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Alguna vez leí que el aguacate, por su enorme semilla, debió haberse extinguido hace siglos. Al ser tan grande -y por lo tanto difícil de tragar-, sin los seres humanos, hoy sería una proeza que se esparciera por la faz de la tierra, luego de dejar los estómagos de animales que, tras la digestión, las fueran sembrando por ahí, sin intención. La mayoría de criaturas terrestres capaces de semejante hazaña ya no existen. Suena extraño, pero la acción de nuestra especie, en este caso, podría considerarse en alguna medida como una fortuna para la naturaleza.
El aguacate, en particular el aguacate hass, está más vivo que nunca. El principal productor del mundo es México, pero Colombia quiere hacerle competencia. Aquí, las ventas externas de la fruta llegan a unos US$35 millones al año, y en volumen vienen creciendo a más de 200 % al año. Además, a raíz de los resultados del plan Colombia Siembra del Gobierno -que nació con el objetivo de sembrar un millón de hectáreas nuevas a nivel nacional-, el país en los últimos tres años ha sumado 11.362 hectáreas de aguacate, principalmente de tipo hass. Con seguridad, el área seguirá en aumento.
Uno de los motivos, sin duda, será la posibilidad de exportar a Estados Unidos. Durante su visita oficial en agosto pasado, el vicepresidente del país norteamericano, Mike Pence, anunció que el aguacate hass colombiano podrá entrar a ese territorio. Según el Ministerio de Comercio nacional, allá hay un mercado potencial de US$2.000 millones, que actualmente está dominado en un 90 % por México. Hoy el principal destino de las ventas externas de hass colombiano es Europa, en particular Países Bajos, Reino Unido y España.
En la práctica, este cultivo ha permitido a los campesinos de zonas como Antioquia, Tolima, Eje Cafetero y Valle del Cauca superar reveses propios del sector rural colombiano, como la carencia de mano de obra y la tentación de los cultivos ilícitos. Ese es el caso de campesinos de El Tambo, Cauca, como Horacio Tulande, de 54 años. En 2007, don Horacio se aventuró a sembrar aguacate hass, en una época en la que se empezaron a referir a esa fruta como el nuevo oro verde. “Que era mejor que la coca y que cualquier otro cultivo”, era lo que escuchaba decir Romeiro Velasco, otro aguacatero.
Por fuera es un producto raro: chiquito, arrugadito y oscuro, diferente a las coloridas frutas del trópico. De hecho, se corta del árbol cuando ha perdido todo su brillo. Pero su interior ha sido reconocido por ser muy nutritivo, lleno de grasas saludables. A la Corporación Colombia Internacional (CCI), entidad que hace 10 años empezó a promover y acompañar su siembra, la motivó la demanda externa del fruto. A los campesinos los empezó a atraer porque es un cultivo que sin problema se puede alternar con el café, otro de los productos característicos de la región.
Pero el aguacate tiene la bondad de no requerir mucha mano de obra. Este ha sido el dolor de cabeza de los cafeteros durante los últimos años, no sólo porque representa más de la mitad de los costos de producción, sino porque desde que la cosecha anual del grano se empezó a acercar a los 14 millones de sacos se necesitan más recolectores. En la producción de aguacate, en cambio, por lo menos en el caso de El Tambo, la mayoría de las fincas se sostienen con el trabajo del núcleo de decenas de familias que se dedican a este cultivo, y con uno que otro trabajador más durante las dos cosechas del año.
Otra ventaja con respecto al café es la vida útil de los árboles. Mientras el cafeto se debe renovar máximo cada siete años, la planta de aguacate a esa edad apenas está alcanzando su mejor productividad y puede tener una vida útil de 30 a 40 años. Más de una vez escuché que los productores ven en este cultivo una posibilidad de pensión: ingresos por lo que les resta de vida. Sin embargo, don Horacio, al igual que otros campesinos, no ha dejado el café, pues el grano del Cauca, particularmente el café especial, es otro producto atractivo y muy demandado a nivel internacional.
Cosa distinta pasó con la caña. Don Horacio también se había dedicado a la caña, pero la dejó por los malos precios. Romeiro, por su parte, llegó a trabajar con cultivos de coca. Trabajaba para otros. Hoy trabaja para sí mismo, y, de tres hectáreas de su propiedad -a las que pudo hacerse hace unos siete años-, tiene una y media en aguacate. El resto es rastrojo, pero afirma que si fueran aptas ya tendría todo cubierto de hass. Este producto lo atrajo desde que le ayudaba a un vecino a cosechar y a fumigar, y por el aguacate dejó la ganadería.
Al narrar su travesía para llegar a tener los casi 200 árboles que contabiliza hoy lo invade el histrionismo de un cuentero profesional. Vendió sus 13 vacas para poder financiar el proyecto productivo, lo que generó el llanto inconsolable de su esposa y de su hija. Luego, preguntando y probando, se las arregló para hacer su semillero. “Hice las camas y semanalmente fumigaba, abonaba. En eso me demoré como cinco meses”. Logró unos 300 injertos, de los cuales pegaron 260, una cifra relativamente alta, sobre todo para un novato.
