Las favelas como inspiración para una vivienda social de calidad
Para Alejandro Aravena, arquitecto chileno y ganador del Premio Pritzker (2016), el diseño puede llevar a la vivienda social a ser una herramienta contra la pobreza. El experto ha creado inmuebles que, basados en las realidades de las comunidades, crecen en valor y en tamaño con el paso del tiempo.
Daniel Felipe Rodríguez Rincón
Reducir y desplazar. Esta es la lógica que, erróneamente, sigue la vivienda social en la actualidad: inmuebles con espacios pequeños que son llevados a las periferias de las ciudades. Un paisaje común en Latinoamérica, en donde los estándares de la vivienda social han bajado.
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Reducir y desplazar. Esta es la lógica que, erróneamente, sigue la vivienda social en la actualidad: inmuebles con espacios pequeños que son llevados a las periferias de las ciudades. Un paisaje común en Latinoamérica, en donde los estándares de la vivienda social han bajado.
Dentro de las causas están presiones como un suelo cada vez más caro y escaso, el costo mismo del inmueble -difícil de asumir en su totalidad por estas familias- y limitados recursos públicos que encorsetan las políticas habitacionales.
Pero, más allá del dinero, el problema puede ser de enfoque y la arquitectura tiene algunas respuestas.
A la vivienda social se le ve como un gasto social y no como una inversión social. Si se entiende como gasto, el problema siempre será de pérdidas vs. ganancias; en cambio, si se concibe como una inversión, los países podrían crear inmuebles que se valoricen en el tiempo, con espacios y equipamientos que vayan generando más oportunidades económicas para las familias que los habiten.
Así lo cree Alejandro Aravena, arquitecto chileno y ganador del Premio Pritzker en 2016, un reconocimiento catalogado como el ‘Nobel’ de la arquitectura. Aravena será uno será uno de los invitados al Congreso Colombiano de la Construcción, organizado por Camacol, que se realizará entre el 18 y el 20 de octubre en Barranquilla.
Las favelas (o “campamentos”, como se les conoce a los asentamientos informales en su natal Chile) fueron la inspiración de Aravena para crear un modelo de viviendas que crecen en el tiempo y que son una alternativa para ponerle fin al “divorcio” entre las necesidades de vivienda de las familias y los inmuebles que se están construyendo en Latinoamérica.
¿Qué puede hacer la arquitectura frente a la inequidad en las ciudades?
Las ciudades podrían verse como atajos a la equidad. En países como los nuestros, la pobreza es un tema que tiende a ir reduciéndose, pero lo que no hemos sido capaces de corregir es la inequidad, y las ciudades reflejan la inequidad de una manera brutal y cotidiana.
Hay una parte importante de la población que vive en contextos donde no hay servicios, no hay equipamientos, sin oportunidades, y otros lugares de la ciudad que concentran esas oportunidades.
Y casi lo único que se escucha para corregir la inequidad es que hay que redistribuir el ingreso. Pero eso toma mucho tiempo y puede que nunca lleguemos allá.
Pero en la medida en que se identifican proyectos estratégicos de infraestructura, espacio público, transporte público o vivienda, se puede mejorar la calidad de vida en plazos relativamente cortos y sin tocar el ingreso. Cuando uno tiene, por ejemplo, un sistema de transporte público que llega a ese lugar lejano, en la periferia, eso tiene un factor de corrección de la inequidad enorme.
Entonces, la ciudad tiene un conjunto de oportunidades que tienen ese potencial de ser un atajo a la equidad, y los proyectos de arquitectura pueden jugar un rol fundamental, con proyectos que tienen consecuencias sociales.
La vivienda, precisamente, es uno de los renglones que más refleja la inequidad. ¿Qué piensa al respecto?
Uno quisiera que en países como los nuestros las políticas de vivienda, a diferencia de las de salud o de justicia, por ejemplo, no fueran consideradas un gasto social. La vivienda podría ser vista como inversión y no como gasto social.
El problema es que nuestras políticas habitacionales se parecen más a comprar un auto que una casa. Cada día que pasa, esa vivienda social vale menos. Eso es una tragedia, porque en la medida en que esa vivienda aumente valor podría ser usada como herramienta contra la pobreza.
Si usted tiene un patrimonio familiar que aumenta su valor en el tiempo, yo puedo ir al mundo financiero y usar esa vivienda como garantía para tener un pequeño negocio, pagar una mejor educación.
Pero lo que hace el Estado y el mercado ante la escasez de recursos es reducir y desplazar: crear viviendas con la mitad del tamaño de lo que una familia de clase media podría adquirir parar vivir razonablemente bien y las construye donde el suelo cuesta poco. En la periferia, apartadas de las redes de oportunidades.
La arquitectura puede proponer condiciones de diseño que aumenten el valor en el tiempo de esas viviendas, para que en últimas se cumpla el propósito de una política habitacional: hacernos cargo de todo aquello que una familia, individualmente, no podría hacer.
¿Qué propone la arquitectura para aliviar esas presiones de la vivienda social?
En Chile entendimos que, con fondos públicos, lo mejor que podíamos entregar eran unidades en el orden de 40 metros cuadrados (m²). Entendimos que con fondos públicos no íbamos a poder entregar una vivienda que, en su estado final, le apunte a estándares dignos, estándares de clase media.
