Las otras voces: testimonios de víctimas de accidentes de tránsito
El domingo se conmemora el Día Mundial de las Víctimas de Accidentes de Tráfico, instituida por la ONU, que sirve para recordar a los fallecidos y lesionados en siniestros viales, además de despertar conciencia sobre la importancia de asumir la seguridad vial como un problema de todos los actores del camino.
Santiago La Rotta / @troskiller
En 2016, más de 7.000 personas fallecieron en siniestros viales en Colombia y 45.000 resultaron lesionadas. En el primer semestre de este año, poco más de 3.000 colombianos murieron en las vías nacionales, mientras que cerca de 17.000 quedaron lesionados en estos hechos.
Es fácil, acaso común, reducir los siniestros viales a cifras. Y se entiende un poco, tal vez: la mirada global ayuda a planificar política pública, a establecer metas y parámetros de acción. Es la forma para mirar el tema desde arriba, con todas sus aristas, excepto por una: esos dígitos son personas. La dimensión humana de un problema que suele entenderse desde las máquinas o desde la infraestructura es quizá la parte más olvidada de un problema que pone más muertos por año de los que puso la guerra contra las guerrillas en su peor momento. El asunto es de ese tamaño.
Y, quizá, también se entiende el énfasis en las cifras con un tema que damos por sentado, por normal. Es un poco como cuando se habla de hectáreas de coca sembradas o la tasa de homicidios. Hechos, complejos todos, pero asuntos lejanos y normales, a fin de cuentas. Como con tantas otras cosas de la realidad nacional, morir en una carretera no tiene nada de normal, así lo parezca.
En el 90 % de los hechos viales en Colombia interviene la voluntad humana: alguien toma, o no, una decisión. Es normal también que hablemos de accidentes. La cosa es que, por definición, un accidente lleva un componente fuerte de azar y no hay nada de azaroso ni de fortuito en sobrepasar el límite de velocidad, en tomar una carretera con un carro o un bus que va fallando y seguir adelante para ganar algo de tiempo. No son accidentes, son siniestros o hechos viales, cuando mucho. Pero no es la fortuna la que decide ese tiro de dados, son las personas.
Y en esas trampas del lenguaje, que son mucho más que sólo formas de nombrar, el problema de la seguridad vial queda reducido a estadísticas y a riesgos que terminan por ser percibidos como cotidianos, como el precio que hay que pagar por movilizarse. Visto desde una óptica que normaliza estos hechos, las víctimas y sus familiares parecieran daños colaterales, la nota al pie de página en los informes y compendios estadísticos. La cosa, claramente, no es así.
Desde 2005, Naciones Unidas declaró el tercer domingo de noviembre como el Día Mundial en Recuerdo de las Víctimas de Accidentes de Tráfico, como una forma de crear conciencia y educar alrededor de un problema con implicaciones mundiales, pero que también necesita un abordaje desde una perspectiva humana.
El tipo de perspectiva que, tristemente, aportan las historias de cinco alumnos y un profesor del Politécnico Internacional que murieron cuando volvían de una salida de campo universitaria en la vía que va de Ubaté a Zipaquirá, además de los más de 14 lesionados que dejó el hecho.
“Las víctimas tienen derecho a la verdad, a la justicia y la reparación. Ustedes son la fuerza para que se pueda llegar a la verdad y la justicia”, dice varias veces durante una tarde lluviosa Mary Bottaguisio, quien preside la Liga contra la Violencia Vial en Colombia.
Se lo dice en voz calmada y enfática a los padres de cuatro de los estudiantes fallecidos en el hecho del 13 de diciembre de 2015, que se reúnen para escuchar sus palabras y también para contar un cuento que resulta doloroso, por supuesto, pero que también opera como una suerte de conciencia colectiva para seguir con la vida y con los procesos que buscan, ante todo, justicia.
A la reunión también asiste uno de los lesionados del siniestro, quien repite cómo varios estudiantes pidieron que el bus parara porque, en su relato, les resultaba evidente que iba con fallas mecánicas. Los procesos judiciales avanzan y aún no hay fallos ni instancias resolutorias al respecto.
La dimensión humana de un siniestro vial es esa: las familias que hablarán en un tiempo pasado impuesto de sus hijos y nietos y de todas las ramas de la vida que quedaron suspendidas por una mala decisión (sea la que sea).
