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(Liderazgo - Gerencia) En la conferencia del clima COP28 celebrada en Dubái en 2023 se firmó un compromiso para prescindir de los combustibles fósiles antes de mediados de este siglo. Para cumplir los objetivos del Acuerdo de París de 2015 —mantener el calentamiento global por debajo de 2 °C y preferiblemente en 1,5 °C—, en 2030 deberá triplicarse la capacidad de las energías renovables. La energía solar es una de las grandes fuentes que deben potenciarse. Pero aunque sus beneficios son innegables, toda actividad humana tiene un impacto ambiental que debe estudiarse y minimizarse.
El sol es una fuente inagotable de energía. Aún le queda combustible para 5.000 millones de años, más tiempo del que tiene de existencia nuestro Sistema Solar. Sin que lo advirtamos, es nuestra primera opción para abastecer nuestras necesidades energéticas: propulsa la fotosíntesis, sin la cual no existiría la vida en la Tierra, y proporciona el calor que queda atrapado por el efecto invernadero para que el planeta sea habitable. En 1839 el francés Edmond Becquerel descubrió que un electrodo expuesto a la luz producía una corriente eléctrica, y así la energía del sol adquiría un nuevo rumbo: el efecto fotovoltaico. En 1883 el estadounidense Charles Fritts creó la primera célula solar, de selenio recubierto de oro.
Desde el diseño de Charles Fritts, que solo convertía un 1% de la luz solar en electricidad, los avances fueron numerosos, con un punto de inflexión cuando Daryl Chapin, Calvin Fuller y Gerald Pearson, de Bell Laboratories, crearon células de silicio con un 6% de eficiencia.
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Desde aquel diseño pionero de Fritts, que solo convertía un 1% de la luz solar en electricidad, los avances fueron muy numerosos, con un punto de inflexión a mediados del siglo XX cuando los investigadores Daryl Chapin, Calvin Fuller y Gerald Pearson, de Bell Laboratories, crearon células de silicio con un 6% de eficiencia. Los paneles actuales alcanzan un 20%, un gran logro teniendo en cuenta que muchas plantas no superan el 2% de eficiencia en la fotosíntesis. La energía solar fotovoltaica es hoy la tercera mayor fuente renovable, por detrás de la hidroelectricidad y el viento. Y aunque según la Agencia Internacional de la Energía todavía genera solo el 4,5% de la electricidad global, crece a gran ritmo, con un 26% más en 2022 que el año anterior; para 2050 podría producir la cuarta parte de la electricidad en el mundo.
El impacto de la fabricación
Pero su huella ambiental no es desdeñable, y comienza en su mismo origen, en los materiales necesarios para su fabricación: vidrio, cobre, aluminio, plata, silicio, plomo… El 95% de los paneles utilizados hoy se basan en el silicio; la siguiente generación, llamada de película delgada, usa metales como cobre, indio, galio, selenio, cadmio y teluro. A ello se añaden el consumo de agua y el litio si se utilizan baterías. Los materiales representan el 90% del impacto energético y de emisiones de gases de efecto invernadero (GEI) de los paneles solares. Los productos tóxicos afectan también a la contaminación al final de su ciclo de vida, por lo que su desechado debe hacerse con vistas a la recuperación y el reciclado.
Los materiales con los que se fabrican representan el 90% del impacto energético y de emisiones de gases de efecto invernadero (GEI) de los paneles solares.
La fabricación de los paneles consume energía, más o menos contaminante, según la fuente. Este consumo se compensará durante su operación. Los sistemas fotovoltaicos tardan de 1 a 4 años en generar la energía que se ha utilizado para construirlos, y su vida útil puede llegar a los 35 años. En EEUU, la Oficina de Tecnologías de Energía Solar de EEUU (SETO) financia proyectos destinados a introducir nuevos materiales y diseños que reduzcan el coste energético de la fabricación de los paneles y el uso de metales preciosos como la plata, aumenten su durabilidad y faciliten el reciclaje de los materiales mediante nuevas técnicas de separación, sobre todo en la recuperación del silicio. Pero la instalación de las granjas solares también ejerce impactos ambientales: a menudo deben clarearse y allanarse terrenos, lo que afecta a la cobertura vegetal y a la fauna local. Las granjas pueden degradar y fragmentar hábitats, compactar el suelo, aumentar la erosión y alterar los canales de drenaje.
