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Además de ser un imperativo vital, un asunto de supervivencia, la crisis climática con todos sus temas derivados y conexos también son problemas económicos. Al fin y al cabo es la actividad humana y el desarrollo económico desde la Revolución Industrial lo que hoy nos lleva a esta conversación en medio de la mayor concentración de dióxido de carbono en la atmósfera en dos millones de años.
Sí, la crisis climática es un producto de la actividad humana. No, no se ha hecho suficiente, ni tan rápido como se debe, para intentar evitar la peor de las colisiones. Sí, aún hay mucho por hacer y, por último, sí: buena parte de todo esto tiene que ver con economía.
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“Es vital que comencemos a pensar en el capital natural de la misma forma que lo hacemos con el dinero o la infraestructura. Podemos encontrar caminos que no impacten la economía, sino que encuentren nuevos empleos. Necesitamos una economía que no deprede la naturaleza, sino una que la restaure y en el proceso cree valor agregado”.
Estas palabras son de Nicole Schwab, codirectora de Soluciones Basadas en la Naturaleza del Foro Económico Mundial (FEM), quien estuvo presente en el congreso empresarial de la Andi (que finaliza esta semana). Schwab habla de una serie de transiciones en la economía, que abarcan desde mejores usos y prácticas agrícolas, hasta la construcción de infraestructura. De acuerdo con los cálculos del FEM, implementar estos cambios puede añadir casi 400 millones de nuevos puestos de trabajo a escala global para 2030, así como crear más de US$10 billones en nuevos ingresos para esa misma fecha.
Buena parte de la charla de Schwab estuvo centrada en las oportunidades y necesidades de implementar nuevos procesos en usos de la tierra y el agua, así como en el uso y la extracción de energía. Pero, a la par, también se ocupó de recalcar el mensaje que no hacerlo es una proposición carísima: no pensar ni incorporar la crisis climática desde la visión económica es, a la larga, un pésimo negocio. Decir, y escuchar, esto en un foro empresarial no es del todo novedoso, pero resulta ciertamente refrescante, además de ser urgente.
¿Qué tan urgente? Según los propios cálculos del Foro Económico Mundial, el 17 % de la economía latinoamericana se puede clasificar como altamente dependiente de la naturaleza y el 38 % entra en el escalafón de dependencia mediana. Esto a la larga significa que alteraciones drásticas en el capital natural de la región termina por impactar más de la producción económica del continente.
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Hablar de transición energética y adaptación implica impactos económicos, pues en últimas se está hablando de cambios en asuntos como especialización productiva, patrones de consumo y distribución del ingreso. “Esto tiene consecuencias fundamentales en temas como la política monetaria: es posible que si usted quiere reducir emisiones, eso tenga una gama de efectos colaterales sobre los niveles de precios de la economía y eso, a su vez, puede acarrear dificultades en términos de cumplimiento de inflación, por mencionar un ejemplo”, cuenta Diego Guevara, profesor de la Escuela de Economía de la U. Nacional y colaborador de este diario.
En 2017, una encuesta nacional encontró que el 66 % de las empresas en el país dijeron haberse visto afectadas por fenómenos como El Niño o La Niña. Sin embargo, menos del 3 % registraban cobertura de seguros contra inundaciones, por ejemplo.
Según datos del FEM, 2020 marcó un récord, no en temperaturas altas (también), sino al registrar eventos vinculados al cambio climático, como los cinco riesgos más grandes para las economías globales. La conciencia está ahí, al parecer. Las acciones, no tantas, ni tan rápidas como se necesitan, a juzgar por los hallazgos del IPCC revelados esta misma semana.
De acuerdo con la iniciativa de adaptación global de la Universidad de Notre Dame, Colombia está en una posición media-alta de vulnerabilidad al cambio climático y ocupa el puesto 84, entre 182 países analizados.
Los cambios bruscos en las condiciones climáticas son una amenaza directa a los sistemas productivos, si estos no se adaptan. Un estudio de 2014, hecho por el Departamento Nacional de Planeación (DNP), daba cuenta de que, entre 2011 y 2100, “en promedio habría pérdidas anuales del PIB del 0,49 %”. Por sectores, dice el documento del DNP, el mayor perjudicado es el agrícola, con una baja del 7,4 % en “los rendimientos agrícolas para maíz tecnificado, arroz irrigado y papa”.
Las amenazas no solo se ubican en renglones como la producción y el consumo, sino también para la infraestructura: con aumentos en lluvias se ponen en riesgo vías terciarias (una de las grandes deudas sociales y económicas del país) e incluso la conectividad mediante la red de autopistas 4G. La ola invernal de 2010-2011 viene a la mente al hablar de esto.
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En este punto, el Gobierno colombiano se ha comprometido a reducir en 51 % las emisiones de gases de efecto invernadero para 2030. También se apresta a presentar en el Congreso la ley de cambio climático, que debería ser introducida este mes. Y para diciembre se esperan movimientos como un Conpes para las llamadas Contribuciones Determinadas Nacionalmente (NDC, por su sigla en inglés).
Pensar en adaptación al cambio climático, así como en transición energética o descarbonización, implica transformaciones profundas en todos los niveles, incluyendo la economía. Pero no es una cuestión que se reduzca a dinero, sino que va más allá, pues involucra la forma como nos pensamos como sociedades: no puede ser solo de dónde sale la plata, sino cómo queremos vivir.