Además de ese pasado obligado, el presente vive cargado de nostalgia, melancolía y miedo, una de las presencias más notables en la reunión, el temor constante de que vuelva a pasar porque, a fin de cuentas, parece algo normal; de nuevo, el riesgo latente y acaso inherente a la movilización moderna.
Vivir después de un hecho de estos es, de cierta forma, asumir de frente la alta probabilidad de que pase algo que muchos consideran improbable. Lo que hay debajo de eso es una especie de quiebre en la confianza diaria, una zozobra que se siente fuerte en muchas de las palabras de quienes perdieron a alguien en aquel siniestro.
Otra de las sensaciones que más rondan la habitación es la necesidad implacable, inextinguible, inaplazable, de justicia. “Un fiscal nos decía que lo que teníamos que hacer era aceptar el hecho para seguir con nuestras vidas. Pero, ¿cómo se acepta algo sin que haya justicia, sin que se diga de verdad qué pasó y se impartan responsabilidades?”, dice una de las madres de las víctimas.
Claro, hay rabia y angustia en los pronunciamientos de algunos, pero, por debajo de esas emociones acaso más inmediatas y explosivas, lo que late fuerte es un deseo de saber qué pasó y se tomen acciones. Buena parte de la razón por la que estas víctimas cuentan una historia que no termina de doler es para evitar que se multiplique en muchas otras familias.
Por el proceso de este siniestro han pasado cuatro o cinco fiscales y dos años de abogados para los trámites civiles y penales. El engranaje de la justicia suele ser desgastante (además de lento) y en el camino hacia la verdad, con las jugadas de los abogados de la contraparte, la víctima se presenta como culpable. La revictimización es percibida como una forma más de violencia, innecesaria y gratuita.
Los familiares de estos estudiantes y el profesor son la viva y triste prueba de que los alcances de un siniestro vial van mucho más allá de la carretera y abarcan más que los 30 segundos o el minuto en que se desarrollan. Terminan siendo lastres que se multiplican en familias y amigos. La ramificación de una tragedia que sigue viva para todos los demás.
El Día Mundial en Recuerdo de las Víctimas de Accidentes de Tráfico opera como un forma de recordar y conmemorar. Pero también debe ser una oportunidad para pensar, respirar y evitar.
En 2016, más de 7.000 personas fallecieron en siniestros viales en Colombia y 45.000 resultaron lesionadas. En el primer semestre de este año, poco más de 3.000 colombianos murieron en las vías nacionales, mientras que cerca de 17.000 quedaron lesionados en estos hechos.
Es fácil, acaso común, reducir los siniestros viales a cifras. Y se entiende un poco, tal vez: la mirada global ayuda a planificar política pública, a establecer metas y parámetros de acción. Es la forma para mirar el tema desde arriba, con todas sus aristas, excepto por una: esos dígitos son personas. La dimensión humana de un problema que suele entenderse desde las máquinas o desde la infraestructura es quizá la parte más olvidada de un problema que pone más muertos por año de los que puso la guerra contra las guerrillas en su peor momento. El asunto es de ese tamaño.
Y, quizá, también se entiende el énfasis en las cifras con un tema que damos por sentado, por normal. Es un poco como cuando se habla de hectáreas de coca sembradas o la tasa de homicidios. Hechos, complejos todos, pero asuntos lejanos y normales, a fin de cuentas. Como con tantas otras cosas de la realidad nacional, morir en una carretera no tiene nada de normal, así lo parezca.
En el 90 % de los hechos viales en Colombia interviene la voluntad humana: alguien toma, o no, una decisión. Es normal también que hablemos de accidentes. La cosa es que, por definición, un accidente lleva un componente fuerte de azar y no hay nada de azaroso ni de fortuito en sobrepasar el límite de velocidad, en tomar una carretera con un carro o un bus que va fallando y seguir adelante para ganar algo de tiempo. No son accidentes, son siniestros o hechos viales, cuando mucho. Pero no es la fortuna la que decide ese tiro de dados, son las personas.
