¿Quiénes construyeron el Cruce de la Cordillera Central?
Este lunes se inaugura este megaproyecto de infraestructura, que completa el trazado del cual hace parte el túnel de La Línea. Promete reducir entre media y una hora de recorrido el cruce entre el centro y el suroccidente del país. Viajamos a la zona para ver los últimos días de los trabajos y para hablar con quienes hicieron posible una idea de hace más de 100 años.
El Cruce de la Cordillera Central tiene varios niveles de lectura. Desde la ventana del carro puede pasar desapercibido un viaducto o un túnel más en un camino lleno de curvas que conecta el centro con el suroccidente del país. En otra dimensión es una seguidilla de obras que bien tienen el poder de manipular el tiempo a su manera: reducen la extensión del recorrido, pero también pueden alargar muchas vidas que durante más de 100 años se han ido por los abismos de La Línea o se han apagado contra el asfalto frío en un día lluvioso.
El proyecto es una entidad de concreto, cemento, roca y acero, una labor de ingeniería largamente esperada. Pero desde otro punto de vista es la colección de las historias de los miles de personas que aportaron sudor, lágrimas y sangre para construir decenas de viaductos y túneles. El cruce es la suma de madrugadas y trasnochadas, de almuerzos fríos e interrumpidos; también de las amistades que se forjaron al lado de la roca excavada o los amores que nacieron o murieron entre paladas de barro.
Hablar del megaproyecto también implica recordar su historia. Atravesar la cordillera fue una promesa que se pronunció por primera vez en 1902. El sueño de construir un túnel en esta región se ordenó 20 años después, sin lograr ningún progreso hasta 2005 con la excavación del piloto, que mostró que era posible hacer un túnel en un terreno tan inestable con una de las fallas geológicas más compleja del mundo (palabras de los constructores); eso sin contar con la altura y las condiciones climáticas.
Después de varios procesos fallidos y advertencias ignoradas de los gremios, en 2008 se firmó el contrato para la ejecución del túnel principal y las segundas calzadas. De ahí en adelante la obra sufrió las consecuencias de problemas contractuales y legales que alejaban la materialización del sueño de más de un siglo. Quizá uno de los puntos más álgidos se vivió en 2016, cuando el Invías anunció que frente a los claros incumplimientos y la crítica situación de la obra era necesario abrir una nueva licitación.
Puede leer: Cruce de la Cordillera Central: los impactos económicos más allá de la obra
Después de tantos altibajos, en especial bajos, se vio la luz en septiembre del año pasado, cuando se entregó la obra cumbre de todo el proyecto: el túnel de La Línea, el más largo de su tipo en América Latina, con 8,6 kilómetros. Y el ciclo se cierra, finalmente, este lunes, cuando el país conocerá todas las obras que componen el cruce de la cordillera Central.
Si bien la entrega es un buen momento para recordar tropiezos, evaluar errores y mencionar los aportes e impactos que traerá para la región esta obra, que costó en total $2,9 billones, también es una ventana para asomarse por un momento a las historias de quienes, ya sea removiendo escombros o perforando la montaña, dejaron algo de sí mismos en el concreto. Es imposible verlo de pasada, pero el proyecto es la suma del esfuerzo de miles de personas anónimas que entregaron más de una década de trabajo entre las montañas y la niebla.
Los hijos de la roca
“Yo fui de los primeros en llevar la hoja de vida cuando dijeron que iniciarían las obras, a los 15 días me llamaron e hice la entrevista”, afirma Luis Antonio Reyes Cruz, el trabajador más antiguo del Cruce de la Cordillera Central y quizá quien más ha recorrido el camino en el que hoy hay 30 kilómetros de doble calzada entre Calarcá (Quindío) y Cajamarca (Tolima). Según sus recuerdos, llegó al proyecto en 2004, en el año en el que se firmó el contrato para la realización del túnel piloto, hoy adecuado como túnel de rescate. Desde ese momento hasta hoy se ha desempeñado como ayudante de obra, encargado de la limpieza.
De los más de 15 años de trabajo recuerda las trasnochadas en medio de los “inviernos bravos”, también se ríe al demostrar cómo tenía que irse agachado mientras caminaba con precaución en medio de la oscuridad, pidiendo al cielo que no le cayera una roca en la cabeza.
