una adhesión al protocolo o a la tradición; ese principio incluye el “respeto a los mayores”, que es un sello distintivo de muchas civilizaciones de Asia oriental. En el confucianismo, esa deferencia se da no solo en las relaciones familiares, sino también entre el gobernante y el súbdito, entre el patrón y el sirviente y entre el empleador y el empleado.
Conjuntamente, esos principios del confucianismo –y el sentido en que han sido interpretados por las autoridades chinas en los últimos tiempos– han contribuido a mantener unas rígidas jerarquías en las empresas chinas. Bell admite que ni siquiera Confucio creía que los jóvenes debían dedicarse al pensamiento crítico. Primero debían aprender las enseñanzas de sus mayores. Tenían que adquirir una mayor veteranía dentro de la colectividad antes de poder empezar a discrepar de las ideas consolidadas y a innovar.
Esas jerarquías en el seno de la colectividad pueden ser problemáticas en una economía madura. Como señalan Fang y Hall (2003), investigadores de la gestión de empresas, cuando los directivos chinos toman decisiones, las consecuencias de dichas decisiones tienen que caer en cascada a través de los muchos niveles de la jerarquía empresarial y acaso quedan diluidas en el trayecto; este proceso, que requiere cierto tiempo, puede reducir la capacidad de una empresa para reaccionar rápidamente a las cambiantes condiciones del negocio. Mientras tanto, los gestores incompetentes pueden permanecer en sus cargos simplemente debido a su veteranía. Las ideas de los trabajadores con menor antigüedad en la empresa raramente se llevan a la práctica, ni siquiera cuando tienen la audacia de levantar la voz, porque sus propuestas acaban atascadas en su camino ascendente a lo largo de la cadena de mando. En un país donde resulta difícil poner en marcha una nueva empresa, ese problema se exacerba; es posible que los trabajadores jóvenes, frustrados por el sistema chino, intenten emigrar en vez de independizarse como empresarios.
La combinación de esos dos principios está implícita en la inmensa mayoría de las grandes empresas chinas, porque el gobierno –el “anciano” por antonomasia que supuestamente representa a la colectividad– tiene una participación de control. Y no siempre es una participación saludable. Maximizar los beneficios no es necesariamente el único objetivo del gobierno; si lo fuera, el gobierno vendería su participación en las empresas siempre que tomar esa decisión fuera lo más rentable (Clarke 2003). Los estudios muestran que las compañías dominadas por el gobierno pagan menores dividendos y disponen de un flujo de tesorería menos saludable (Bradford, Chen y Zhu 2007). Y lo mismo puede decirse de las empresas con una estructura de propiedad compleja y jerárquica. Las empresas chinas que cotizan en bolsa pueden tener hasta cinco clases de acciones, mientras que las compañías estadounidenses rara vez tienen más de dos o tres (Qi, Wu y Zhang 2000).
El mensaje está claro: para estar unido y hacer realidad los sueños de una gran nación china, el pueblo chino necesita gobernantes fuertes, que no están dispuestos a tolerar demasiadas discrepancias.
Existe otra corriente cultural igual de arraigada que el confucianismo. A través de los libros, del cine y de la enseñanza, el pueblo chino aprende una historia muy peculiar del nacimiento de su nación, donde el gran esfuerzo a lo largo de milenios ha consistido en unificar el gigantesco territorio y las diversas etnias de China en una única nación. Los que pretendieron trocear China en reinos más pequeños suelen ser los malos de la película; quienes intentaron unificarla son los héroes. A menudo esos héroes son despiadados y violentos, como Shi Huang, emperador de la dinastía Qin, que se abrió camino a sangre y fuego a través de China con ejércitos de decenas de miles de hombres hasta unificar siete reinos en un solo imperio durante el siglo III a.C. Aquel imperio acabó desmoronándose, pero los siguientes gobernantes que unificaron China –la dinastía Sui– fueron igual de implacables. Y la historia sigue en esa misma línea hasta Mao inclusive. El mensaje está claro: para estar unido y hacer realidad los sueños de una gran nación china, el pueblo chino necesita gobernantes fuertes, que no están dispuestos a tolerar demasiadas discrepancias.
Ese mensaje se transmite hasta las salas de juntas de las empresas chinas, que tienden a concentrar los instrumentos de poder en manos de un único hombre fuerte, que agrupa los tres papeles más importantes de una compañía: máximo directivo, presidente del consejo de administración y representante del Partido Comunista Chino (Opper y Schwaag-Serger 2008). Con ello, el jefe representa los intereses del gobierno, que a menudo es el mayor accionista, pero los accionistas corrientes quedan marginados.
No es de extrañar que el discurso de unir reinos muy diversos para formar un único imperio, más fuerte, también tenga resonancias en la estrategia de crecimiento de las empresas chinas. Algunas de las más grandes, como Haier, fabricante de electrodomésticos, han ido creciendo a un ritmo asombroso a base de engullir a sus competidores más pequeños. Hacer eso puede generar economías de escala y menores precios para los consumidores, pero si una empresa llega a ser el líder incontestable de una industria, tendrá pocos incentivos para innovar o para atender a los cambios en las preferencias de los consumidores.
