Reforma tributaria en medio de la crisis
El Gobierno podría llevar al Congreso una estrategia fiscal con visión integral, pero las primeras declaraciones apuntan a que priorizarán la consecución de ingresos nuevos por encima de ajustar la estructura tributaria con miras a que sea un instrumento efectivo de equidad. Hay formas de lograrlo. Este texto propone varias.
Gonzalo Hernández*
El Gobierno empezó a impulsar una nueva reforma tributaria con anuncios que tantean el escenario político. Sin un documento aún, se habla, por ejemplo, de las siguientes posibilidades: aumentar la base gravable del IVA, eliminar descuentos asociados al impuesto de renta, poner a tributar a pensionados con mesadas superiores a los tres salarios mínimos y hacer que paguen impuesto de renta las personas que devengan más de $3 millones mensuales, pero no se modificaría el impuesto del 1 % a los patrimonios superiores a $5.000 millones.
Estos puntos, en general, se dirigen al objetivo de conseguir rápidamente recursos para financiar el déficit fiscal del Gobierno, que está cerca de $90 billones (9 % del PIB). El Gobierno tiene como meta recaudar entre $15 y $20 billones, cada año, adicionales a los ingresos tributarios actuales, para cerrar ese hueco fiscal y aliviar la tensión sobre la deuda pública, que está alrededor del 60 % del PIB.
Aunque los debates de las próximas semanas harán pasar la propuesta por un colador, las primeras declaraciones del Gobierno sugieren que priorizaría la consecución de ingresos nuevos sobre la posibilidad de ajustar la estructura tributaria y hacer de ella un instrumento efectivo de equidad. Hay razones para poner en duda la conveniencia de ese orden de prioridades, en particular en el escenario actual de crisis.
Impuestos en tiempos de crisis
La crisis económica y social no empieza con la pandemia ni terminará con ella. Fallas estructurales descuidadas por largo tiempo (en salud, educación y desarrollo productivo) hicieron que el impacto del primer año de la pandemia fuera catastrófico.
Según algunos indicadores, que apenas logran mostrar la superficie de la compleja realidad del país, el 2020 terminó con 3,3 millones de desempleados, de los cuales 1,8 millones son mujeres; se estima que la pobreza puede estar afectando hoy a uno de cada dos colombianos y sabemos que tanto la capacidad productiva empresarial como los capitales social y humano del país han sido fuertemente golpeados. El PIB disminuyó -6,8 % (frente al año 2019), casi dos puntos porcentuales más que en la crisis de 1999. La reducción de la inversión llegó a -21 %. No hay duda de que los efectos que vemos hoy serán persistentes y mantendrán al Estado, por varios años, en estado de crisis.
Este panorama, marcado por la profundización de la pobreza y las desigualdades, y por la necesidad de una reactivación económica sólida y con enfoque social, no puede ser dejado al margen a la hora de diseñar los impuestos. Dos de los criterios que definen las estructuras tributarias son los más consistentes con los principales desafíos del contexto actual: progresividad —es decir, establecer una tributación que favorezca la corrección de las desigualdades, con una mayor carga impositiva a las personas de mayor ingreso y riqueza— y eficiencia económica, que consta de incentivos para alcanzar resultados socialmente deseables, en particular la creación de empleo en el marco de la reactivación.
Así, a diferencia de los elementos que ha presentado el Gobierno, se debería considerar un impuesto solidario pagado por las personas naturales que incrementaron su riqueza en 2020 (año del mayor impacto coyuntural de la pandemia) y sintetizar todas las exenciones tributarias para las empresas en una única exención que esté condicionada exclusivamente por la generación de empleo.
El primero, el impuesto solidario (sobre la riqueza), sienta las bases para un nuevo acuerdo social en el que se distribuyen mejor los beneficios de los buenos tiempos y las cargas de los malos, suaviza los efectos asimétricos de la crisis sobre la gente y puede facilitar la reorientación de recursos de ahorro privado hacia el consumo y la inversión pública, algo particularmente deseable en medio de una recesión económica marcada por una fuerte contracción de la demanda agregada.
El segundo elemento se trata de una exención tributaria ligada a la generación de empleo. Las empresas podrían acceder a este beneficio tributario en períodos de uno, tres, cinco y diez años, aprovechando que la diversidad sectorial, tecnológica y de tamaño de las empresas lleva a diferentes dinámicas y horizontes de tiempo en la creación de empleo por parte del sector privado. Algunas de las empresas contratarán trabajadores inmediatamente, pero otras harán grandes inversiones de capital antes de arrancar y demandar trabajo en el mercado laboral.