Los recuerdos de las largas jornadas los adorna con detalles de los que se siente orgulloso, por ejemplo, menciona que en los turnos de seis de la tarde a seis de la mañana él era el encargado de entregar los refrigerios a sus compañeros. Para paliar el frío a las dos de la mañana, los trabajadores se sentaban a tomar aguapanela con café acompañada de una buena porción de pan. Con el tiempo a esa ración se le sumaron otros alimentos, como frutas.
De los malos recuerdos no habla mucho. En cambio se siente orgulloso de su trabajo y de lo que éste significa para su natal Calarcá. Aunque lo llaman presumido, probablemente a sus espaldas, él habla feliz de todo lo que ha hecho, de haber participado en la entrega del Túnel de La Línea y de las elocuentes palabras que cuenta que le dijo al Gobierno ese día. Agrega que “a muchos les cayó la boca” cuando por fin terminaron la obra que él mismo le había anunciado a los incrédulos, a los que estaban cansados de escuchar la misma historia de que algún día iban a terminar el paso subterráneo.
Trae todos esos recuerdos a escena parado en la segunda obra más representativa del proyecto, un viaducto que se presentará este lunes. Mientras habla no puede evitar golpear el micrófono con su mano cuando se refiere a sí mismo y se da dos golpes en el pecho.
Pero si hay una persona que rompió esquemas en este proyecto, esa es Martha Cecilia Méndez. Frente a la iglesia de Cajamarca, el municipio que la vio nacer, cuenta que antes de aprender a manejar una jumbo hidráulica, una máquina de perforación, ni siquiera sabía qué era un túnel. “La verdad, nunca me imaginé que yo de estar alistando arracacha, cogiendo fríjol, iba a resultar en el túnel de La Línea operando una máquina”.
Lea: Martha “Roca Dura” Méndez: abriendo caminos
Llegó al proyecto en 2011, al principio se desempeñó como auxiliar de tráfico, pero tres meses después le informaron que tenía que aprender a manejar la jumbo hidráulica. Su dedicación la hizo sobresalir en un gremio dominado por hombres y participar en muchos otros proyectos, incluso fuera del país, pese a que en el camino se topó con una tonelada de machismo.
Muchos se negaban a trabajar con una mujer, más aún a que una los mandara. De ahí que, con conocimiento de causa, Martha les da un consejo a quienes entran a gremios tradicionalmente manejados por hombres: mantenerse firme y no bajar la cabeza. “He escuchado las historias de otras mujeres a las que les ha tocado duro, las hacen llorar así como un día yo también lloré por la perseguidera de un señor”. Nunca cedió ante este acoso sexual y, como bien dice, su trabajo es lo que habla por ella.
Al machismo y al acoso se le suman los riesgos de trabajar en una construcción, más aún manejando una máquina como la que opera Martha. Aunque ella no ha sufrido ningún accidente, sí conoce casos de compañeros que fallecieron en la obra. Recuerda, por ejemplo, una ocasión en la que a un trabajador que cambiaba brocas le cayó material rocoso en la espalda y no alcanzó a llegar con vida al hospital. Justo el día anterior había perdido un amigo que quedó bajo un derrumbe.
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La construcción del túnel de La Línea también le arrebató un compañero a José Humberto Lozano, ayudante de obra en el proyecto por más de 10 años. No recuerda en qué año fue, pero está seguro de que era domingo. Ese día les pidieron a él y a sus compañeros transportar estructuras metálicas desde el sector Quindío hasta el túnel de La Línea. Cuando llegaron a descargar, el material, que ya estaba elevado, se cayó de la máquina. Los demás alcanzaron a correr, pero uno de sus compañeros, con el que comía en los descansos y tomaba algo en el pueblo, quedó atrapado debajo de una de las estructuras.
Todavía se le llenan de lágrimas los ojos al hablar de aquel domingo. Sin embargo, dice que la construcción en la que ha pasado más de una década, de los 38 años que tiene, lo transformó. Pasó de sembrar fríjol, arracacha, arveja, zanahoria, cilantro y habichuela, a acostumbrarse a las jornadas de 12 horas; a levantarse a las 4:00 a.m., esperar el bus de la empresa que lo recoge pasadas las 5:00 a.m. para llegar a trabajar un poco antes de las 6:00 a.m. Está acostumbrado a trabajar 16 días (algunos de día y otros de noche) y a los cuatro días de descanso. Y también estaba acostumbrado a que cuando había trancones largos tenía que devolverse a pie.