La retórica de algunos políticos occidentales sugiere que están convencidos de que al final China instaurará la democracia y la transparencia, tal vez al cabo de un largo periodo de apertura económica. Sin embargo eso no modificará necesariamente todos los factores profundos que están limitando el crecimiento de China; los vínculos entre las instituciones políticas y el clima económico no siempre son tan fuertes. Por ejemplo, Corea del Sur, pese a haberse convertido en una democracia, sigue teniendo una cultura muy confuciana, con las repercusiones que eso tiene para la innovación y las jerarquías de las grandes empresas. Rusia, otro extenso país que durante mucho tiempo fue gobernado por una autoridad central fuerte (ya fuera un zar, o Josef Stalin, o Vladimir Putin), básicamente ha probado la democracia y la ha rechazado en el transcurso de los últimos veinte años; la corrupción y la mano dura del gobierno contra las empresas extranjeras no ha cesado. Suecia, un país democrático desde hace muchas décadas, mantuvo una importante participación del Estado en la economía hasta el cambio de milenio.
Es posible que China llegue a duras penas a alcanzar a Estados Unidos y se convierta en la mayor economía del mundo. Pero tan solo conservará ese título durante unos años, hasta que Estados Unidos, que crecerá más deprisa tanto en términos de población como de productividad de sus trabajadores, vuelva a superar a China.
De hecho, tres décadas después del comienzo de su “política de puertas abiertas”, el gobierno de China sigue sustancialmente involucrado en prácticamente todas sus grandes empresas.
Por consiguiente, puede que sea poco prudente suponer que las jerarquías chinas acaben moderándose, o que el gobierno del país reducirá sustancialmente su presencia en muchos sectores de la economía china, una presencia susceptible de expulsar a la iniciativa privada y disuadir a la inversión extranjera. De hecho, tres décadas después del comienzo de su “política de puertas abiertas”, el gobierno de China sigue sustancialmente involucrado en prácticamente todas sus grandes empresas. Esa participación se manifiesta en que a todos los efectos el gobierno es su propietario y las controla, en contraste con la coordinación y las medidas de protección para las empresas privadas promovidas por el Estado que ayudaron al desarrollo de las industrias en Corea del Sur, en Japón y en Taiwán a lo largo del siglo XX.
Por añadidura, es poco probable que el gobierno ponga coto a la gigantesca burocracia que le permite mantener el control de municipios que están a miles de kilómetros de Pekín, pese a que esa misma burocracia a menudo es lo que se interpone en el camino de las nuevas empresas. También puede que el gobierno se muestre reacio a mejorar la transparencia de su sistema jurídico, dado que esa misma falta de transparencia puede utilizarse para poner trabas y cortapisas a las actividades de las empresas extranjeras cuando al gobierno se le antoje.
Todos esos factores se combinan para mermar el objetivo del nivel de vida material en China –o, por decirlo de una forma más técnica, reducen el nivel de renta per cápita hacia el que está convergiendo China–. Debido a la presencia de esos factores, China sencillamente no está en el mismo club de convergencia que Estados Unidos. Muy probablemente está en un club al que pertenecen otros países que tienen en común por lo menos parte de sus fundamentos culturales, de su marco jurídico, de su historia de participación del Estado en la economía, de sus pautas de industrialización y de su clima, como por ejemplo, tal vez, Vietnam y Kazajstán. Como ponen de manifiesto estos ejemplos, no es necesario que los países tengan el mismo tamaño para pertenecer al mismo club de convergencia. Los factores profundos en los que se apoya el crecimiento económico marcan los límites alcanzables de su nivel de vida material; esos límites pueden ser parecidos en países de diferentes tamaños.
Todo ello no significa que China sea incapaz de progresar. Un estudio que se concluyó a finales de los años noventa sugería que los gestores jóvenes de las empresas chinas eran más individualistas que los de las generaciones anteriores, una característica que podría contribuir a promover la innovación a largo plazo (Ralston et al. 1999). A estas alturas, muchos de aquellos jóvenes gestores indudablemente ya estarán en puestos de poder. Pero sencillamente existen demasiadas diferencias profundamente arraigadas como para que la población china alcance el mismo nivel de ingresos que se da en Occidente cuando el país llegue al final de su actual racha de crecimiento. Esos ingresos, en última instancia, dependen de la productividad de los trabajadores; el salario está en función de lo que uno produce. Los trabajadores chinos, incluso disponiendo de acceso a los últimos aparatos y técnicas de fabricación, no pueden ser tan productivos como los trabajadores estadounidenses y europeos si no disponen de las mismas oportunidades empresariales, de un marco regulador transparente, de una fuerte protección jurídica, de unas estructuras corporativas eficientes y de la capacidad de innovar.
En el modelo neoclásico, únicamente las economías con factores profundos similares pueden expandirse a un mismo ritmo cuando se consolidan en su pauta de crecimiento sostenido. Si los factores profundos de China son peores a efectos del crecimiento económico, empezará a quedarse atrás. En otras palabras, sus ingresos medios empezarán a quedarse rezagados respecto a los de los países que marcan el ritmo económico en el mundo. El pueblo chino, tras haberse enriquecido sustancialmente respecto al resto del mundo, empezará poco a poco a empobrecerse de nuevo.
Así pues, ¿qué significa todo esto? En primer lugar hay que tener en cuenta la “sabiduría convencional”. Hace varios años, un informe de Goldman Sachs predecía que China superaría a Estados Unidos como la mayor economía mundial en 2041 y seguiría varios años incrementando la brecha (Wilson y Purushothaman 2003). En 2048, la cuantía en la que China estaría incrementando su distancia respecto a los demás empezaría a declinar lentamente, en términos porcentuales, pero solo una minúscula cantidad cada año. Más recientemente, el escritor británico Martin Jacques predecía que China iba a relevar a Estados Unidos como principal superpotencia del mundo, que Shanghái iba a imponerse a Nueva York como centro financiero y que el yuan-renminbi, la divisa de China, iba a reemplazar al dólar estadounidense en los mercados mundiales3.
