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El reciente informe de la FAO y el Programa Mundial de Alimentos (PMA) puso en el centro del debate el problema del hambre. El informe alertaba sobre el posible riesgo del país de enfrentar inseguridad alimentaria aguda en los próximos meses. Según este reporte, 7,2 millones de personas podrían tener dificultad para acceder a los alimentos necesarios para su subsistencia.
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El informe no buscaba sancionar ni exponer gratuitamente al Gobierno, sino alertar sobre una situación de riesgo inminente para impulsar la toma de acciones concretas. El Gobierno colombiano, sintiéndose cuestionado y en el mismo grupo que Haití y Honduras, criticó que el informe no fuera compartido previamente con ellos ni incluyera información de otros países con un riesgo alimentario similar o mayor. El Gobierno ha desplegado reacciones similares cuando ha sido cuestionado por otros organismos internacionales, como la CIDH.
Es cierto que el informe hubiera podido ser más preciso y mencionar algunas de las acciones que ya se vienen haciendo en materia de hambre (como las transferencias del Ingreso Solidario), distinguir entre aquellos países que atraviesan una situación de inseguridad aguda de los que tienen una situación crónica e incluir a otros países de la región, así no hayan aportado información. Sin embargo, más allá de estos cuestionamientos, el informe sí planteaba un tema clave y de urgente discusión: el hambre. Las declaraciones del funcionario de la FAO reconociendo que “la forma en la que fue presentada [la información] no fue la mejor” terminaron de sembrar el manto de duda sobre el documento. Aunque en realidad no existe una rectificación oficial por parte de la FAO.
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Más allá de estas dificultades metodológicas, lo cierto es que la situación de hambre en el país es un hecho que no admite cuestionamientos. Ya en 2015 la Encuesta Nacional de Situación Nutricional (ENSIN) señalaba que el 54,2 % de los hogares tenían dificultades para acceder al alimento. Por otro lado, la encuesta Pulso Social del DANE muestra que el número de colombianos que consumía menos de tres comidas al día subió hasta el 37 % en mayo de 2021; es decir, en plena pandemia. Y aunque en los últimos meses esta cifra ha disminuido, sigue siendo alta (29 % para septiembre del 2021). Otro indicador es preocupante: entre 2019 y 2020 la pobreza y pobreza extrema aumentaron de manera significativa. Atendiendo solo a las cifras de pobreza extrema, en 2020, 7,4 millones de personas subsistieron con ingresos menores a $145.000 mensuales, que no alcanzan para el pago de una canasta básica de alimentos. Otras organizaciones como el Banco Mundial y la Asociación de Bancos de Alimentos han hecho eco de estos datos para mostrar que el problema existe y es serio. Pese a la disparidad de cifras, todas concuerdan en que el fenómeno es real.
Las causas en el aumento de la inseguridad alimentaria radican en varios factores. Algunos son de tipo social, como la reactivación del conflicto armado, que incrementa el desplazamiento forzado y hace que las personas deban abandonar la tierra y los recursos que normalmente tienen para subsistir; o la precaria situación de la población migrante venezolana, que son uno de los grupos en Colombia con mayores dificultades para asegurar el sustento diario.
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Otros, en cambio, son de tipo económico, como la crisis producto de la pandemia que se refleja en la alta inflación y la poca recuperación del empleo, o la creciente dependencia de las importaciones en un país con una capacidad agrícola subutilizada. Y otros más son de tipo climático: piense en el huracán Iota y cómo afectó la seguridad alimentaria en San Andrés. Todos estos factores, puestos en conjunto, suman una peligrosa mezcla que pone a Colombia en una situación de alto riesgo.
Con frecuencia se suele pensar que el hambre es una fatalidad, como un accidente o un castigo divino. Aunque es cierto que el cambio climático y la densidad demográfica pondrán al límite los sistemas alimentarios actuales, todavía vivimos en un planeta y un país que tienen la posibilidad de alimentar a toda su población.
Sin embargo, decisiones políticas y económicas impiden la distribución adecuada de alimentos. El Estado tiene la responsabilidad de atajar las causas que provocan el hambre, en particular aquellas que tienen un claro componente social o económico.
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Por ejemplo, podría trabajar más por invertir en el campo, apostarle al modelo de economía campesina y prevenir el desplazamiento asegurando la paz territorial. En lo económico, podría garantizar la sostenibilidad de las transferencias monetarias a los más pobres, crear empleo de calidad y regularizar el estatus de los inmigrantes para que puedan acceder a fuentes de empleo. Frente a las poblaciones en mayor necesidad, podría crear un programa de recuperación efectivo que evite las muertes por desnutrición.
El hambre es resultado de una decisión política. No hacer nada es permitir que los factores de riesgo de la inseguridad alimentaria limiten las posibilidades de la gente para conseguir qué comer. El Gobierno puede cuestionar la metodología de un informe, pero lo que no puede es tapar el sol con un dedo. El hambre en Colombia existe, afecta a millones de personas y es evitable. Más allá del informe de la FAO-PMA hay datos que lo comprueban.
*Directora de justicia económica en Dejusticia.