En medio del ruido de la obra queda claro que desde afuera una construcción de esta escala se puede percibir caótica, pero por debajo hay toda una sinergia entre quienes la habitan, que trasciende los límites del proyecto.
Lea: José Humberto Lozano: para ver la vida y la muerte
Carmen Elisa Rodríguez, controladora vial, está aprovechando su trabajo hasta el último minuto. Si bien la finalización de este megaproyecto la llena de satisfacción, también deja ver la nostalgia que le produce despedirse de sus compañeros, del ajetreo diario y de su paleta de señalización. Pronto se dedicará a descansar y a compartir con su familia, después de todos estos años en los que dice que llegó a tener horarios de hasta casi 24 horas de trabajo, por 24 de descanso. En esa época alguien cuidaba de día a sus dos hijos y su hermana los cuidaba en las noches. Pero, por lo general, sus turnos eran de 12 horas, de 6:00 de la mañana a 6:00 de la tarde, los siete días de la semana.
Más allá del orgullo y la estabilidad económica que le deja el proyecto, Carmen cuenta entre risas que la obra le dio una historia de amor y una hermana. En el Cruce de la Cordillera Central conoció a su esposo, Eulisces Quiñones, conductor de volquetas, con quien cumple nueve años de relación este 26 de noviembre. Aunque se trasladaban juntos desde y hasta el proyecto, Carmen asegura que siempre ha sabido separar muy bien las cosas: “Cuando tenía que regañarlo como señalizadora, lo hacía. Y él también cuando tenía que llamarme la atención por alguna razón. No mezclamos nuestra vida personal con la laboral”.
Por otro lado está su amiga Nancy Mireya Solano, también controladora vial. “Donde estaba una, también estaba la otra. La considero mi hermana”, dice. Ya no trabajan juntas porque hace tres semanas se acabó el contrato de Nancy. Esa despedida, de las muchas que ha vivido en este mes, fue la más dura para Carmen. Ahora quedan muy pocos, principalmente quienes tras la inauguración terminarán obras de estabilización. De todas formas es consciente de que este proceso ya llegó a su fin, pero eso no quita la nostalgia.
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José, por su parte, si bien se siente satisfecho de ver la obra culminada, también sabe que llegó la hora de despedirse del trabajo que le brindó estabilidad económica. Quiere seguir trabajando en obras, pero mientras consigue otro empleo retomará las labores del campo. Y aunque le gusta vivir en Cajamarca, está dispuesto a trasladarse a otra zona para poder trabajar. Su motivación y meta es conseguir una casa para su esposa e hijos y poder arreglar la de su mamá que en este momento se inunda cuando llueve mucho.
Martha, que salió del proyecto en enero, reconoce que esta fue una gran oportunidad económica para ella y para muchos otros campesinos y habitantes de Cajamarca y Calarcá, especialmente porque en ese momento no había opciones. Algunos como ella ya tienen trabajo, pero otros se enfrentarán al desempleo.
El impacto local
La profesora María Cruz Mota, docente hace 27 años de la sede Buenos Aires de la institución Boquia, asegura que muchas de las familias que antes se dedicaban a oficios varios, a lo que les saliera, lograron estabilidad económica al trabajar en el Cruce de la Cordillera Central. Pero ahora que se terminó, varios de los papás y mamás de sus alumnos se quedarán otra vez sin trabajo: algunos incluso ya se han trasladado en busca de oportunidades, lo que a su vez implica que los niños abandonen el colegio.
Esta escuela, ubicada en una loma al lado del peaje Quindío, es pequeña, pero está llena de carteles, ábacos, crayolas y colores que la hacen sumamente acogedora. Los 11 estudiantes, que están máximo en quinto grado, aprenden con un modelo flexible: no tienen hora de llegada ni de salida, ya que muchos cultivan y ordeñan y, además, deben caminar hasta dos horas y media de ida y de regreso. Para que la escuela soporte la vibración que producirá el paso de los vehículos de carga pesada, más ahora que será doble calzada, fue necesario hacer un talud. El aumento del tránsito también representa un riesgo para los niños que deben cruzar de un lado a otro. Para mitigarlo, entre otras cosas, han recibido talleres y se destinó un espacio para que caminen.