Ahora bien, consideremos un escenario alternativo, que tiene en cuenta las cuestiones examinadas anteriormente, es decir que: 1) China no está convergiendo hacia los mismos niveles de vida que los países más ricos del mundo; 2) el crecimiento económico de China se estabilizará antes de lo esperado, y 3) la tasa de crecimiento a largo plazo de China va a ser más baja que la de los líderes económicos consolidados del mundo. Una predicción razonable podría ser que el crecimiento económico de China se estabilice para 2050 como muy tarde, tras crecer más despacio de lo que preveía Goldman Sachs; que su población no crezca más deprisa que la de Estados Unidos; y que el promedio de su tasa de crecimiento a largo plazo de los ingresos medios sea ligeramente más baja que la de Estados Unidos, digamos del 1,5 % frente al 2 %. En estas condiciones, es posible que China llegue a duras penas a alcanzar a Estados Unidos y se convierta en la mayor economía del mundo. Pero tan solo conservará ese título durante unos años, hasta que Estados Unidos, que crecerá más deprisa tanto en términos de población como de productividad de sus trabajadores, vuelva a superar a China.
Por consiguiente, los inversores y los empresarios que han visto en China un potencial ilimitado se llevarán una profunda decepción. Con un nivel de vida material más bajo, el pueblo chino nunca será capaz de comprar tantos bienes y servicios como sus homólogos más ricos en Estados Unidos y Europa. El mercado chino será inmenso, pero no eclipsará a las otras grandes economías del mundo. Por añadidura, el riesgo para los accionistas y los acreedores que suponen la corrupción, la falta de transparencia y el sistema político chino ya no se verán compensados por el aliciente de unos beneficios colosales. La moda de adquirir títulos de empresas chinas irá decayendo lenta pero inexorablemente. En la larga marcha de la historia económica, el momento de China será impresionante, pero efímero.
Eso no significa que China esté abocada para siempre a un crecimiento económico y a un nivel de vida más bajos. Incluso las tradiciones más profundamente arraigadas pueden cambiar en el plazo de unas décadas, o en un plazo más breve si entran en juego fuerzas desestabilizadoras o revolucionarias. En Europa oriental, por ejemplo, el desmoronamiento del socialismo de Estado y del bloque soviético dejó a numerosos países ante una página en blanco. Dichos países se aferraron a su cultura, pero fueron libres de elegir desde cero algunas de las instituciones fundamentales de sus economías. Pero, como viene a demostrar el ejemplo de Japón, aferrarse a la cultura –y a otros factores profundos– puede dejar inalterados los límites al crecimiento.
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*BBVA Open Mind.
** ** Texto publicado originalmente en Open Mind del BBVA, replicado en El Espectador con autorización de BBVA Colombia.
*Escrito por Daniel Altman, New York University, Nueva York, EE.UU. “La predicción del futuro de la economía a través de la convergencia: el caso de China” en el libro Hay futuro: visiones para un mundo mejor, Madrid, BBVA, 2012. En este libro presentamos un conjunto amplio de artículos que recogen visiones muy diversas (por enfoques y por temáticas) del futuro. Se trata de un esfuerzo transversal, multidisciplinar, para transmitir al lector las líneas fundamentales de cambio de nuestra realidad y en qué dirección nos conducen.
Como dijo Albert Einstein, “tendremos el futuro que nos hayamos merecido”.
Lo republicamos en El Espectador por considerarlo un documento que agrega valor en el contexto del cambio y crecimiento de China como protagonista global en pleno 2024.
(Liderazgo - Gerencia) Abrir una empresa en China es mucho más caro que en Zimbabue o Afganistán. Este dato es uno de los que esgrime Daniel Altman, profesor de Economía en la Universidad de Nueva York, para responder una pregunta: ¿Será China la primera economía del mundo en unos años? Altman disecciona el potencial del gigante asiático y también sus carencias y peculiaridades, como, por ejemplo, el curioso hecho de que el confucianismo sea aún la principal influencia en los usos empresariales en la China comunista.
En teoría económica existen pocos axiomas y poquísimas leyes. Esa ciencia, si es posible calificarla de tal, carece de la certidumbre de las matemáticas y de la elegancia de la física, razón por la cual un número considerable de matemáticos y físicos del montón acaban siendo excelentes economistas.
Pero la teoría económica sí se asemeja a esas otras disciplinas a la hora de describir las decisiones individuales y el crecimiento económico. En particular, los modelos de crecimiento económico suelen resultar familiares a los físicos ya que a veces parecen replicar el movimiento de las partículas bajo la influencia de fuerzas como la gravedad. Esos modelos, que se popularizaron durante la década de 1980 y que han resistido el paso del tiempo, habitualmente se denominan “neoclásicos” porque se nutren profusamente de las técnicas estadísticas y matemáticas “clásicas” que se desarrollaron mucho antes, durante los años veinte.
A partir de los modelos neoclásicos surgió la que probablemente es la única relación que la teoría económica ha sido capaz de establecer entre las perspectivas de crecimiento de los distintos países. Eso no significa que los modelos engendraran una ley, sino más bien que apuntaron una relación que, cuando se verifica en el mundo real, parece sostenerse: la convergencia.
La idea de la convergencia partió de los modelos más simples, donde había pocos factores que distinguir entre las economías. En dichos modelos daba la impresión de que todas las economías se encontraban en la misma senda de crecimiento. Algunas llevaban ventaja y esas eran las economías más ricas. Sin embargo, las demás acabarían alcanzando a las economías líderes. De hecho, cuanto más rezagadas estaban, más rápidamente iban a reducir la distancia. Con el paso del tiempo, los trabajadores de todas las economías convergerían hacia el mismo nivel medio de productividad y con ello, en un mundo de mercados competitivos, hacia los mismos salarios y nivel de vida.