Y en esas trampas del lenguaje, que son mucho más que sólo formas de nombrar, el problema de la seguridad vial queda reducido a estadísticas y a riesgos que terminan por ser percibidos como cotidianos, como el precio que hay que pagar por movilizarse. Visto desde una óptica que normaliza estos hechos, las víctimas y sus familiares parecieran daños colaterales, la nota al pie de página en los informes y compendios estadísticos. La cosa, claramente, no es así.
Desde 2005, Naciones Unidas declaró el tercer domingo de noviembre como el Día Mundial en Recuerdo de las Víctimas de Accidentes de Tráfico, como una forma de crear conciencia y educar alrededor de un problema con implicaciones mundiales, pero que también necesita un abordaje desde una perspectiva humana.
El tipo de perspectiva que, tristemente, aportan las historias de cinco alumnos y un profesor del Politécnico Internacional que murieron cuando volvían de una salida de campo universitaria en la vía que va de Ubaté a Zipaquirá, además de los más de 14 lesionados que dejó el hecho.
“Las víctimas tienen derecho a la verdad, a la justicia y la reparación. Ustedes son la fuerza para que se pueda llegar a la verdad y la justicia”, dice varias veces durante una tarde lluviosa Mary Bottaguisio, quien preside la Liga contra la Violencia Vial en Colombia.
Se lo dice en voz calmada y enfática a los padres de cuatro de los estudiantes fallecidos en el hecho del 13 de diciembre de 2015, que se reúnen para escuchar sus palabras y también para contar un cuento que resulta doloroso, por supuesto, pero que también opera como una suerte de conciencia colectiva para seguir con la vida y con los procesos que buscan, ante todo, justicia.
A la reunión también asiste uno de los lesionados del siniestro, quien repite cómo varios estudiantes pidieron que el bus parara porque, en su relato, les resultaba evidente que iba con fallas mecánicas. Los procesos judiciales avanzan y aún no hay fallos ni instancias resolutorias al respecto.
La dimensión humana de un siniestro vial es esa: las familias que hablarán en un tiempo pasado impuesto de sus hijos y nietos y de todas las ramas de la vida que quedaron suspendidas por una mala decisión (sea la que sea).
Además de ese pasado obligado, el presente vive cargado de nostalgia, melancolía y miedo, una de las presencias más notables en la reunión, el temor constante de que vuelva a pasar porque, a fin de cuentas, parece algo normal; de nuevo, el riesgo latente y acaso inherente a la movilización moderna.
Vivir después de un hecho de estos es, de cierta forma, asumir de frente la alta probabilidad de que pase algo que muchos consideran improbable. Lo que hay debajo de eso es una especie de quiebre en la confianza diaria, una zozobra que se siente fuerte en muchas de las palabras de quienes perdieron a alguien en aquel siniestro.
Otra de las sensaciones que más rondan la habitación es la necesidad implacable, inextinguible, inaplazable, de justicia. “Un fiscal nos decía que lo que teníamos que hacer era aceptar el hecho para seguir con nuestras vidas. Pero, ¿cómo se acepta algo sin que haya justicia, sin que se diga de verdad qué pasó y se impartan responsabilidades?”, dice una de las madres de las víctimas.
Claro, hay rabia y angustia en los pronunciamientos de algunos, pero, por debajo de esas emociones acaso más inmediatas y explosivas, lo que late fuerte es un deseo de saber qué pasó y se tomen acciones. Buena parte de la razón por la que estas víctimas cuentan una historia que no termina de doler es para evitar que se multiplique en muchas otras familias.
Por el proceso de este siniestro han pasado cuatro o cinco fiscales y dos años de abogados para los trámites civiles y penales. El engranaje de la justicia suele ser desgastante (además de lento) y en el camino hacia la verdad, con las jugadas de los abogados de la contraparte, la víctima se presenta como culpable. La revictimización es percibida como una forma más de violencia, innecesaria y gratuita.
Los familiares de estos estudiantes y el profesor son la viva y triste prueba de que los alcances de un siniestro vial van mucho más allá de la carretera y abarcan más que los 30 segundos o el minuto en que se desarrollan. Terminan siendo lastres que se multiplican en familias y amigos. La ramificación de una tragedia que sigue viva para todos los demás.
El Día Mundial en Recuerdo de las Víctimas de Accidentes de Tráfico opera como un forma de recordar y conmemorar. Pero también debe ser una oportunidad para pensar, respirar y evitar.