La economía en el primer año de Petro: entre la esperanza y la desazón
En materia económica, el primer año del gobierno Petro estuvo marcado por la inflación y unas cuentas nacionales apretadas, que no dejan margen para maniobrar. La forma que tomen las reformas a la salud, laboral y pensional en su paso por el Congreso definirá el futuro del resto de la era Petro.
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Faltaba un par de días para el 7 de agosto de 2022, día de la posesión del nuevo Gobierno. En medio del ajetreo político, la esperanza de medio país y la desazón de la otra mitad, la noticia pasó desapercibida: la inflación colombiana había llegado a dos dígitos.
Lo que tal vez no sospechaba la administración entrante es que un año después la inflación no habría parado de navegar tercamente por esas olas de dos dígitos. No teníamos antecedentes recientes de tal carestía: veníamos de haber encadenado más de dos décadas con inflaciones de un dígito y había que devolverse al mandato de Samper, a mediados de los años 90, para encontrar un Gobierno que hubiera completado un año seguido con inflación de más del 10 %. Pero ahí estamos, cerrando el primer año de la era Petro con esa antipática compañía.
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A los gobiernos no les gusta caminar de la mano de la inflación. Por un lado, porque es un terreno fértil para sembrar antipatías sociales contra los gobernantes. Además, los tiempos de carestía suelen traer consigo mayores tasas de interés fabricadas por los bancos centrales en su lucha por contenerla: para la muestra, las tasas de interés del Banco de la República han subido más de seis puntos porcentuales desde aquellos ajetreados días de esperanza y desazón.
Las tasas de interés de mercado no han subido solo por cuenta de la inflación y la reacción del emisor. Han contribuido a estas al menos dos fuerzas adicionales.
La primera, una lectura pesimista de los mercados financieros, que se acentuó con el paro nacional de 2021, sobre nuestra capacidad de lograr una coherencia entre las demandas sociales y los recursos para financiarlas. A esta lectura se le sumaron las señales erráticas del propio Gobierno sobre el devenir de la política pública, que han puesto nerviosos a los prestamistas: que si vamos a tener nuevos contratos de exploración de combustibles, que si pondremos controles de capitales, que si decretaremos bajos precios de la energía, que si estatizaremos la salud, que si acabarán los fondos de pensiones y un largo etcétera.
Las altas tasas de interés son un tiro en el pie del propio Gobierno. Para el Presupuesto General de la Nación de 2024, que acaba de ser presentado al Congreso de la República, uno de cada cuatro pesos que pagaremos en impuestos se irá a honrar los intereses de la deuda pública. La frustración del presidente con esa factura, sin embargo, no generó ningún esfuerzo por remediarla. Al contrario, a pesar de contar con recursos extra de dos reformas tributarias recientes y haber reducido los subsidios a la gasolina —medida impopular que este Gobierno, a diferencia del anterior, sí puso en marcha—, la administración nacional acaba de proponer para 2024 el presupuesto público más alto de la historia acompañado de un déficit de $77 billones, 4,5 % del PIB. El presidente se queja por el alto costo de la deuda y al tiempo propone políticas que lo incrementan.
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En este debate, al Ministerio de Hacienda le faltó recordar que su tarea es poner límites al gasto coherentes con unas finanzas públicas sostenibles en el largo plazo. Pero, claro, disentir del presidente es más difícil luego de que despidiera a cuanto ministro levantaba la mano para argumentar acciones de política que cuestionaban el manual de campaña, y anunciara que el que lo desobedezca se va. La disciplina fiscal de largo aliento es difícil de empujar cuando en la habitación van quedando más aduladores y afanes de corto plazo que espacios de debate.
Más allá del efecto sobre la deuda y los futuros intereses que habrá que pagar, el problema de un presupuesto tan gordo es que, si alguna pieza del pronóstico se tuerce, se pondrá en riesgo el cumplimiento de la regla fiscal con todas las consecuencias reputacionales que eso acarrearía.