¿Podemos entregar viviendas en torno a los 80 m²? No, nuestros países no tienen el dinero. O tal vez sí, pero a costa de entregar la mitad de las unidades al año, con lo cual la lista de espera o las personas que acuden a la informalidad sería demasiado alta.
Además, vimos la evidencia: esa misma familia que recibe la casa de 40 m² la termina ampliando al doble, lo cual fue dramático en el caso de Chile. Nuestras viviendas sociales eran edificios de tres o cuatro pisos y lo que las familias hacían para ampliarlas era vaciar los muros y colocar pilares de acero muy frágiles. En el terremoto de 2010, esas estructuras debilitadas hicieron que unos pisos cayeran sobre otros.
Si no consideramos que ese crecimiento (ampliación) de las viviendas sociales va a ser un hecho, vamos a seguir siendo cómplices de esas muertes. Desde el diseño, podemos hacer que ese crecimiento ocurra gracias al diseño y no a pesar del diseño.
¿Ahí es cuando deciden apostarle a construir viviendas “flexibles”, que permitan ese crecimiento? La llamada vivienda incremental.
Lo que dijimos fue: solo podemos permitirnos construir viviendas de 40 metros cuadrados, entonces pensemos esos 40 m² como la mitad de lo que todos quisiéramos tener.
Reformulamos el problema y decidimos hacer casas para 80 m² finales con 40 m² iniciales. Con todo lo que una familia no podría hacer por sí sola: instalaciones de baño, cocina, acueductos, muros medianeros, escaleras, y que las familias pueden ampliar a futuro.
En nuestros proyectos se sustituye la escasez con la incrementalidad. Si no podemos entregarlo todo en el día uno, entonces permitamos que esas viviendas alcancen en el tiempo ese estándar de clase media.
No innovamos, vimos la evidencia. La vivienda incremental o progresiva es algo que Latinoamérica había entendido muy bien a finales de los 60 e inicios de los 70. Sin embargo, por alguna razón desapareció de nuestras políticas públicas.
¿Cómo hacer que la vivienda incremental no sea un problema para el espacio público? Con casas que se van incrementando en tamaño...
Si uno mira ciudades como Manhattan, la relación entre lo público y lo privado es cercano al uno a uno: por cada metro cuadrado privado hay un metro de espacio público (andenes, calles, plazas, parques). En un asentamiento informal, esa relación es de 10 a 1.
Por lo tanto, no entran ambulancias, camiones de bomberos, ni qué decir de las áreas verdes. No hay un estándar suficiente.
Entonces, para incrementar ese valor de la vivienda social, viéndola como una inversión, es necesario que los proyectos estén acompañados por un diseño urbano que, más allá de lo público o lo privado, introduzca el concepto de lo colectivo. Eso tiene consecuencias sobre el desarrollo social de esas comunidades. Una vez usted traza calles o plazas, difícilmente lo va a poder modificar en el futuro.
¿Qué otras alternativas han encontrado para repensar la vivienda social y superar ese “dilema” entre cantidad y calidad?
En el norte de Chile, en la ciudad de Iquique, construimos un proyecto en un terreno donde solo el valor del suelo era tres veces más de lo que una familia puede pagar por una vivienda social. Logramos con US$7.500 por unidad de vivienda pagar el suelo, hacer infraestructura y construir la vivienda.
Lo que se hizo en diseño fue alcanzar densidades altas en baja altura (viviendas de pocos pisos, pero en una gran extensión de terreno), con posibilidad de crecimiento y sin hacinamiento. En el centro de la ciudad de Iquique, por lo que la localización también jugaba a favor.
Con esas condiciones, hicimos que a los dueños de esas viviendas de US$7.500 les ofrezcan hasta US$70.000. Una inversión de US$7.500 se transformó en un patrimonio familiar de US$70.000.
El aumento de valor es algo deseable en la vivienda, para que funcione como herramienta económica y que la familia se beneficie de las oportunidades que concentran las ciudades, en vez de quedar segregadas.
En Colombia, el “tire y afloje” entre el Estado y los privados es constante. ¿Qué podría hacerse para mejorar su articulación en la construcción de vivienda social?
Hay que entender que el recurso más escaso no es el dinero, es la coordinación. En la relación entre lo público y lo privado hay que apuntarle a lo que la London School of Economics llama “urbanismo poroso”, que permita a los privados (no solo empresas, sino también familias) entrar en un sistema abierto.
El Estado no puede encargarse de todo, pero tiene la responsabilidad de crear unas condiciones básicas; el mercado, por muy bien intencionado que sea, por más dinámico y ágil que sea, no es capaz de garantizar el bien común, y las familias deben hacer parte de la solución y no del problema.
Y en todo esto, el rol del diseño es fundamental: canalizar capacidades, coordinar esas fuerzas en juego, dado que las acciones individuales no pueden garantizar el bien común.
Si algún poder tiene la arquitectura es el de síntesis: hacer coexistir fuerzas que definen nuestro hábitat, como las económicas, las políticas, las sociales, las medioambientales o las estéticas, que muchas veces empujan en direcciones opuestas, y ordenarlas en clave de proyecto, de propuesta, que mejore la calidad de vida.
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