Esta exención debe venir acompañada de la eliminación de vacíos y enredos tributarios, que terminan siendo aprovechados para la evasión y elusión. Por ejemplo, no hay razón para que la DIAN tenga que supervisar si una empresa hace parte de los sectores de la “economía naranja” o si un activo reportado por una empresa es verdaderamente capital o un bien de uso particular.
Afinar la estructura tributaria para incentivar la creación de empleo es perfectamente consistente con el propósito emprendedor y la búsqueda de ganancias de las empresas y, al mismo tiempo, con la función social que tiene el sector privado. La unificación de exenciones sirve también para tener una estructura tributaria más simple y clara.
Estrategia fiscal integral y secuencial
Definidas las prioridades de progresividad y eficiencia económica, el Gobierno podría llevar al Congreso una estrategia fiscal con visión integral, en lugar de una con visión parcial enfocada en mayor recaudo rápido a través de impuestos que serían pagados principalmente por los asalariados de ingresos bajos y medios (con efectos negativos sobre su bienestar). “Integral” significa que la reforma tributaria debe estar acompañada de cierto grado de reorientación del gasto público, para que este sea eficiente en el propósito de reactivar la economía con desarrollo social (empleos de emergencia, inversiones en salud y educación y construcción de capacidades para el desarrollo productivo).
Y se debería implementar una estrategia secuencial (por fases). Empezaría con una reducción de gastos no prioritarios del Gobierno, el impuesto solidario (al patrimonio) y la reestructuración de las exenciones a las empresas. Eventualmente, se puede incluir en esta primera línea un aumento de la tasa del impuesto de renta para los salarios más altos. En una segunda etapa, solo si es estrictamente necesario para financiar la reactivación y garantizar la sostenibilidad fiscal, se exploraría la ampliación de la base gravable del impuesto de renta (salarios superiores a $3 millones mensuales). Y solo como último recurso estaría la posibilidad de recurrir a los impuestos más regresivos, como el IVA.
Hay margen de tiempo para experimentar con esa secuencialidad. De hecho, el Fondo Monetario Internacional (FMI) advirtió recientemente que el país no se debería apresurar en su intento de cerrar el déficit.
Según el FMI, Colombia debería pensar en un ajuste fiscal gradual en los próximos cinco años. Por cierto, esta recomendación del organismo internacional es viable gracias al contexto de disponibilidad de recursos externos de crédito, con tasas de interés relativamente bajas. Esto es resultado, en buena medida, de las agresivas inyecciones de liquidez en países de ingresos altos para impulsar la reactivación de sus economías. Las intervenciones monetarias y fiscales de esos países han generado la externalidad positiva de permitirles contar a varios países en desarrollo con una mayor oferta de crédito externo. El mismo FMI llevó el cupo de endeudamiento de Colombia a cerca de US$17.000 millones, de los cuales ya autorizó el uso de US$5.300 millones ($19 billones).
También existe margen para esa secuencialidad en el espacio existente para la modernización tributaria (siempre muy anunciada, menos desarrollada, pero aún crucial). Al respecto, el director saliente de la DIAN, José Andrés Romero, puso la importancia del fortalecimiento de la DIAN y la reducción de la evasión por encima, incluso, de la necesidad de nuevas reformas tributarias.
Nueva visión fiscal
La iniciativa del Gobierno enfrenta resistencia popular. Se sumará la oposición en el Congreso de la República (tal vez, hasta por la misma bancada de Gobierno). Le espera un camino difícil de aprobación.
Para aumentar su maniobrabilidad, el Gobierno ha insistido en presentar el instrumento de la devolución del IVA como la forma de atender las críticas sobre la regresividad del impuesto (ya que la carga tributaria recae especialmente sobre las personas de menor ingreso y riqueza). Sin embargo, no ha sido suficientemente persuasivo. Y no es cuestión de retórica: la devolución del IVA tiene un alcance bastante limitado al tratarse de una transferencia monetaria de $75.000 (cada dos meses), dirigida a un subgrupo priorizado de familias (un millón), que hacen parte de los programas de Familias en Acción y Colombia Mayor.
No hay duda de que estas familias aprecian los $37.500 mensuales (en promedio, el 68 % de lo pagado en IVA por los más pobres), pero eso no elimina el efecto regresivo del impuesto sobre la mayoría de la clase asalariada de ingresos bajos y medios. Lo importante es que las reformas sintonicen impuestos y gasto para un efecto neto progresivo. Y no, como pasa con muchas reformas, que la regresividad de los impuestos es efectiva mientras la progresividad del gasto es prometida.
En lugar de repetir la visión de siempre, la viabilidad de una nueva reforma dependerá de enfocar la política fiscal hacia el objetivo principal de atender la crisis de la pobreza y la desigualdad. Esto no es simple política redistributiva: se trata de salvar el capital humano, social y productivo del país para poder transitar en una senda de desarrollo de largo plazo, con el que se beneficia toda la sociedad.