La preocupación de la profesora María de que sus niños ya no puedan estudiar pone sobre la mesa varios temas. Indiscutiblemente las obras se deben acabar, de hecho, se extendieron más de lo que debían. Sin embargo, queda la duda de cuáles y cuántas opciones de trabajo tienen quienes viven en la zona. La conversación sobre desarrollo y prosperidad, dos palabras que casi van de la mano cada vez que las instituciones hablan del Cruce, para de repente y se hace un silencio.
Aun con la incertidumbre del futuro José dice que lo llena de orgullo saber que algún día su familia pasará por los túneles y viaductos y él podrá decir que participó en esa construcción que les permitirá a quienes trabajan en el campo transportar de una forma más eficiente los productos que tanto trabajo les cuesta cultivar.
Al preguntarle a Mario Fernando Gelves –ingeniero civil que se desempeñó durante 10 años como ingeniero de apoyo en la parte ambiental en la territorial Quindío del Invías– el momento que más recuerda, sin duda responde que el día que llevó a sus padres al monumento que tiene los nombres de los trabajadores que participaron en la realización del túnel de La Línea. “Poder mostrar a mi papá que el nombre de su hijo está ahí es muy emocionante. Todavía me hace aguar los ojos. Él tuvo unos orígenes muy difíciles, el haber podido darnos educación y sacarnos adelante es muy gratificante para mi papá”.
También tiene en mente ese 4 de septiembre de 2020, la primera vez que vio circular vehículos con normalidad por el túnel de La Línea, después de haber estado diez años atrás en su excavación, cuando el horizonte se veía lejos, después de haberlo recorrido a pie, a oscuras, con botas, con el agua tapándolo.
Martha concluye que se va orgullosa. También recuerda a los que perdieron la vida en la construcción, a sus familiares y a aquellos que quedaron con secuelas.
Para los 7.000 trabajadores que participaron en el Cruce de la Cordillera Central, esta obra es mucho más que los 31 viaductos, 25 túneles, tres intercambiadores viales y 30 kilómetros de doble calzada que pasan desapercibidos por la ventana del carro. Es también la historia de todos los años de vida que dedicaron a una construcción que por fin se entrega.
El Cruce de la Cordillera Central tiene varios niveles de lectura. Desde la ventana del carro puede pasar desapercibido un viaducto o un túnel más en un camino lleno de curvas que conecta el centro con el suroccidente del país. En otra dimensión es una seguidilla de obras que bien tienen el poder de manipular el tiempo a su manera: reducen la extensión del recorrido, pero también pueden alargar muchas vidas que durante más de 100 años se han ido por los abismos de La Línea o se han apagado contra el asfalto frío en un día lluvioso.
El proyecto es una entidad de concreto, cemento, roca y acero, una labor de ingeniería largamente esperada. Pero desde otro punto de vista es la colección de las historias de los miles de personas que aportaron sudor, lágrimas y sangre para construir decenas de viaductos y túneles. El cruce es la suma de madrugadas y trasnochadas, de almuerzos fríos e interrumpidos; también de las amistades que se forjaron al lado de la roca excavada o los amores que nacieron o murieron entre paladas de barro.
Hablar del megaproyecto también implica recordar su historia. Atravesar la cordillera fue una promesa que se pronunció por primera vez en 1902. El sueño de construir un túnel en esta región se ordenó 20 años después, sin lograr ningún progreso hasta 2005 con la excavación del piloto, que mostró que era posible hacer un túnel en un terreno tan inestable con una de las fallas geológicas más compleja del mundo (palabras de los constructores); eso sin contar con la altura y las condiciones climáticas.
Después de varios procesos fallidos y advertencias ignoradas de los gremios, en 2008 se firmó el contrato para la ejecución del túnel principal y las segundas calzadas. De ahí en adelante la obra sufrió las consecuencias de problemas contractuales y legales que alejaban la materialización del sueño de más de un siglo. Quizá uno de los puntos más álgidos se vivió en 2016, cuando el Invías anunció que frente a los claros incumplimientos y la crítica situación de la obra era necesario abrir una nueva licitación.
