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Angustia. Insomnio. Estrés. Crisis nerviosas. Todos males omnipresentes en la vida moderna y cuyas causas suelen estar relacionadas con la vida acelerada de las grandes ciudades en todo el mundo. Colombia no es la excepción a este fenómeno. Por ejemplo, según un estudio de la Secretaría de Salud y la Organización Panamericana de la Salud (OPS), el trastorno de ansiedad es una de las dolencias que más aquejan a los bogotanos de todos los estratos socioeconómicos.
No sorprende, entonces, que las opciones de negocios relacionadas con el bienestar y la salud hayan crecido, entre ellos los salones y clases de yoga, una práctica milenaria nacida en la India.
“El boom que está teniendo el yoga es una consecuencia de lo mal que está el mundo”, opina Laura Álvarez, directora de Happy Yoga, la escuela más grande de su tipo en Colombia. “No es el único camino, pero viene a responder muchas preguntas de la gente”, asegura Álvarez. Sandi Pani Muni Das, líder de Govinda Yoga Inbound, concuerda: “En una ciudad tan agitada, tan llena de estrés y violencia como Bogotá, la gente busca escapar, y el yoga es una vía para eso”.
Esta actividad comprende diferentes hábitos, como el vegetarianismo y la meditación, con los que se busca acompañar un camino espiritual desligado de sectarismos y religiones. En las academias de yoga se enseñan una serie de posturas o asanas que se deben ejecutar en un profundo estado de conciencia: “No es solamente para tener una figura esbelta, sino para alinear la mente y controlar los sentimientos”, afirma Sandi Pani, quien lleva 33 años siendo yogui.
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Más allá del misticismo, el yoga es un ejercicio al que muchos quieren acceder. Hace ocho años el Distrito lo incluyó en el Programa Recreovía, por considerarlo “una tendencia de actividad física que se impuso en los últimos años”. También surgieron eventos como el Eco Yoga Festival, que pasó de reunir unas 1.000 personas en 2012 a alrededor de 18.000 el pasado 5 de agosto. Y, por si fuera poco, la fiebre por esta actividad llevó a que el año pasado un grupo de 12 jóvenes y su maestro rompieran el récord Guinness de la clase de yoga más larga del mundo hasta ese entonces, con 36 horas seguidas de práctica en Ciudad Bolívar.
Esta disciplina está enmarcada en una especie de ola de bienestar y fitness que ha crecido en el mundo y en Colombia. Según datos de la Cámara de Comercio de Bogotá, los negocios relacionados con prácticas deportivas y recreativas, así como con prácticas médicas y de atención a la salud humana que no requieren internación, han crecido más de 15 % sólo en los últimos dos años.
De acuerdo con cifras de la firma Raddar, especializada en analizar el comportamiento de los consumidores, los colombianos invierten cada vez más en gimnasios, pasando de destinar 0,38 % de sus ingresos en 2009 a 0,55 % en 2017.
Así como ha crecido el interés por el yoga, también lo han hecho las academias. Sólo en Bogotá, hay alrededor de 60. Aunque no se tienen cifras concretas de cuánto dinero mueven, las tarifas de clases por hora oscilan entre los $15.000 y $45.000.
Si una academia cobra $30.000 por hora y tiene sesiones grupales tres veces al día de por lo menos cinco personas, en un mes habría ganado más de $9 millones. Es un negocio rentable si se tiene en cuenta que para formarse como profesor es necesaria una inversión de entre $1 millón y $7 millones, dependiendo del lugar y del linaje o especialidad que se escoja.
Aunque parece sencillo, ser maestro de yoga también implica cumplir con cierto número de horas como alumno, estudiar módulos relacionados con espiritualidad y anatomía, dictar clases de servicio y llevar a cabo un proceso interior acorde con la filosofía yogui. “Hay que vivir el yoga en serio para ser profesor”, afirma Laura Álvarez, cuya escuela ha graduado alrededor de 2.000 profesores a nivel nacional desde hace 13 años. “Cuando hay algún profesor que no está capacitado, que no hizo su formación ni es sincero, deja de tener alumnos. Eso se cae solo”.
Ahora bien, no todos los miembros de esta comunidad aprueban la mercantilización del yoga ni esperan hacer empresa a sus expensas, como es el caso de Fernando Higuera, formador deportivo y aprendiz: “Si estás esperando algo a cambio, no existe autenticidad en lo que estás transmitiendo”, sostiene. Otros, como Sandi Pani, aseguran que esto no es condenable mientras se mantenga la línea original y se reinviertan los recursos en beneficio de la academia. “En India, si uno va a una universidad o escuela de yoga, es normal que se cobre para mantener los sitios. El dinero no es malo, lo malo es no saber usarlo”, señala.
No obstante, Sandi Pani reprocha las nuevas modas que han surgido recientemente, como el famoso Beer Yoga en Alemania, que consiste en hacer las asanas mientras se bebe cerveza. “El yoga que se inventa uno, que no viene de una sucesión de maestros reconocidos, es pura especulación”, opina.
Aunque el debate sobre el mercado del yoga continúa, cabe resaltar que, en general, las escuelas cuentan con programas para dar clases gratuitas a quienes no pueden pagarlas, desde alumnos regulares, hasta fundaciones y centros penitenciarios, como es el caso de Happy Yoga. Según los maestros, es un intento por democratizar la práctica y responde a la filosofía ancestral de que cualquiera debería poder acceder a este estilo de vida. “No es una moda ni un negocio. Es un camino espiritual”, concluye Álvarez.
Esta práctica, al igual que las diferentes rutinas asociadas al mercado fitness, seguirá siendo una tendencia por la que mucha gente estará dispuesta a pagar, pues, como afirma Diana Salamanca, profesora y practicante de yoga desde hace 12 años: “Es una inversión para la vida”.