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“Conocemos el hambre, estamos acostumbrados al hambre: sentimos hambre dos y tres veces al día. Pero entre ese hambre repetido, cotidiano (…), y el hambre desesperante de quienes no pueden con él, hay un mundo de diferencias y desigualdades”.
Esta frase de Martín Caparrós devela no solo la experiencia vital de quien padece hambre, sino también cómo la dimensión económica es fundamental. El informe de hace algunas semanas de la FAO/PMA, sobre los lugares de mayor riesgo de hambre aguda en el mundo, justamente apunta a la existencia de variables económicas en el país que, sumada a otros factores, ponen a Colombia en riesgo de sufrir inseguridad alimentaria. En esta columna abordamos algunos componentes de esta dimensión económica con el fin de tratar de entender mejor esta dramática y compleja situación.
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Para empezar, es importante mencionar que a la situación actual contribuyen tanto factores estructurales como coyunturales. Los estructurales tienen que ver con las características propias de la cadena agroalimentaria en el país y su alto nivel de centralización en la distribución de alimentos. Aproximadamente el 40 % de los alimentos en Colombia se negocian en la plaza de mercado de Corabastos, en Bogotá. Los alimentos producidos en el campo primero llegan a las centrales de abastos de las principales ciudades y después a plazas minoristas de los municipios pequeños y ciudades intermedias. Ante la casi ausencia de circuitos cortos y medianos de comercialización, paradójicamente, en las zonas rurales hay poca variedad de alimentos.
A esto se le suma la lógica de la construcción de vías terciarias que no busca necesariamente generar conectividad territorial, sino conectar territorios rurales a los canales de exportación y las grandes urbes. Si bien esto último es importante para que productores puedan conectarse a mercados más grandes, también deben existir vías terciarias (de buena calidad) para que se pueda generar comercialización a menor escala. Todos estos factores influyen en el precio de los alimentos a través de mayores costos de transporte y la especulación por parte de las centrales de abastos.
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Ahora bien, a estos factores sistémicos se han unido factores coyunturales ocasionados por la pandemia que han impuesto aún mayores barreras económicas para acceder al alimento. Principalmente, la inflación y la reducción del ingreso ocasionadas por la destrucción de empleo han hecho que sea más difícil para millones de personas en situación de vulnerabilidad y pobreza alimentarse adecuadamente.
Por un lado, el aumento de los precios anuales del 5,62 % que calculó el DANE para 2021 muestra que el país está enfrentando presiones inflacionarias internas y externas. Lo más preocupante de esta cifra es que este aumento fue impulsado principalmente por una significativa subida del 17,2 % de los precios de los alimentos, especialmente de la carne, la leche, la papa, el plátano y el arroz, que son los alimentos que componen la mitad de la dieta de los colombianos. Es decir, el precio de la comida aumentó más que el de otros bienes y servicios durante 2021. Este incremento responde a una combinación del alza de precios internacionales, particularmente en los combustibles, la devaluación del peso colombiano y al aumento del valor de los insumos agrícolas.
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A esto se suma el hecho de que durante la pandemia los ingresos de la mayoría de los colombianos disminuyeron de manera generalizada. En 2020, primer año de pandemia, el desempleo fue del 15,9 %. Aunque para 2021 la cifra se redujo al 13,7 %, la disminución es mínima, pues implica que para diciembre de 2021 todavía 3,35 millones de personas en el país se encontraban desocupadas.
Durante este tiempo, el Gobierno implementó medidas que fueron claves para evitar un riesgo mayor de inseguridad alimentaria. El Ingreso Solidario, equivalente a $160.000 mensuales, llega desde abril de 2020 a más de tres millones de hogares en situación de pobreza o pobreza extrema.
El 90 % de las personas que recibieron estas ayudas las destinaron a comprar alimentos, lo cual muestra la pertinencia del programa. La transferencia también evitó que la pobreza monetaria aumentara en 2,6 puntos porcentuales. Sin embargo, se trata de una prestación insuficiente si se tiene en cuenta que, para 2020, el valor promedio de una canasta básica alimentaria era de $215.000. Algunos centros de estudio, como Fedesarrollo, señalan que para que esta transferencia realmente genere una recuperación económica real debería ser de $290.000 y llegar al 40 % de los hogares.
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Ante este complejo panorama, tanto el Gobierno saliente como el entrante deberán adoptar medidas efectivas para mitigar estos factores de riesgo del hambre.
Esto deberá hacerse de manera inteligente y previniendo que las acciones no resulten peor que la enfermedad. Por ejemplo, medidas de austeridad que apunten a ponerle freno a la inflación empeorarían la situación de los más desfavorecidos, tal como se vio en Portugal o Grecia en las secuelas de la crisis de 2008.
Por el contrario, medidas en el corto plazo -como fortalecer los programas sociales y asegurar la continuidad del ingreso solidario-, y de mediano plazo -como la implementación de la reforma rural integral y la creación de circuitos cortos y medianos de comercialización-, podrían ser acciones efectivas para mejorar la situación alimentaria de quienes hoy pasan por los peores momentos.
* Investigador de justicia fiscal, Dejusticia.
**Directora de justicia económica en Dejusticia.