Numerosas evidencias observables indicaban que esa teoría podía ser cierta. Los países que iban muy rezagados respecto a los líderes –los países más pobres– podían dar espectaculares saltos adelante a base de realizar mejoras básicas en el ámbito de la sanidad pública, la educación y las infraestructuras, unas mejoras que acabarían haciendo posible que la población de esos países se trasladara desde el campo a las ciudades, donde podrían beneficiarse de las economías de escala que trae consigo la producción industrial. Por añadidura, los rezagados podían copiar las tecnologías de los líderes, en vez de verse obligados a desarrollarlas por su cuenta y con ello conseguían dar un gran salto en el tiempo económico. No obstante, cuando esos países empezaran a competir directamente con los países líderes en los mercados de máximo valor, su progreso, naturalmente se haría más lento.
Sin embargo, daba la impresión de que esta sencilla forma de convergencia no estaba produciéndose en muchas regiones del mundo. De hecho, los países africanos, por ejemplo, incluso perdieron terreno respecto al rico Occidente durante la segunda mitad del siglo XX. Y algunos países, como Japón, que durante algunas décadas parecían estar poniéndose al mismo nivel de Occidente, tocaron techo antes de alcanzar ese mismo nivel de vida, e inexplicablemente no llegaron a cumplir sus objetivos. De hecho, a medida que la teoría de la convergencia se fue imponiendo en los libros de texto de economía durante los años ochenta, los libros de mayor éxito comercial preveían que Japón iba a superar a Estados Unidos y a convertirse en la mayor potencia económica del mundo. Eso nunca llegó a ocurrir y hoy en día muy pocos economistas se atreverían a predecir que alguna vez lo hará.
Por consiguiente, los economistas revisaron la teoría de la convergencia. Decidieron que probablemente la idea básica seguía siendo correcta, pero con una salvedad: puede que el nivel de vida de los distintos países converja a largo plazo, pero únicamente a condición de que tengan unos fundamentos económicos parecidos. Dichos fundamentos eran los factores profundos cuya importancia era fácilmente perceptible, pero difícilmente cuantificable. Algunos de ellos eran inmutables, como la geografía o las tradiciones culturales; los países interiores no disponían de un fácil acceso al mar y los países acostumbrados a tener gobernantes autoritarios tampoco podían olvidar su historia de la noche a la mañana. Otros factores, como la filosofía del derecho y el calado de la corrupción endémica, podían modificarse, aunque únicamente a costa de grandes esfuerzos y a lo largo de muchos años. Conjuntamente, esos factores profundos creaban el telón de fondo de toda la actividad económica. Puede que la economía tuviera altibajos de acuerdo con su ciclo habitual, pero los factores profundos determinaban el potencial de la economía para crecer a muy largo plazo, en un horizonte de varias décadas, o incluso de siglos.
Los países que tenían en común varios de esos factores profundos podían agruparse en un mismo “club de la convergencia”, es decir, cabía esperar que entre ellos se mantuviera la misma dinámica básica de convergencia. Un país podía saltar de un club a otro únicamente a condición de que modificara uno o más de sus factores profundos, con lo que cambiaba su objetivo en materia de nivel de vida y su senda de crecimiento económico a largo plazo. A finales del siglo XX, Japón tocó techo porque no tenía los mismos factores profundos que Estados Unidos como fundamento de su crecimiento. Sus mercados no eran igual de competitivos y la burocracia que regía su esfera empresarial era más engorrosa. Japón no estaba en el mismo club de convergencia y ni siquiera cumpliendo todo su potencial podía esperarse que diera alcance ni dejara atrás a Estados Unidos.
Pese a los espectaculares cambios que se han producido en la economía china desde finales de los años setenta, siguen existiendo enormes diferencias entre China y esas otras economías más ricas, que probablemente siempre le llevarán ventaja. Algunas de esas diferencias podrían ser susceptibles de cambio en el plazo de las dos próximas décadas y otras probablemente no.
Esta nueva teoría, denominada convergencia condicional, se ha mantenido en la corriente mayoritaria de la teoría económica, en gran parte debido a la solidez de las evidencias empíricas en que se basa. Los primeros cálculos mostraban que, ajustando los datos al crecimiento de la población y a la tasa de inversión en bienes de capital, la renta per cápita de una muestra de 121 países efectivamente parecía converger a lo largo del tiempo (Mankiw, Romer y Weil 1992). Un estudio posterior revelaba que, en función de su capacidad de exportar, las economías de Asia oriental parecían converger hacia unos niveles de renta similares; los que tenían unos niveles de vida más bajos tendían a crecer más deprisa (Fukuda y Toya 1995). En caso de que dispusieran de unas instituciones económicas y políticas similares, los países africanos durante el periodo poscolonial también mostraban convergencia (Murthy y Ukpolo 1999). Dichos estudios agrupaban los países en clubes de convergencia por diferentes métodos –al fin y al cabo es posible diseccionar las economías del mundo como a uno le apetezca– pero las categorías distintivas de cada club eran lo suficientemente importantes como para influir en el futuro económico de sus miembros.
