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Además de volver aún más extrema la montaña rusa de los precios del petróleo, la invasión de Rusia a Ucrania toca otros sectores de la pirámide energética con dos tensiones más bien evidentes, aunque contradictorias: la guerra será un impulso para las energías renovables o un renacimiento para combustibles fósiles como el carbón.
Para este punto de la discusión, pareciera que ambas opciones pueden ser ciertas, solo que en tiempos distintos.
Lo que pase alrededor del gas natural es un problema en varios aspectos. Por ejemplo, es un tema geopolítico que tiene acorralados a varios gobiernos europeos que se inclinarían por castigar más fuertemente a Rusia, pero tampoco quieren quedarse sin gas en la mitad de un invierno que ha sido particularmente cruel con algunos territorios, como el Reino Unido. En lugares como Austria y Finlandia, la demanda de gas es suplida casi que 100 % por Rusia; para Alemania este porcentaje baja a 60 %. En general, los cálculos más populares señalan que el gas ruso alimenta el 40 % de las necesidades europeas y 16 % de las globales. Y esto no es poco.
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El gas ya venía en una espiral ascendente antes de que Vladimir Putin, presidente ruso, hiciera en Ucrania lo que durante semanas negó que iba a hacer. Las subidas recientes son una exacerbación de esa tendencia.
El problema inmediato es que los altos precios internacionales de este combustible llevan a pensar a algunos consumidores (especialmente en renglones industriales) en encontrar fuentes energéticas nuevas, rápidas y a mejor precio. En otras palabras: hola, carbón, ¿dónde estabas?
El doctor Camilo Prieto, profesor de la U. Javeriana en áreas de cambio climático y energía, lo puso de esta forma en un análisis publicado en los primeros días de la invasión rusa a Ucrania: “Sin duda, sin este energético [gas] los países tendrían que trasladarse a fuentes fósiles como el carbón, lo que haría imposible cumplir las metas del pacto de Glasgow para el clima. El conflicto en Ucrania no es solo una tragedia humana, sino un potenciador de la crisis ambiental global”. Hace unos días, Robert Habeck, ministro alemán de Economía, dijo que “asegurar nuestro suministro de energía está por encima de cualquier cosa en este momento”. Esto sucede en uno de los países que lidera el movimiento por descarbonizar la economía y le puso fin a un gasoducto de US$11.000 millones que llevaría este combustible desde Rusia directamente hasta territorio alemán. Habeck es uno de los líderes del Partido Verde, por cierto.
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En el ámbito federal, Alemania invertirá en nuevas plantas de gas natural licuado como una forma de apuntalar su suministro energético y reducir la dependencia de Rusia. En el local también hay decisiones: el gobierno de Múnich extendió el cierre de una de las plantas térmicas de carbón de la ciudad, que estaba planeado para 2023, según reportó el diario The New York Times.
La semana pasada, Estados Unidos y la Unión Europea (UE) anunciaron un compromiso para que los primeros se conviertan en un proveedor más grande de gas natural licuado para los segundos. Esto va en línea con el objetivo de la UE de reducir en dos tercios sus compras de gas ruso para finales de este año.
Bajo este acuerdo, la administración del presidente Joe Biden quiere incrementar en 15.000 millones de metros cúbicos (bcm) sus ventas anuales de este combustible a la UE; en 2021, el total de estos envíos fue de 22,2 bcm.
El lunes de la semana pasada, António Guterres, secretario general de las Naciones Unidas, advirtió que el impulso para reemplazar rápidamente los combustibles rusos que ya no llegarán a varios mercados globales puede significar que algunas grandes economías “minimicen algunas políticas para recortar el uso de combustibles fósiles”.
¿Un impulso a las renovables?
Y, sin embargo, algunos analistas concluyen lo opuesto a Guterres, pero viendo el asunto más desde una perspectiva de mediano y largo plazo.
En el horizonte más cercano, parece inevitable que el carbón y el gas sean los grandes ganadores de los desastres económicos (y humanitarios) impulsados por la guerra de Putin en Ucrania. Sin embargo, en un panorama más extenso, la descarbonización aparece como una opción que no solo tiene sentido (y urgencia) desde el punto de vista climático, sino desde el de la soberanía energética y la seguridad nacional (vía menos lazos con países como Rusia).
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El paso acelerado hacia renovables puede ser, además, casi que una necesidad de mercado, pues reemplazar la canasta energética que ofrece Rusia no es un asunto que se haga fácil ni rápidamente. Por ejemplo, en el campo petrolero pocos países podrían entrar a suplir los barriles que salgan del mercado. Estamos hablando de productores como Arabia Saudí y Emiratos Árabes Unidos que, agrupados en la OPEC, han mostrado poco interés en meterle mano a la montaña rusa de los precios internacionales del crudo.
En un discurso, una de las cabezas de la firma de financiamiento de iniciativas sostenibles Generation Investment Management (en la que también participa Al Gore, exvicepresidente de EE. UU.) aseguró que “esta guerra provee más evidencia de por qué no hay tiempo para perder en hacer la transición de combustibles fósiles hacia un futuro más limpio”.
Además, varias grandes economías están jugando en un terreno doble: apuntalar la demanda energética más inmediata, pero diseñar una estrategia lejos de los combustibles fósiles viable antes de 2050.
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Por ejemplo, en los próximos días, el gobierno británico debe presentar sus metas energéticas para 2030, que, según medios como The Guardian, pueden implicar un crecimiento de la generación de energías renovables del orden del 75 %.
La Unión Europea espera invertir un billón de euros para descarbonizar su economía para 2050, lo que incluye inversiones no solo en energías solar y eólica, sino en el desarrollo y refinación de la generación de hidrógeno verde.
Este doble ritmo, entre el ahora y el futuro, responde no solo a la necesidad de poder seguir ofreciendo medios para que la gente prenda las luces esta noche o se caliente el próximo invierno, sino que lo pueda hacer sin tener que entregar un riñón a cambio.
Y es en esa tensión, forjada al ritmo de la crisis climática y la artillería rusa en Ucrania, que se juega buena parte de las metas ambientales de un planeta que busca, siquiera, arañar la redención.