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A principios de 2021 se dio un intenso debate entre los economistas sobre las posibles consecuencias del Plan de Rescate Estadounidense, el paquete de 1,9 billones de dólares promulgado por un presidente demócrata recién llegado y un Congreso (apenas) demócrata. Hubo quienes advirtieron que el paquete sería peligrosamente inflacionario; otros especialistas estaban bastante tranquilos. Yo era del Equipo Tranquilo. Al final resultó que, claro, era una mala apreciación.
Pero ¿en qué me equivoqué exactamente? Tanto el debate inicial como la forma en la que se desarrollaron las cosas fueron más complicados de lo que, sospecho, la mayoría de la gente cree.
Verán, este no fue un debate de ideologías económicas opuestas. Casi todos los economistas predominantes, desde Larry Summers hasta Dean Baker, son keynesianos con tendencias políticas más o menos de centroizquierda. Y todos teníamos puntos de vista similares, al menos en un sentido cualitativo, sobre el modo en el que funciona la política económica. En el debate todos estuvimos de acuerdo en que el gasto deficitario estimularía la demanda; todos estuvimos de acuerdo en que una economía más fuerte con una tasa de desempleo más baja tendría —con todo lo demás constante— una tasa de inflación más alta.
Más bien, lo que teníamos era una discusión sobre proporciones. El plan de rescate fue enorme en términos de dólares y, como advirtió el Equipo Inflación, si tuviera un “multiplicador” de un tamaño normal (el aumento en el producto interno bruto causado por un dólar de gasto gubernamental adicional) sobrecalentaría la economía; esto es, un aumento temporal del empleo y del producto interno bruto muy por encima de los niveles sostenibles y, por lo tanto, a una alta inflación.
Sin embargo, quienes estábamos en el Equipo Tranquilo argumentamos que la estructura del plan generaría un aumento mucho menor en el PIB de lo que sugería la cifra final. Una gran parte del plan consistía en cheques de estímulo para los contribuyentes, que, según nuestra lógica, en buena medida se ahorrarían en lugar de gastarse; otro elemento importante era la ayuda ofrecida a los gobiernos estatales y locales, que pensábamos que se gastaría durante varios años de manera gradual.
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También argumentamos que, en caso de presentarse un exceso temporal en el PBI y el empleo, no aumentaría drásticamente la inflación, porque la experiencia histórica sugería que la relación entre el empleo y la inflación era bastante plana, es decir, que se necesitaría mucho sobrecalentamiento para producir un aumento grande de la inflación.
Esto es lo extraño: el multiplicador en el plan de rescate, en realidad, parece haber sido relativamente bajo. Muchos consumidores ahorraron esos cheques de estímulo; el gasto de los gobiernos estatales y locales aumentó en menos del uno por ciento del PBI. El empleo todavía está por debajo de su nivel prepandémico y el PIB real, aunque en buena medida se ha recuperado a su tendencia anterior a la pandemia, no se ha disparado por encima de ella.
Y, de cualquier manera, la inflación aumentó. ¿Por qué?
Gran parte del aumento de la inflación, aunque no todo, parece reflejar las disrupciones relacionadas con la pandemia. El miedo a la infección y los cambios en la forma en que vivimos provocaron alteraciones importantes en la combinación de gastos: la gente gastó menos dinero en servicios y más en bienes, lo que provocó escasez de contenedores de transporte, sobrecargó la capacidad portuaria, etc. Estas disrupciones ayudan a explicar la razón por la cual la inflación aumentó en muchos países, no solo en Estados Unidos.
Pero aunque al principio la inflación se limitó en buena medida a una parte relativamente pequeña de la economía, en concordancia con el relato de la disrupción, ahora se ha extendido. Y muchos indicadores, como la cantidad de puestos de trabajos vacantes, parecen mostrar una economía operando a mayor temperatura que lo que sugieren cifras como el PBI o la tasa de desempleo. Alguna combinación de factores —jubilaciones anticipadas, inmigración reducida, falta de servicios de cuidados infantiles— parece haber reducido la capacidad productiva de la economía en comparación con la tendencia que habíamos visto antes.
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Aun así, la experiencia histórica no nos habría hecho esperar tanta inflación por sobrecalentamiento. Así que algo andaba mal con mi modelo de inflación, un modelo compartido por muchos otros economistas, incluidos quienes tenían razón en estar preocupados a principios de 2021. Sé que suena mal decir que el Equipo Inflación acertó por las razones equivocadas, pero es posible que sea así.
Una posibilidad es que la experiencia histórica haya sido engañosa porque hasta hace poco la economía casi siempre operaba a una temperatura más baja —produciendo menos de lo que podía— y la inflación no dependía tanto de exactamente qué tan fría era. Tal vez en una economía caliente la relación entre el PIB y la inflación se vuelve mucho más acentuada.
Además, es posible que las disrupciones asociadas con la adaptación a la pandemia y sus consecuencias sigan desempeñando un papel importante. Y, por supuesto, tanto la invasión rusa de Ucrania como los confinamientos en las principales ciudades de China han contribuido a un nivel completamente nuevo de disrupción.
Actualmente, y de cara al futuro, la economía se está enfriando: la disminución del PBI del primer trimestre probablemente fue una anomalía, pero el crecimiento general parece estar por debajo de su tendencia. Y la mayoría de los economistas del sector privado con los que he hablado creen que la inflación ya alcanzó o alcanzará pronto su punto máximo. Por lo tanto, en unos meses la situación puede ser menos desconcertante.
En cualquier caso, esta experiencia ha sido una lección de humildad. Nadie lo va a creer, pero después de la crisis de 2008, los modelos económicos estándar funcionaron bastante bien y me sentí cómodo aplicándolos en 2021. En retrospectiva, sin embargo, debería haberme dado cuenta de que, ante el nuevo mundo moldeado por la COVID-19, hacer ese tipo de extrapolación no era una apuesta segura.
*Paul Krugman ha sido columnista de opinión desde 2000 y también es profesor distinguido en el Centro de Graduados de la Universidad de la Ciudad de Nueva York. Ganó el Premio Nobel de Ciencias Económicas en 2008 por su trabajo sobre comercio internacional y geografía económica.
**Copyright: Project Syndicate.
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