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Después de tantos altibajos, en especial bajos, se vio la luz en septiembre del año pasado, cuando se entregó la obra cumbre de todo el proyecto: el túnel de La Línea, el más largo de su tipo en América Latina, con 8,6 kilómetros. Y el ciclo se cierra, finalmente, este lunes, cuando el país conocerá todas las obras que componen el cruce de la cordillera Central.
Si bien la entrega es un buen momento para recordar tropiezos, evaluar errores y mencionar los aportes e impactos que traerá para la región esta obra, que costó en total $2,9 billones, también es una ventana para asomarse por un momento a las historias de quienes, ya sea removiendo escombros o perforando la montaña, dejaron algo de sí mismos en el concreto. Es imposible verlo de pasada, pero el proyecto es la suma del esfuerzo de miles de personas anónimas que entregaron más de una década de trabajo entre las montañas y la niebla.
Los hijos de la roca
“Yo fui de los primeros en llevar la hoja de vida cuando dijeron que iniciarían las obras, a los 15 días me llamaron e hice la entrevista”, afirma Luis Antonio Reyes Cruz, el trabajador más antiguo del Cruce de la Cordillera Central y quizá quien más ha recorrido el camino en el que hoy hay 30 kilómetros de doble calzada entre Calarcá (Quindío) y Cajamarca (Tolima). Según sus recuerdos, llegó al proyecto en 2004, en el año en el que se firmó el contrato para la realización del túnel piloto, hoy adecuado como túnel de rescate. Desde ese momento hasta hoy se ha desempeñado como ayudante de obra, encargado de la limpieza.
De los más de 15 años de trabajo recuerda las trasnochadas en medio de los “inviernos bravos”, también se ríe al demostrar cómo tenía que irse agachado mientras caminaba con precaución en medio de la oscuridad, pidiendo al cielo que no le cayera una roca en la cabeza.
Los recuerdos de las largas jornadas los adorna con detalles de los que se siente orgulloso, por ejemplo, menciona que en los turnos de seis de la tarde a seis de la mañana él era el encargado de entregar los refrigerios a sus compañeros. Para paliar el frío a las dos de la mañana, los trabajadores se sentaban a tomar aguapanela con café acompañada de una buena porción de pan. Con el tiempo a esa ración se le sumaron otros alimentos, como frutas.
De los malos recuerdos no habla mucho. En cambio se siente orgulloso de su trabajo y de lo que éste significa para su natal Calarcá. Aunque lo llaman presumido, probablemente a sus espaldas, él habla feliz de todo lo que ha hecho, de haber participado en la entrega del Túnel de La Línea y de las elocuentes palabras que cuenta que le dijo al Gobierno ese día. Agrega que “a muchos les cayó la boca” cuando por fin terminaron la obra que él mismo le había anunciado a los incrédulos, a los que estaban cansados de escuchar la misma historia de que algún día iban a terminar el paso subterráneo.
Trae todos esos recuerdos a escena parado en la segunda obra más representativa del proyecto, un viaducto que se presentará este lunes. Mientras habla no puede evitar golpear el micrófono con su mano cuando se refiere a sí mismo y se da dos golpes en el pecho.
Pero si hay una persona que rompió esquemas en este proyecto, esa es Martha Cecilia Méndez. Frente a la iglesia de Cajamarca, el municipio que la vio nacer, cuenta que antes de aprender a manejar una jumbo hidráulica, una máquina de perforación, ni siquiera sabía qué era un túnel. “La verdad, nunca me imaginé que yo de estar alistando arracacha, cogiendo fríjol, iba a resultar en el túnel de La Línea operando una máquina”.
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Llegó al proyecto en 2011, al principio se desempeñó como auxiliar de tráfico, pero tres meses después le informaron que tenía que aprender a manejar la jumbo hidráulica. Su dedicación la hizo sobresalir en un gremio dominado por hombres y participar en muchos otros proyectos, incluso fuera del país, pese a que en el camino se topó con una tonelada de machismo.