El análisis de la convergencia condicional resulta especialmente interesante cuando tenemos en cuenta lo que significa para el futuro. Si uno es capaz de averiguar en qué club se encuentra un país, básicamente puede ver su futuro observando a los demás miembros de ese club situados por delante en la senda de convergencia. Hoy en día, el país cuyo futuro económico plantea más interrogantes es China. ¿Es capaz de seguir creciendo tan deprisa? ¿Su nivel de vida alcanzará algún día el de Estados Unidos y Europa Occidental, o tan siquiera los de los países más ricos de Asia Oriental?
Hasta finales de la década de 1970, China languidecía en uno de los clubes de convergencia que tenían una productividad más baja. La Revolución Cultural había eliminado o literalmente jubilado a muchas de las mentes más ilustres del país y las movilizaciones industriales masivas, pero mal concebidas, de China –como por ejemplo la fundición de acero a nivel local– habían dado pocos frutos. En gran parte el país estaba excluido de los mercados internacionales por culpa tanto de su normativa como de la baja calidad de su producción. A partir del fin de la Segunda Guerra Mundial, China había ido constantemente perdiendo terreno respecto a sus vecinos en vías de industrialización (Pettis 2008). Al haber optado por un conjunto de instituciones económicas único en el mundo, donde la planificación centralizada de la economía se combinaba con la atomización de la producción industrial en miles de pequeños núcleos urbanos, podría decirse que China estaba en su propio club de convergencia –y no era un club muy dinámico.
La cosa cambió cuando Deng Xiaoping, que empezó a asumir los principales cargos en el gobierno chino tras la muerte de Mao Zedong en 1976, inició una serie de reformas económicas. Estableció contactos con los líderes extranjeros, empezó a abrir el país a los mercados internacionales, permitió que más estudiantes chinos fueran a estudiar al extranjero e incluso puso los fundamentos para la reaparición de la pequeña empresa privada. A medida que su régimen siguió adelante, el Estado fue devolviendo de forma tácita al mercado un mayor control de la actividad cotidiana de las finanzas y de la industria, a base de permitir que funcionaran y crecieran las empresas privadas, pese a que su existencia parecía contravenir los dictámenes oficiales (Chang 2008).
Aquellas reformas fueron determinantes para el crecimiento de China y la productividad de sus trabajadores empezó a ponerse a la altura de los pesos pesados regionales, como Corea del Sur y Japón. Pero ¿ponerse a la par con Corea del Sur y con Japón es una meta realizable, o acaso China se quedará corta, igual que le ocurrió a Japón cuando intentaba dar alcance a Estados Unidos? La respuesta a esta pregunta depende de si China está en el mismo club de convergencia que sus vecinos.
La respuesta probablemente es que no lo está. Pese a los espectaculares cambios que se han producido en la economía china desde finales de los años setenta, siguen existiendo enormes diferencias entre China y esas otras economías más ricas, que probablemente siempre le llevarán ventaja. Algunas de esas diferencias podrían ser susceptibles de cambio en el plazo de las dos próximas décadas y otras probablemente no.
Puede que sea poco prudente suponer que las jerarquías chinas acaben moderándose, o que el gobierno del país reducirá sustancialmente su presencia en muchos sectores de la economía china, una presencia susceptible de expulsar a la iniciativa privada y disuadir a la inversión extranjera.
Hay dos factores que los economistas consideran particularmente relevantes para la convergencia de ingresos, sobre todo en el momento en que los países pobres reducen su distancia respecto a los ricos y son la apertura al comercio y la facilidad para crear empresas (Aghion y Howitt 2009). China ha hecho mucho para abrir sus mercados desde la muerte de Mao, pero todavía le queda un largo camino por recorrer. Los pormenores de los tratados de comercio que contribuyeron a que China se incorporara a la Organización Mundial del Comercio en 2001, como por ejemplo en qué cuantía los precios de sus exportaciones pueden ser inferiores a los de esos mismos bienes producidos dentro de Estados Unidos y Europa, siguen discutiéndose hoy en día. Y aunque China entró en tromba cuando los demás países abrieron de par en par sus puertas a los cargamentos chinos de bienes manufacturados baratísimos, no puede decirse que haya abierto sus propios mercados en la misma medida.
En lo referente a poner en marcha una empresa, China figura aún más atrás en la clasificación. El estudio anual del Banco Mundial sobre el entorno para los empresarios, acertadamente titulado Doing Business situaba a China en el puesto 151º de entre 181 países en la categoría de “crear una empresa”. La clasificación, basada en un estudio de los expertos y los empresarios consultados por el banco, compara el tiempo y el dinero que se necesita para poner en marcha una pequeña empresa en diferentes países y tiene en cuenta tanto la carga de las formalidades burocráticas como los requisitos legales para conseguir financiación. En China, para montar un negocio, un empresario tendría que disponer de una cantidad de capital financiero equivalente a más del 130 % de la renta per cápita anual. En otras 91 economías, desde Afganistán a Zimbabue (y donde se incluyen pesos pesados como Estados Unidos, Japón y Alemania), no existe ningún requisito de ese tipo. Puede que China sea la segunda economía más grande del mundo, pero en el mundo hay muy pocos países donde resulte más difícil colocar el cartel de un negocio.
Algo que dificulta aún más el ambiente para las empresas en China es una falta de transparencia generalizada. La compleja burocracia de China ha posibilitado que la corrupción se vuelva endémica y es sabido que el gobierno ha utilizado el sistema jurídico para intimidar a las empresas extranjeras. Los datos económicos se revisan y se impugnan de forma habitual; una reciente serie de vídeos presentada por la revista The Atlantic señalaba que incluso las estimaciones de la población del país varían en cientos de millones de personas2. Debido en parte a estos factores, las negociaciones empresariales en China tienden a basarse más en las relaciones personales y en la confianza que en las cifras y en los contratos (Sebenius y Quian 2008).
