¿Para qué nos sirve la tecnología?

La preocupación por las implicaciones sociales de la era digital es un tema que, crecientemente, ha abandonado la academia para instalarse en congresos de la industria, empresas y, claro, instituciones educativas.

Santiago La Rotta
05 de octubre de 2018 - 02:00 a. m.
Este miércoles abrió sus puertas South Summit Madrid. / Getty Images.
Este miércoles abrió sus puertas South Summit Madrid. / Getty Images.
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Revolución digital, era de la información, cuarta revolución industrial. No son sinónimos directos en muchos casos, pero sí términos que viven en el mismo barrio, hermanos distantes (y a veces bastardos) de las amplias y hondas transformaciones que la tecnología ha impulsado en prácticamente cualquier esquina de la vida diaria.

Aunque suelen ser ampliamente utilizadas para convocar sensaciones de cambio, avance, progreso e incluso optimismo, progresivamente han comenzado a ser enunciados junto con advertencias, como si se tratara de sustancias dudosas en un medicamento: tecnología, perfecta para todo, pero consulte con su analista de confianza porque puede acabar con su trabajo, alienar a sus hijos, llevar al traste el siguiente ciclo de elecciones de su ciudad…

Más allá de vender miedo, es sano comenzar a repensar nuestra relación con el mundo digital, sus beneficios y sus abismos, sus consecuencias de mediano y largo plazo. En últimas, se trata de pensar la vida más allá de la pantalla.

No es un discurso nuevo, vale la pena aclarar. Lo que sí es novedoso es la cautela con la que algunos actores del ecosistema digital hoy se aproximan a un mundo que produce miles de millones de dólares en ganancias, pero también genera problemas que pueden exceder estos beneficios. Autoridades, presidentes de grandes empresas de telecomunicaciones e incluso algunos emprendedores (en su mayoría devotos del mantra “muévete rápido y rompe cosas”) hoy parecen unirse a esta corriente que pretende revisar y analizar por qué hacemos lo que hacemos en el mundo tecnológico.

Este miércoles abrió sus puertas South Summit Madrid, uno de los mayores eventos de emprendimiento en Europa y en el mundo, en el que también participan empresas emergentes de Latinoamérica. Una parte de los discursos de apertura estuvo dedicada a revisar (brevemente) las contraindicaciones del mundo moderno: bienvenido el emprendimiento, la economía naranja y los cambios tecnológicos, pero cuidado con la gente. La inauguración del evento estuvo a cargo de personas como Nadia Calmiño Santamaría, ministra de Economía de España; Carlos Torres Vila, CEO de BBVA, y José María Álvarez Pallere, CEO de Telefónica. Este último dijo: “Tenemos suerte: vivimos en tiempos de extraordinarios cambios y creación de riqueza. Hay muchas oportunidades. Pero también es el tiempo para el humanismo; el humano tiene que estar en el centro de esta revolución”.

“La tecnología es increíblemente poderosa, pero para qué nos sirve, por qué hacemos lo que hacemos con ella. En el fondo la pregunta que me inquieta en la era digital es cuál es el propósito básico, fundamental, detrás de todo esto. No es una pregunta sencilla y creo que tenemos que encontrar mejores respuestas para ella”, dice Jonathan Zittrain, profesor de derecho y ciencias de la computación en la Universidad de Harvard.

Zittrain fue el encargado de abrir enlightED, una sección especial del South Summit dedicada a explorar el impacto de la tecnología en el mundo educativo; este evento paralelo al Summit es organizado por la Fundación Telefónica y la Universidad IE.

Bajo la óptica del profesor, las grandes plataformas de tecnología han adquirido un cierto rol de educadores en la sociedad moderna, pero operando bajo lógicas de, bueno, empresas tecnológicas, no instituciones educativas.

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En 2017, un investigador decidió preguntarle a Google Home, el parlante inteligente de Google, si los republicanos eran unos fascistas y el dispositivo respondió que, en efecto, son unos nazis. Por un camino similar, Google informaba que un profesor de filosofía israelí había logrado la increíble hazaña de seguir dando clase en la Universidad de Princeton 49 años después de su muerte; claro, el catedrático no había muerto, aunque los mismos resultados de búsqueda que informaban correctamente sobre su carrera docente así lo decían.

Ambos resultados de búsqueda dan algo de risa, pero también sirven para ejemplificar un poco mejor la cuestión: el mundo diseñado a imagen y semejanza de las empresas de tecnología produce errores, cuando menos, y algunos desastres cuando se tiene gente de por medio en esta ecuación.

Más allá de su funcionalidad, ventajas o pertinencia, uno de los grandes regalos de Facebook a los tiempos modernos es la escala de sus fracasos y sus crisis, porque han servido para mostrar la fragilidad de un sistema creado en salas de reuniones en California, Dublín o Mumbai, pero con repercusiones y alcances globales.

Zittrain argumenta que hasta la Revolución Industrial el rango de las llamadas profesiones calificadas incluían la medicina y el derecho, primordialmente: “Estos son trabajos de los cuales se desprenden enormes responsabilidades sociales, pues pueden tener implicaciones para toda la comunidad. Los estándares para acceder a ellas reflejan sus posibles consecuencias. Ahora, ¿el trabajo de un programador, un científico de datos, no podría llegar a tener también implicaciones sociales en la escala de lo que se entendía por profesión calificada?”.

Este tipo de preguntas ha aparecido en investigaciones académicas desde hace varios años. O sea, no se trata de cuestionamientos recientes, pero sus alcances parecen haber abandonado los salones universitarios y los grupos de investigación para comenzar a colarse en eventos como este, dedicados a celebrar los milagros del bit y el electrón.

Así mismo, también han ido entrando en las oficinas de los funcionarios que terminan diseñando las políticas públicas que, hasta cierta parte, gobiernan el quehacer de las empresas de tecnología.

El trabajo de la academia, dice Zittrain, es necesario y urgente hoy en día, pues las mismas plataformas son las que más recursos y flexibilidad tienen para estudiar sus propios alcances y desastres: “Deep Mind, el brazo de inteligencia artificial de Google, tiene 400 investigadores con estudios de posdoctorado; eso es más de lo que tiene Harvard”, asegura el profesor.

“Más que nunca necesitamos integrar ambas visiones e instituciones, trabajar en conjunto entre universidad y empresa para encontrar sentido a lo que está sucediendo con la tecnología, para responder la pregunta de cuál es el propósito de lo que hacemos con ella”.

Por Santiago La Rotta

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