Muchos se negaban a trabajar con una mujer, más aún a que una los mandara. De ahí que, con conocimiento de causa, Martha les da un consejo a quienes entran a gremios tradicionalmente manejados por hombres: mantenerse firme y no bajar la cabeza. “He escuchado las historias de otras mujeres a las que les ha tocado duro, las hacen llorar así como un día yo también lloré por la perseguidera de un señor”. Nunca cedió ante este acoso sexual y, como bien dice, su trabajo es lo que habla por ella.
Al machismo y al acoso se le suman los riesgos de trabajar en una construcción, más aún manejando una máquina como la que opera Martha. Aunque ella no ha sufrido ningún accidente, sí conoce casos de compañeros que fallecieron en la obra. Recuerda, por ejemplo, una ocasión en la que a un trabajador que cambiaba brocas le cayó material rocoso en la espalda y no alcanzó a llegar con vida al hospital. Justo el día anterior había perdido un amigo que quedó bajo un derrumbe.
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La construcción del túnel de La Línea también le arrebató un compañero a José Humberto Lozano, ayudante de obra en el proyecto por más de 10 años. No recuerda en qué año fue, pero está seguro de que era domingo. Ese día les pidieron a él y a sus compañeros transportar estructuras metálicas desde el sector Quindío hasta el túnel de La Línea. Cuando llegaron a descargar, el material, que ya estaba elevado, se cayó de la máquina. Los demás alcanzaron a correr, pero uno de sus compañeros, con el que comía en los descansos y tomaba algo en el pueblo, quedó atrapado debajo de una de las estructuras.
Todavía se le llenan de lágrimas los ojos al hablar de aquel domingo. Sin embargo, dice que la construcción en la que ha pasado más de una década, de los 38 años que tiene, lo transformó. Pasó de sembrar fríjol, arracacha, arveja, zanahoria, cilantro y habichuela, a acostumbrarse a las jornadas de 12 horas; a levantarse a las 4:00 a.m., esperar el bus de la empresa que lo recoge pasadas las 5:00 a.m. para llegar a trabajar un poco antes de las 6:00 a.m. Está acostumbrado a trabajar 16 días (algunos de día y otros de noche) y a los cuatro días de descanso. Y también estaba acostumbrado a que cuando había trancones largos tenía que devolverse a pie.
En medio del ruido de la obra queda claro que desde afuera una construcción de esta escala se puede percibir caótica, pero por debajo hay toda una sinergia entre quienes la habitan, que trasciende los límites del proyecto.
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Carmen Elisa Rodríguez, controladora vial, está aprovechando su trabajo hasta el último minuto. Si bien la finalización de este megaproyecto la llena de satisfacción, también deja ver la nostalgia que le produce despedirse de sus compañeros, del ajetreo diario y de su paleta de señalización. Pronto se dedicará a descansar y a compartir con su familia, después de todos estos años en los que dice que llegó a tener horarios de hasta casi 24 horas de trabajo, por 24 de descanso. En esa época alguien cuidaba de día a sus dos hijos y su hermana los cuidaba en las noches. Pero, por lo general, sus turnos eran de 12 horas, de 6:00 de la mañana a 6:00 de la tarde, los siete días de la semana.
Más allá del orgullo y la estabilidad económica que le deja el proyecto, Carmen cuenta entre risas que la obra le dio una historia de amor y una hermana. En el Cruce de la Cordillera Central conoció a su esposo, Eulisces Quiñones, conductor de volquetas, con quien cumple nueve años de relación este 26 de noviembre. Aunque se trasladaban juntos desde y hasta el proyecto, Carmen asegura que siempre ha sabido separar muy bien las cosas: “Cuando tenía que regañarlo como señalizadora, lo hacía. Y él también cuando tenía que llamarme la atención por alguna razón. No mezclamos nuestra vida personal con la laboral”.
Por otro lado está su amiga Nancy Mireya Solano, también controladora vial. “Donde estaba una, también estaba la otra. La considero mi hermana”, dice. Ya no trabajan juntas porque hace tres semanas se acabó el contrato de Nancy. Esa despedida, de las muchas que ha vivido en este mes, fue la más dura para Carmen. Ahora quedan muy pocos, principalmente quienes tras la inauguración terminarán obras de estabilización. De todas formas es consciente de que este proceso ya llegó a su fin, pero eso no quita la nostalgia.