Esos factores pueden remediarse. China tiene un gobierno central fuerte que puede establecer rápidamente nuevas normativas y hacerlas cumplir con mano de hierro. Con el tiempo, China puede convertirse en un entorno tan apetecible para las nuevas inversiones, tanto por parte de los extranjeros como de sus propios ciudadanos, como cualquier otro país industrializado. Sin embargo, existen otros factores que no son tan fáciles de modificar. A muy largo plazo, dichos factores pueden resultar los más importantes.
Probablemente el confucianismo es la principal influencia en los usos empresariales en China, o por lo menos es el factor individual que más diferencia los usos de China de los de otros países (Ministerio de Cultura de la República Popular China 2003). Las enseñanzas de Confucio se remontan a muchos siglos atrás y están profundamente arraigadas en la sociedad china. Incluso el gobierno chino las ha asumido a lo largo de las últimas décadas, al lado de su ideología comunista oficial; en 1996, el Diario del Pueblo, el influyente periódico del Estado, invocaba a una comprensión de las “valiosísimas filosofías empresariales” del confucianismo (Chen 2001). Sin embargo, algunos de sus principios básicos, pese a que pueden resultar beneficiosos a nivel social, no necesariamente favorecen el crecimiento económico.
La ética confuciana enseña que hay que valorar lo colectivo por encima de lo individual. Aunque el propio Confucio no consideraba que la supremacía de lo colectivo fuera una justificación para el conformismo –más bien opinaba que los individuos podían brillar en el seno de la colectividad, siempre y cuando lo colectivo siguiera siendo armonioso– sus ideas acabaron distorsionadas en la China moderna (Bell 2008). Según Daniel Bell, un experto en filosofía china de la Universidad de Tsinghua de Pekín, el confucianismo se impregnó de las inclinaciones legalistas de las autoridades chinas a fin de conferir una resonancia cultural legitimadora a la estricta imposición de la ley y el orden que estas llevaban a cabo. Un segundo principio del confucianismo relacionado con el anterior podría traducirse con el término “corrección”, es decir una adhesión al protocolo o a la tradición; ese principio incluye el “respeto a los mayores”, que es un sello distintivo de muchas civilizaciones de Asia oriental. En el confucianismo, esa deferencia se da no solo en las relaciones familiares, sino también entre el gobernante y el súbdito, entre el patrón y el sirviente y entre el empleador y el empleado.
Conjuntamente, esos principios del confucianismo –y el sentido en que han sido interpretados por las autoridades chinas en los últimos tiempos– han contribuido a mantener unas rígidas jerarquías en las empresas chinas. Bell admite que ni siquiera Confucio creía que los jóvenes debían dedicarse al pensamiento crítico. Primero debían aprender las enseñanzas de sus mayores. Tenían que adquirir una mayor veteranía dentro de la colectividad antes de poder empezar a discrepar de las ideas consolidadas y a innovar.
Esas jerarquías en el seno de la colectividad pueden ser problemáticas en una economía madura. Como señalan Fang y Hall (2003), investigadores de la gestión de empresas, cuando los directivos chinos toman decisiones, las consecuencias de dichas decisiones tienen que caer en cascada a través de los muchos niveles de la jerarquía empresarial y acaso quedan diluidas en el trayecto; este proceso, que requiere cierto tiempo, puede reducir la capacidad de una empresa para reaccionar rápidamente a las cambiantes condiciones del negocio. Mientras tanto, los gestores incompetentes pueden permanecer en sus cargos simplemente debido a su veteranía. Las ideas de los trabajadores con menor antigüedad en la empresa raramente se llevan a la práctica, ni siquiera cuando tienen la audacia de levantar la voz, porque sus propuestas acaban atascadas en su camino ascendente a lo largo de la cadena de mando. En un país donde resulta difícil poner en marcha una nueva empresa, ese problema se exacerba; es posible que los trabajadores jóvenes, frustrados por el sistema chino, intenten emigrar en vez de independizarse como empresarios.
La combinación de esos dos principios está implícita en la inmensa mayoría de las grandes empresas chinas, porque el gobierno –el “anciano” por antonomasia que supuestamente representa a la colectividad– tiene una participación de control. Y no siempre es una participación saludable. Maximizar los beneficios no es necesariamente el único objetivo del gobierno; si lo fuera, el gobierno vendería su participación en las empresas siempre que tomar esa decisión fuera lo más rentable (Clarke 2003). Los estudios muestran que las compañías dominadas por el gobierno pagan menores dividendos y disponen de un flujo de tesorería menos saludable (Bradford, Chen y Zhu 2007). Y lo mismo puede decirse de las empresas con una estructura de propiedad compleja y jerárquica. Las empresas chinas que cotizan en bolsa pueden tener hasta cinco clases de acciones, mientras que las compañías estadounidenses rara vez tienen más de dos o tres (Qi, Wu y Zhang 2000).
El mensaje está claro: para estar unido y hacer realidad los sueños de una gran nación china, el pueblo chino necesita gobernantes fuertes, que no están dispuestos a tolerar demasiadas discrepancias.