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Una vez instalada, la granja solar no produce emisiones directas, pero su impacto tampoco es nulo. Dejando de lado el consumo de agua, energía y productos químicos, existe otro riesgo. Hoy se tiende a la instalación de granjas de tamaño gigantesco: el parque solar de Gonghe Talatan, en China, supera todo lo imaginable con un clúster de granjas que se extiende sobre más de 600 km2. Pero los expertos advierten: a partir de cierto tamaño, el calentamiento debido a estas instalaciones puede afectar al clima, ya que los paneles solares oscuros absorben más calor que los terrenos claros.
Efectos globales relativos
Un estudio internacional ha modelizado los efectos de inmensas granjas solares que cubrieran el 20% del desierto del Sáhara. El resultado es que el calentamiento alteraría los patrones climáticos globales, reduciendo la lluvia en los trópicos y reverdeciendo el propio desierto. A su vez, el cambio en el patrón de nubosidad afectaría a la capacidad de otras regiones de producir energía solar: el suroeste de EEUU, Australia, China oriental, India, el sur de Europa y Oriente Próximo tendrían más nubes y, por lo tanto, menos sol, al contrario que Escandinavia, el centro y este de EEUU, el Caribe, centro y Sudamérica, y Sudáfrica. Si en lugar del Sáhara otras regiones acogieran estas macrogranjas solares, los efectos variarían en cada caso.
Hoy se tiende a la instalación de granjas de tamaño gigantesco pero, a partir de cierto tamaño, el calentamiento debido a estas instalaciones puede afectar al clima, según los expertos.
Pero aunque los efectos globales solo se manifestarían con estas instalaciones monstruosas, “las observaciones sugieren que las granjas solares a la escala actual ya tienen impactos robustos climáticos y ambientales”, apunta a OpenMind el coautor del estudio Zhengyao Lu, de la Universidad de Lund (Suecia). “Pero estos impactos a menudo son complicados, y pueden asociarse tanto a calentamiento como a enfriamiento local, así que no deberían interpretarse como riesgos inmediatos”.
Lu señala que las granjas deberían planificarse cuidadosamente, por ejemplo estableciendo una densidad máxima de paneles y colocándolos en suelos que tengan el mismo albedo —absorción y reflexión— que ellos. En cualquier caso, concluye Lu, “comparado con un camino en el que sigamos quemando combustibles fósiles, los riesgos generales causados por las granjas solares son mucho más pequeños”.
Los sistemas fotovoltaicos tardan de 1 a 4 años en generar la energía que se ha utilizado para construirlos, y su vida útil puede llegar a los 35 años.
En la otra cara de la moneda, otro estudio reciente ha descubierto que este efecto podría aprovecharse de forma beneficiosa a menor escala. En el paraje desértico de Emiratos Árabes Unidos, granjas solares del tamaño de ciudades provocarían corrientes ascendentes de convección que, unidas al viento húmedo a gran altura del golfo Pérsico podrían aumentar las lluvias en 600.000 metros cúbicos, de modo que 10 episodios de lluvias podrían abastecer de agua a más de 30.000 personas. Pero en este caso se necesitarían, de hecho, paneles más oscuros que los actualmente disponibles, por lo que las soluciones deberán adaptarse a cada caso concreto.
*Javier Yanes, BBVA Open Mind.
** ** Texto publicado originalmente en Open Mind del BBVA, replicado en El Espectador con autorización de BBVA Colombia.