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José, por su parte, si bien se siente satisfecho de ver la obra culminada, también sabe que llegó la hora de despedirse del trabajo que le brindó estabilidad económica. Quiere seguir trabajando en obras, pero mientras consigue otro empleo retomará las labores del campo. Y aunque le gusta vivir en Cajamarca, está dispuesto a trasladarse a otra zona para poder trabajar. Su motivación y meta es conseguir una casa para su esposa e hijos y poder arreglar la de su mamá que en este momento se inunda cuando llueve mucho.
Martha, que salió del proyecto en enero, reconoce que esta fue una gran oportunidad económica para ella y para muchos otros campesinos y habitantes de Cajamarca y Calarcá, especialmente porque en ese momento no había opciones. Algunos como ella ya tienen trabajo, pero otros se enfrentarán al desempleo.
El impacto local
La profesora María Cruz Mota, docente hace 27 años de la sede Buenos Aires de la institución Boquia, asegura que muchas de las familias que antes se dedicaban a oficios varios, a lo que les saliera, lograron estabilidad económica al trabajar en el Cruce de la Cordillera Central. Pero ahora que se terminó, varios de los papás y mamás de sus alumnos se quedarán otra vez sin trabajo: algunos incluso ya se han trasladado en busca de oportunidades, lo que a su vez implica que los niños abandonen el colegio.
Esta escuela, ubicada en una loma al lado del peaje Quindío, es pequeña, pero está llena de carteles, ábacos, crayolas y colores que la hacen sumamente acogedora. Los 11 estudiantes, que están máximo en quinto grado, aprenden con un modelo flexible: no tienen hora de llegada ni de salida, ya que muchos cultivan y ordeñan y, además, deben caminar hasta dos horas y media de ida y de regreso. Para que la escuela soporte la vibración que producirá el paso de los vehículos de carga pesada, más ahora que será doble calzada, fue necesario hacer un talud. El aumento del tránsito también representa un riesgo para los niños que deben cruzar de un lado a otro. Para mitigarlo, entre otras cosas, han recibido talleres y se destinó un espacio para que caminen.
La preocupación de la profesora María de que sus niños ya no puedan estudiar pone sobre la mesa varios temas. Indiscutiblemente las obras se deben acabar, de hecho, se extendieron más de lo que debían. Sin embargo, queda la duda de cuáles y cuántas opciones de trabajo tienen quienes viven en la zona. La conversación sobre desarrollo y prosperidad, dos palabras que casi van de la mano cada vez que las instituciones hablan del Cruce, para de repente y se hace un silencio.
Aun con la incertidumbre del futuro José dice que lo llena de orgullo saber que algún día su familia pasará por los túneles y viaductos y él podrá decir que participó en esa construcción que les permitirá a quienes trabajan en el campo transportar de una forma más eficiente los productos que tanto trabajo les cuesta cultivar.
Al preguntarle a Mario Fernando Gelves –ingeniero civil que se desempeñó durante 10 años como ingeniero de apoyo en la parte ambiental en la territorial Quindío del Invías– el momento que más recuerda, sin duda responde que el día que llevó a sus padres al monumento que tiene los nombres de los trabajadores que participaron en la realización del túnel de La Línea. “Poder mostrar a mi papá que el nombre de su hijo está ahí es muy emocionante. Todavía me hace aguar los ojos. Él tuvo unos orígenes muy difíciles, el haber podido darnos educación y sacarnos adelante es muy gratificante para mi papá”.
También tiene en mente ese 4 de septiembre de 2020, la primera vez que vio circular vehículos con normalidad por el túnel de La Línea, después de haber estado diez años atrás en su excavación, cuando el horizonte se veía lejos, después de haberlo recorrido a pie, a oscuras, con botas, con el agua tapándolo.
Martha concluye que se va orgullosa. También recuerda a los que perdieron la vida en la construcción, a sus familiares y a aquellos que quedaron con secuelas.
Para los 7.000 trabajadores que participaron en el Cruce de la Cordillera Central, esta obra es mucho más que los 31 viaductos, 25 túneles, tres intercambiadores viales y 30 kilómetros de doble calzada que pasan desapercibidos por la ventana del carro. Es también la historia de todos los años de vida que dedicaron a una construcción que por fin se entrega.