Existe otra corriente cultural igual de arraigada que el confucianismo. A través de los libros, del cine y de la enseñanza, el pueblo chino aprende una historia muy peculiar del nacimiento de su nación, donde el gran esfuerzo a lo largo de milenios ha consistido en unificar el gigantesco territorio y las diversas etnias de China en una única nación. Los que pretendieron trocear China en reinos más pequeños suelen ser los malos de la película; quienes intentaron unificarla son los héroes. A menudo esos héroes son despiadados y violentos, como Shi Huang, emperador de la dinastía Qin, que se abrió camino a sangre y fuego a través de China con ejércitos de decenas de miles de hombres hasta unificar siete reinos en un solo imperio durante el siglo III a.C. Aquel imperio acabó desmoronándose, pero los siguientes gobernantes que unificaron China –la dinastía Sui– fueron igual de implacables. Y la historia sigue en esa misma línea hasta Mao inclusive. El mensaje está claro: para estar unido y hacer realidad los sueños de una gran nación china, el pueblo chino necesita gobernantes fuertes, que no están dispuestos a tolerar demasiadas discrepancias.
Ese mensaje se transmite hasta las salas de juntas de las empresas chinas, que tienden a concentrar los instrumentos de poder en manos de un único hombre fuerte, que agrupa los tres papeles más importantes de una compañía: máximo directivo, presidente del consejo de administración y representante del Partido Comunista Chino (Opper y Schwaag-Serger 2008). Con ello, el jefe representa los intereses del gobierno, que a menudo es el mayor accionista, pero los accionistas corrientes quedan marginados.
No es de extrañar que el discurso de unir reinos muy diversos para formar un único imperio, más fuerte, también tenga resonancias en la estrategia de crecimiento de las empresas chinas. Algunas de las más grandes, como Haier, fabricante de electrodomésticos, han ido creciendo a un ritmo asombroso a base de engullir a sus competidores más pequeños. Hacer eso puede generar economías de escala y menores precios para los consumidores, pero si una empresa llega a ser el líder incontestable de una industria, tendrá pocos incentivos para innovar o para atender a los cambios en las preferencias de los consumidores.
La retórica de algunos políticos occidentales sugiere que están convencidos de que al final China instaurará la democracia y la transparencia, tal vez al cabo de un largo periodo de apertura económica. Sin embargo eso no modificará necesariamente todos los factores profundos que están limitando el crecimiento de China; los vínculos entre las instituciones políticas y el clima económico no siempre son tan fuertes. Por ejemplo, Corea del Sur, pese a haberse convertido en una democracia, sigue teniendo una cultura muy confuciana, con las repercusiones que eso tiene para la innovación y las jerarquías de las grandes empresas. Rusia, otro extenso país que durante mucho tiempo fue gobernado por una autoridad central fuerte (ya fuera un zar, o Josef Stalin, o Vladimir Putin), básicamente ha probado la democracia y la ha rechazado en el transcurso de los últimos veinte años; la corrupción y la mano dura del gobierno contra las empresas extranjeras no ha cesado. Suecia, un país democrático desde hace muchas décadas, mantuvo una importante participación del Estado en la economía hasta el cambio de milenio.
Es posible que China llegue a duras penas a alcanzar a Estados Unidos y se convierta en la mayor economía del mundo. Pero tan solo conservará ese título durante unos años, hasta que Estados Unidos, que crecerá más deprisa tanto en términos de población como de productividad de sus trabajadores, vuelva a superar a China.
De hecho, tres décadas después del comienzo de su “política de puertas abiertas”, el gobierno de China sigue sustancialmente involucrado en prácticamente todas sus grandes empresas.
Por consiguiente, puede que sea poco prudente suponer que las jerarquías chinas acaben moderándose, o que el gobierno del país reducirá sustancialmente su presencia en muchos sectores de la economía china, una presencia susceptible de expulsar a la iniciativa privada y disuadir a la inversión extranjera. De hecho, tres décadas después del comienzo de su “política de puertas abiertas”, el gobierno de China sigue sustancialmente involucrado en prácticamente todas sus grandes empresas. Esa participación se manifiesta en que a todos los efectos el gobierno es su propietario y las controla, en contraste con la coordinación y las medidas de protección para las empresas privadas promovidas por el Estado que ayudaron al desarrollo de las industrias en Corea del Sur, en Japón y en Taiwán a lo largo del siglo XX.
Por añadidura, es poco probable que el gobierno ponga coto a la gigantesca burocracia que le permite mantener el control de municipios que están a miles de kilómetros de Pekín, pese a que esa misma burocracia a menudo es lo que se interpone en el camino de las nuevas empresas. También puede que el gobierno se muestre reacio a mejorar la transparencia de su sistema jurídico, dado que esa misma falta de transparencia puede utilizarse para poner trabas y cortapisas a las actividades de las empresas extranjeras cuando al gobierno se le antoje.
Todos esos factores se combinan para mermar el objetivo del nivel de vida material en China –o, por decirlo de una forma más técnica, reducen el nivel de renta per cápita hacia el que está convergiendo China–. Debido a la presencia de esos factores, China sencillamente no está en el mismo club de convergencia que Estados Unidos. Muy probablemente está en un club al que pertenecen otros países que tienen en común por lo menos parte de sus fundamentos culturales, de su marco jurídico, de su historia de participación del Estado en la economía, de sus pautas de industrialización y de su clima, como por ejemplo, tal vez, Vietnam y Kazajstán. Como ponen de manifiesto estos ejemplos, no es necesario que los países tengan el mismo tamaño para pertenecer al mismo club de convergencia. Los factores profundos en los que se apoya el crecimiento económico marcan los límites alcanzables de su nivel de vida material; esos límites pueden ser parecidos en países de diferentes tamaños.