Una noche le robaron 60, y en el verano que siguió se le secaron 20. Pero al resto de árboles los logró sacar adelante y hoy están “cargados, robustos, muy elegantes”, como los describe él. Se siente orgulloso de su cultivo, del que le sale más de un salario mínimo mensual de ingreso. Si hubiera seguido cultivando coca, dice, lo que le hubiera salido sería la policía o un asaltante en el camino. Como muchos de sus compañeros de colegio de su natal Balboa, probablemente “estaría muerto o encanado”.
Estos productores tienen en común haber recibido el acompañamiento de la CCI, una entidad mixta de derecho privado que nació en 1992 con la intención de propulsar la agricultura como lo hizo Chile desde los años setenta, aunque con muchos menos recursos, en plena coyuntura de apertura económica. Hoy está enfocada en apoyar a pequeños productores, impulsando cultivos con potencial exportador, como el cacao o la lima tahití. En aguacate hass, en el Cauca, tienen presencia en El Tambo, Timbío, Cajibío, Piendamó, Popayán, Morales y Sotará.
Don Horacio recibió la asistencia técnica desde el comienzo de su cultivo. Hoy tiene un sistema de riego por goteo que se alimenta de su propio reservorio. Romeiro se asesoró desde que le interesó certificarse para poder exportar bajo los estándares Global Gap. De seis toneladas que cosecha exporta cuatro en la actualidad. Las normas, además de una auditoría periódica, implican la adecuación de las fincas con la construcción de depósitos y duchas, por si hay alguna emergencia en el manejo de químicos. “Utilizan sólo productos permitidos. Se fomenta la cultura de la inocuidad y del cuidado por el medioambiente y de los trabajadores”, dice Adriana Sénior, presidenta de la CCI.
Los predios están señalizados de pe a pa y el protocolo de pisar cal antes de entrar a los cultivos se cumple con rigor sacramental. Todos, además, tienen carpetas gordas, en las que registran cada movimiento: cuándo fertilizaron o fumigaron, a quién contrataron o quién los visitó. Mauro Alegría, coordinador de la entidad en el Cauca, explica: “Mucho del trabajo de llenar los escritos lo ayudan a hacer los hijos que están en el colegio”. Horacio, por ejemplo, alcanzó hasta el 7° grado, pero en el campo, según el censo agropecuario, aún hay 12 % de población que no sabe leer ni escribir.
Estas historias son también de resistencia. Don Horacio se negó a dejar la región a pesar de la presencia paramilitar que llegó a su peor momento hace unos 17 años. Se demora un rato en contar cuando lo retuvieron y casi lo matan porque, como a muchos, lo acusaban falsamente de ser guerrillero. Otro tipo de resistencia es la de las nuevas generaciones, como la de Edward Mauricio Martínez, de 21 años, hijo de Mauricio y de Celina. Hace parte del 6 % de jóvenes rurales que, según Rimisp, alcanzan la educación superior en Colombia.
Cursó un tecnológico en producción agropecuaria en Popayán, pero de sólo pensar en la ciudad se estremece como si se le destemplaran los dientes. Dice que no se quiere ir. Definitivamente no forma parte del 12 % de jóvenes campesinos que migran a zonas urbanas. Su deseo es mantener la finca que pudo adquirir su papá, luego de ser jornalero toda la vida, vender su antigua casa y endeudarse hasta el tope. “En el campo, si uno no vive endeudado, no tiene cómo salir adelante”, cuenta Mauricio, el padre.
Por fortuna, lo que producen los cultivos de café y de aguacate alcanza para estar al día con los créditos. Antes de entrar a ver sus plantaciones -de las más ordenadas que uno puede imaginar-, me hace leer las instrucciones. Es requisito de la certificación internacional. No tocar y lavarse las manos antes y después, entre otras. El próximo paso, señala Celina, es transformar la materia prima: están tomando un curso para hacer aceites, salsas, champús, cosméticos, todo de aguacate hass.
La fruta es más versátil de lo que parece. A la pregunta de si la consumen y les agrada, todos me contestan con un sí que chilla de lo obvio. A don Horacio, por ejemplo, le gusta en ensalada, en guacamole y en jugo. Lo prepara con leche, hielo y recomienda endulzarlo con azúcar, panela o miel.
La productividad nacional de aguacate hass está lejos de las 20 toneladas por hectárea que tienen países como República Dominicana. Sin embargo, la atracción de inversiones y de cooperación internacional que cada vez más está generando el cultivo con seguridad ayudará a que la situación mejore. Sénior, pese a que discrepa del concepto que la Misión para la Transformación del Campo dio de la CCI, está de acuerdo con lo que dijo el informe: que es indispensable que el Estado provea vías y riego para que Colombia pueda algún día ser realmente competitiva.