Con ese panorama, será muy difícil que las tasas de interés que paga el Gobierno, esas que atormentan al presidente, bajen significativamente. El año entrante, con aun menos espacio para achacar culpas a la administración anterior, volveremos a pagar una enorme cuenta de intereses con nuestros impuestos.
El primer año de gobierno también nos deja un nuevo estatuto tributario. Siguiendo recomendaciones de vieja data, se incrementó el recaudo, se empinaron los impuestos sobre los ingresos más altos, se introdujeron los impuestos saludables y se afinaron aquellos sobre las emisiones de carbono. Infortunadamente, con la reforma tributaria los ingresos del Gobierno quedaron más expuestos a los vaivenes de las industrias de combustibles fósiles sobre las que recayeron buena parte de los nuevos ingresos.
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Por estos días, la Corte Constitucional discute, entre otras cosas, si una porción clave de esos ingresos —aquella que permite cobrar impuesto de renta sobre las regalías— se ajusta a la Constitución o no. Un no no sería sorprendente y es una de las muchas piezas que se pueden torcer en las ajustadas cuentas de marras y poner en riesgo el cumplimiento de la regla fiscal.
Colombia, acostumbrada a reformas tributarias frecuentes, encontrará mucho más difícil volver a incrementar el recaudo en el futuro. El IVA quedó satanizado en las protestas de 2021, los impuestos a las empresas deberían ser mucho menores y aumentar el número de personas que contribuyen con impuestos sobre sus ingresos va a ser políticamente muy complejo ahora que los impuestos sobre los ingresos más altos han llegado a su tope. Aquí hubo una oportunidad perdida en la reforma tributaria por el infantil esfuerzo de no parecerse a la reforma de Carrasquilla.
Hay un frente del Gobierno trabajando con rigor y lejos de los focos en una política de industrialización. Por rigurosa y bien intencionada que sea la política, se estrellará contra un sabotaje inescapable: tenemos la tasa impositiva a las utilidades de los negocios más alta de la OCDE, con lo cual la posibilidad de atraer a gran escala inversiones industriales es muy baja. Dado que el Gobierno apuesta por gastar hasta el último centavo permitido, el espacio de reducir esos impuestos que había anunciado el exministro Ocampo luce fantasioso. Seguiremos entonces en ese deshonroso primer lugar en impuestos corporativos y la industrialización será un ejercicio más teórico que práctico.
A la economía y al objetivo industrializador tampoco la ayudará el sesgo antisector privado que respira el Gobierno. Un ejemplo reciente: las transferencias a los hogares que reciben subsidios solían hacerse a través instrumentos que ha desarrollado la industria financiera que permiten enviar recursos de manera barata a las cuentas o billeteras digitales de los hogares. Ahora se hacen a un mayor costo a través de un banco público a las puertas del cual los hogares hacen largas filas. Mejor pagar más por un peor servicio, pero que sea público, parece ser la premisa.
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Así como la inercia inflacionaria con la que venía la economía ha acompañado al Gobierno en este primer año, lo ha hecho también la inercia del mercado laboral.
El desempleo había venido cayendo tras la debacle durante la pandemia y esa dinámica se ha mantenido. Hacia adelante, a medida que las mayores tasas de interés vayan mordiendo el impulso económico, el desempleo dejará de caer y la inflación irá cediendo —si bien un Niño fuerte puede frenar esa caída.
Pero las cartas más importantes con implicaciones económicas van más allá de la inercia y están por jugarse: la reforma pensional, la de salud y la laboral.
Si fueran aprobadas las dos últimas tal cual el Gobierno las propone, rápidamente el golpe de realidad bajaría a muchos del tren de la esperanza al de la desazón. La pensional requiere ajustes que no son menores, pero el calce entre las intenciones y los efectos está mejor balanceado.
@mahofste
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