Todo ello no significa que China sea incapaz de progresar. Un estudio que se concluyó a finales de los años noventa sugería que los gestores jóvenes de las empresas chinas eran más individualistas que los de las generaciones anteriores, una característica que podría contribuir a promover la innovación a largo plazo (Ralston et al. 1999). A estas alturas, muchos de aquellos jóvenes gestores indudablemente ya estarán en puestos de poder. Pero sencillamente existen demasiadas diferencias profundamente arraigadas como para que la población china alcance el mismo nivel de ingresos que se da en Occidente cuando el país llegue al final de su actual racha de crecimiento. Esos ingresos, en última instancia, dependen de la productividad de los trabajadores; el salario está en función de lo que uno produce. Los trabajadores chinos, incluso disponiendo de acceso a los últimos aparatos y técnicas de fabricación, no pueden ser tan productivos como los trabajadores estadounidenses y europeos si no disponen de las mismas oportunidades empresariales, de un marco regulador transparente, de una fuerte protección jurídica, de unas estructuras corporativas eficientes y de la capacidad de innovar.
En el modelo neoclásico, únicamente las economías con factores profundos similares pueden expandirse a un mismo ritmo cuando se consolidan en su pauta de crecimiento sostenido. Si los factores profundos de China son peores a efectos del crecimiento económico, empezará a quedarse atrás. En otras palabras, sus ingresos medios empezarán a quedarse rezagados respecto a los de los países que marcan el ritmo económico en el mundo. El pueblo chino, tras haberse enriquecido sustancialmente respecto al resto del mundo, empezará poco a poco a empobrecerse de nuevo.
Así pues, ¿qué significa todo esto? En primer lugar hay que tener en cuenta la “sabiduría convencional”. Hace varios años, un informe de Goldman Sachs predecía que China superaría a Estados Unidos como la mayor economía mundial en 2041 y seguiría varios años incrementando la brecha (Wilson y Purushothaman 2003). En 2048, la cuantía en la que China estaría incrementando su distancia respecto a los demás empezaría a declinar lentamente, en términos porcentuales, pero solo una minúscula cantidad cada año. Más recientemente, el escritor británico Martin Jacques predecía que China iba a relevar a Estados Unidos como principal superpotencia del mundo, que Shanghái iba a imponerse a Nueva York como centro financiero y que el yuan-renminbi, la divisa de China, iba a reemplazar al dólar estadounidense en los mercados mundiales3.
Ahora bien, consideremos un escenario alternativo, que tiene en cuenta las cuestiones examinadas anteriormente, es decir que: 1) China no está convergiendo hacia los mismos niveles de vida que los países más ricos del mundo; 2) el crecimiento económico de China se estabilizará antes de lo esperado, y 3) la tasa de crecimiento a largo plazo de China va a ser más baja que la de los líderes económicos consolidados del mundo. Una predicción razonable podría ser que el crecimiento económico de China se estabilice para 2050 como muy tarde, tras crecer más despacio de lo que preveía Goldman Sachs; que su población no crezca más deprisa que la de Estados Unidos; y que el promedio de su tasa de crecimiento a largo plazo de los ingresos medios sea ligeramente más baja que la de Estados Unidos, digamos del 1,5 % frente al 2 %. En estas condiciones, es posible que China llegue a duras penas a alcanzar a Estados Unidos y se convierta en la mayor economía del mundo. Pero tan solo conservará ese título durante unos años, hasta que Estados Unidos, que crecerá más deprisa tanto en términos de población como de productividad de sus trabajadores, vuelva a superar a China.
Por consiguiente, los inversores y los empresarios que han visto en China un potencial ilimitado se llevarán una profunda decepción. Con un nivel de vida material más bajo, el pueblo chino nunca será capaz de comprar tantos bienes y servicios como sus homólogos más ricos en Estados Unidos y Europa. El mercado chino será inmenso, pero no eclipsará a las otras grandes economías del mundo. Por añadidura, el riesgo para los accionistas y los acreedores que suponen la corrupción, la falta de transparencia y el sistema político chino ya no se verán compensados por el aliciente de unos beneficios colosales. La moda de adquirir títulos de empresas chinas irá decayendo lenta pero inexorablemente. En la larga marcha de la historia económica, el momento de China será impresionante, pero efímero.
Eso no significa que China esté abocada para siempre a un crecimiento económico y a un nivel de vida más bajos. Incluso las tradiciones más profundamente arraigadas pueden cambiar en el plazo de unas décadas, o en un plazo más breve si entran en juego fuerzas desestabilizadoras o revolucionarias. En Europa oriental, por ejemplo, el desmoronamiento del socialismo de Estado y del bloque soviético dejó a numerosos países ante una página en blanco. Dichos países se aferraron a su cultura, pero fueron libres de elegir desde cero algunas de las instituciones fundamentales de sus economías. Pero, como viene a demostrar el ejemplo de Japón, aferrarse a la cultura –y a otros factores profundos– puede dejar inalterados los límites al crecimiento.
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*BBVA Open Mind.
** ** Texto publicado originalmente en Open Mind del BBVA, replicado en El Espectador con autorización de BBVA Colombia.
*Escrito por Daniel Altman, New York University, Nueva York, EE.UU. “La predicción del futuro de la economía a través de la convergencia: el caso de China” en el libro Hay futuro: visiones para un mundo mejor, Madrid, BBVA, 2012. En este libro presentamos un conjunto amplio de artículos que recogen visiones muy diversas (por enfoques y por temáticas) del futuro. Se trata de un esfuerzo transversal, multidisciplinar, para transmitir al lector las líneas fundamentales de cambio de nuestra realidad y en qué dirección nos conducen.
Como dijo Albert Einstein, “tendremos el futuro que nos hayamos merecido”.
Lo republicamos en El Espectador por considerarlo un documento que agrega valor en el contexto del cambio y crecimiento de China como protagonista global en pleno 2024.