*Ph. D. en Economía, Universidad de Massachusetts-Amherst. Profesor asociado de Economía y director de Investigación de la Pontificia Universidad Javeriana.
El Gobierno empezó a impulsar una nueva reforma tributaria con anuncios que tantean el escenario político. Sin un documento aún, se habla, por ejemplo, de las siguientes posibilidades: aumentar la base gravable del IVA, eliminar descuentos asociados al impuesto de renta, poner a tributar a pensionados con mesadas superiores a los tres salarios mínimos y hacer que paguen impuesto de renta las personas que devengan más de $3 millones mensuales, pero no se modificaría el impuesto del 1 % a los patrimonios superiores a $5.000 millones.
Estos puntos, en general, se dirigen al objetivo de conseguir rápidamente recursos para financiar el déficit fiscal del Gobierno, que está cerca de $90 billones (9 % del PIB). El Gobierno tiene como meta recaudar entre $15 y $20 billones, cada año, adicionales a los ingresos tributarios actuales, para cerrar ese hueco fiscal y aliviar la tensión sobre la deuda pública, que está alrededor del 60 % del PIB.
Aunque los debates de las próximas semanas harán pasar la propuesta por un colador, las primeras declaraciones del Gobierno sugieren que priorizaría la consecución de ingresos nuevos sobre la posibilidad de ajustar la estructura tributaria y hacer de ella un instrumento efectivo de equidad. Hay razones para poner en duda la conveniencia de ese orden de prioridades, en particular en el escenario actual de crisis.
Impuestos en tiempos de crisis
La crisis económica y social no empieza con la pandemia ni terminará con ella. Fallas estructurales descuidadas por largo tiempo (en salud, educación y desarrollo productivo) hicieron que el impacto del primer año de la pandemia fuera catastrófico.
Según algunos indicadores, que apenas logran mostrar la superficie de la compleja realidad del país, el 2020 terminó con 3,3 millones de desempleados, de los cuales 1,8 millones son mujeres; se estima que la pobreza puede estar afectando hoy a uno de cada dos colombianos y sabemos que tanto la capacidad productiva empresarial como los capitales social y humano del país han sido fuertemente golpeados. El PIB disminuyó -6,8 % (frente al año 2019), casi dos puntos porcentuales más que en la crisis de 1999. La reducción de la inversión llegó a -21 %. No hay duda de que los efectos que vemos hoy serán persistentes y mantendrán al Estado, por varios años, en estado de crisis.
Este panorama, marcado por la profundización de la pobreza y las desigualdades, y por la necesidad de una reactivación económica sólida y con enfoque social, no puede ser dejado al margen a la hora de diseñar los impuestos. Dos de los criterios que definen las estructuras tributarias son los más consistentes con los principales desafíos del contexto actual: progresividad —es decir, establecer una tributación que favorezca la corrección de las desigualdades, con una mayor carga impositiva a las personas de mayor ingreso y riqueza— y eficiencia económica, que consta de incentivos para alcanzar resultados socialmente deseables, en particular la creación de empleo en el marco de la reactivación.
Así, a diferencia de los elementos que ha presentado el Gobierno, se debería considerar un impuesto solidario pagado por las personas naturales que incrementaron su riqueza en 2020 (año del mayor impacto coyuntural de la pandemia) y sintetizar todas las exenciones tributarias para las empresas en una única exención que esté condicionada exclusivamente por la generación de empleo.
El primero, el impuesto solidario (sobre la riqueza), sienta las bases para un nuevo acuerdo social en el que se distribuyen mejor los beneficios de los buenos tiempos y las cargas de los malos, suaviza los efectos asimétricos de la crisis sobre la gente y puede facilitar la reorientación de recursos de ahorro privado hacia el consumo y la inversión pública, algo particularmente deseable en medio de una recesión económica marcada por una fuerte contracción de la demanda agregada.
El segundo elemento se trata de una exención tributaria ligada a la generación de empleo. Las empresas podrían acceder a este beneficio tributario en períodos de uno, tres, cinco y diez años, aprovechando que la diversidad sectorial, tecnológica y de tamaño de las empresas lleva a diferentes dinámicas y horizontes de tiempo en la creación de empleo por parte del sector privado. Algunas de las empresas contratarán trabajadores inmediatamente, pero otras harán grandes inversiones de capital antes de arrancar y demandar trabajo en el mercado laboral.
Esta exención debe venir acompañada de la eliminación de vacíos y enredos tributarios, que terminan siendo aprovechados para la evasión y elusión. Por ejemplo, no hay razón para que la DIAN tenga que supervisar si una empresa hace parte de los sectores de la “economía naranja” o si un activo reportado por una empresa es verdaderamente capital o un bien de uso particular.
Afinar la estructura tributaria para incentivar la creación de empleo es perfectamente consistente con el propósito emprendedor y la búsqueda de ganancias de las empresas y, al mismo tiempo, con la función social que tiene el sector privado. La unificación de exenciones sirve también para tener una estructura tributaria más simple y clara.
Estrategia fiscal integral y secuencial
Definidas las prioridades de progresividad y eficiencia económica, el Gobierno podría llevar al Congreso una estrategia fiscal con visión integral, en lugar de una con visión parcial enfocada en mayor recaudo rápido a través de impuestos que serían pagados principalmente por los asalariados de ingresos bajos y medios (con efectos negativos sobre su bienestar). “Integral” significa que la reforma tributaria debe estar acompañada de cierto grado de reorientación del gasto público, para que este sea eficiente en el propósito de reactivar la economía con desarrollo social (empleos de emergencia, inversiones en salud y educación y construcción de capacidades para el desarrollo productivo).
Y se debería implementar una estrategia secuencial (por fases). Empezaría con una reducción de gastos no prioritarios del Gobierno, el impuesto solidario (al patrimonio) y la reestructuración de las exenciones a las empresas. Eventualmente, se puede incluir en esta primera línea un aumento de la tasa del impuesto de renta para los salarios más altos. En una segunda etapa, solo si es estrictamente necesario para financiar la reactivación y garantizar la sostenibilidad fiscal, se exploraría la ampliación de la base gravable del impuesto de renta (salarios superiores a $3 millones mensuales). Y solo como último recurso estaría la posibilidad de recurrir a los impuestos más regresivos, como el IVA.
Hay margen de tiempo para experimentar con esa secuencialidad. De hecho, el Fondo Monetario Internacional (FMI) advirtió recientemente que el país no se debería apresurar en su intento de cerrar el déficit.
Según el FMI, Colombia debería pensar en un ajuste fiscal gradual en los próximos cinco años. Por cierto, esta recomendación del organismo internacional es viable gracias al contexto de disponibilidad de recursos externos de crédito, con tasas de interés relativamente bajas. Esto es resultado, en buena medida, de las agresivas inyecciones de liquidez en países de ingresos altos para impulsar la reactivación de sus economías. Las intervenciones monetarias y fiscales de esos países han generado la externalidad positiva de permitirles contar a varios países en desarrollo con una mayor oferta de crédito externo. El mismo FMI llevó el cupo de endeudamiento de Colombia a cerca de US$17.000 millones, de los cuales ya autorizó el uso de US$5.300 millones ($19 billones).
También existe margen para esa secuencialidad en el espacio existente para la modernización tributaria (siempre muy anunciada, menos desarrollada, pero aún crucial). Al respecto, el director saliente de la DIAN, José Andrés Romero, puso la importancia del fortalecimiento de la DIAN y la reducción de la evasión por encima, incluso, de la necesidad de nuevas reformas tributarias.
Nueva visión fiscal
La iniciativa del Gobierno enfrenta resistencia popular. Se sumará la oposición en el Congreso de la República (tal vez, hasta por la misma bancada de Gobierno). Le espera un camino difícil de aprobación.
Para aumentar su maniobrabilidad, el Gobierno ha insistido en presentar el instrumento de la devolución del IVA como la forma de atender las críticas sobre la regresividad del impuesto (ya que la carga tributaria recae especialmente sobre las personas de menor ingreso y riqueza). Sin embargo, no ha sido suficientemente persuasivo. Y no es cuestión de retórica: la devolución del IVA tiene un alcance bastante limitado al tratarse de una transferencia monetaria de $75.000 (cada dos meses), dirigida a un subgrupo priorizado de familias (un millón), que hacen parte de los programas de Familias en Acción y Colombia Mayor.
No hay duda de que estas familias aprecian los $37.500 mensuales (en promedio, el 68 % de lo pagado en IVA por los más pobres), pero eso no elimina el efecto regresivo del impuesto sobre la mayoría de la clase asalariada de ingresos bajos y medios. Lo importante es que las reformas sintonicen impuestos y gasto para un efecto neto progresivo. Y no, como pasa con muchas reformas, que la regresividad de los impuestos es efectiva mientras la progresividad del gasto es prometida.
En lugar de repetir la visión de siempre, la viabilidad de una nueva reforma dependerá de enfocar la política fiscal hacia el objetivo principal de atender la crisis de la pobreza y la desigualdad. Esto no es simple política redistributiva: se trata de salvar el capital humano, social y productivo del país para poder transitar en una senda de desarrollo de largo plazo, con el que se beneficia toda la sociedad.
*Ph. D. en Economía, Universidad de Massachusetts-Amherst. Profesor asociado de Economía y director de Investigación de la Pontificia Universidad Javeriana.