Análisis: la Universidad Nacional y la erosión de la democracia
Dos profesores y sus puntos de vista sobre el papel del Consejo Superior Universitario en la cuestionada elección de rector de la principal universidad del país.
Patricia Trujillo y William Díaz * / Especial para El Espectador
La reciente elección del rector de la Universidad Nacional de Colombia ha producido un rechazo contundente entre la comunidad universitaria, y no es para menos. Por la forma de su composición, el Consejo Superior Universitario (CSU, el máximo órgano de dirección de la Universidad y que tiene como una de sus funciones elegir al rector a partir del resultado de una consulta con la comunidad) ha tenido siempre tres miembros vinculados a los gobiernos de turno.
El gobierno actual pertenece a una corriente muy diferente de los anteriores, y por eso había muchas expectativas de un cambio de rumbo en la administración de la Universidad. Esto se vio en el aumento general en la participación en la consulta previa, cuyo resultado no dejaba dudas sobre este deseo de la comunidad. El hecho de que el CSU haya escogido al candidato que más encarna la continuidad de las políticas de la rectoría actual ha sido percibido como una provocación. La descripción del proceso de votación, cuyo fin era el descarte del candidato ganador de la consulta, junto con los desafiantes comunicados de miembros del CSU, han aumentado el sentimiento de molestia.
La molestia de la comunidad, sin embargo, no se debe sólo a esta elección; es la culminación de una inconformidad acumulada por décadas. En la elección anterior, para no ir más lejos, la candidata que escogió el CSU obtuvo una votación inferior al voto en blanco. Todo el esfuerzo invertido en debates públicos y en encuentros con la comunidad simplemente se esfuma al final, cuando el CSU decide elegir al rector por un curioso método de “eliminación”, en una especie de juego de mesa numérico cuyas fichas son los candidatos, pero cuyos únicos jugadores son los consejeros.
La instauración de estos procedimientos a espaldas de la comunidad son un síntoma de algo más serio: la progresiva destrucción de la democracia en la vida universitaria, la centralización de las decisiones importantes en unos pocos, y la consolidación de una visión gerencial que concibe formas de gobierno de arriba abajo. Así, durante las últimas dos décadas, se han promovido reformas que implican una verticalización gradual de las instancias decisorias de la Universidad, pasando por alto las observaciones de facultades y departamentos. Y con una frecuencia no despreciable, en las normas propuestas se evidencia una grosera ignorancia de la lógica de las disciplinas académicas.
Recientemente, por ejemplo, se impuso una reforma a los posgrados que obliga a la integración de maestrías y doctorados en las facultades, algo que quizás sea sencillo en áreas como la ingeniería, donde los presupuestos disciplinares básicos son más homogéneos que en otras áreas, como las ciencias, las artes o las ciencias humanas y sociales.
Lo que no se dice públicamente, sin embargo, es lo que toda la comunidad reconoce: que la única explicación razonable para implementar una reforma como la de posgrados es financiera. La gerencialización progresiva de la Universidad Nacional (UN) es la única respuesta que las directivas actuales han encontrado. En parte por convencimiento y en parte presionadas por la continua desfinanciación estatal, las directivas se han concentrado en la consecución de recursos financieros y se han adaptado a las demandas del capitalismo académico: se han obsesionado con la posición en los ránquines, han confundido la generación y la preservación crítica del conocimiento con la producción de patentes, los índices de impacto, la acreditación institucional y la venta de servicios académicos y de investigación.
Aunque frecuentemente afirman lo contrario, las acciones de las directivas demuestran que su visión de la UN coincide con la de las élites políticas y económicas del país: la ven como un agente más en un mercado de provisión de servicios educativos, de investigación y de extensión, que tiene que competir con otros agentes por la consecución de recursos financieros. El esquema se reproduce también dentro de la Universidad: facultades, institutos y departamentos compiten entre sí por recursos que cada vez se centralizan más.
Las directivas han adoptado sin complejos las reglas del capitalismo académico con la esperanza de que la UN salga triunfadora en esa lucha de todos contra todos en la que se ha convertido la educación superior. Con este giro parecen haber olvidado que la UN es, como su nombre y el ordenamiento jurídico de nuestro país lo indican, la universidad de la nación, es decir, una parte integral del Estado.
Y esto no es poca cosa: como elemento central de la política estatal, la UN debería ser el eje articulador de la educación superior en el país, acompañada de las universidades regionales, que cumplen un papel similar a escala local. Esta ha sido la vocación histórica de la UN: las investigaciones sobre la violencia en Colombia, la familia, las lenguas aborígenes, la salud pública y la historia económica, entre muchas otras, son un bien común del país. Su valor no se ajusta a la lógica de las patentes y la privatización del conocimiento. Pero estos trabajos han tenido efectos concretos en nuestra sociedad, que pueden verse, por ejemplo, en los principios de la constitución de 1991.
Esto conduce, de nuevo, al problema de la democracia universitaria, a cuyo derrumbe ha intentado oponerse, durante años, la comunidad académica. La elección del nuevo rector parecía ofrecer, al menos, la posibilidad de plantear un nuevo punto de vista con respecto a la participación de estudiantes, profesores, administrativos y egresados en el destino de la Universidad.
Los últimos acontecimientos han puesto en evidencia la necesidad de una constituyente universitaria, no sólo para cambiar la forma de elección de las directivas y los consejos, sino para que la toma de decisiones sea realmente participativa. Cualquiera que haya trabajado en una compañía privada sabe que la visión gerencial y la democracia son incompatibles. Si quiere realmente cumplir con su función, la Universidad de la Nación debe ser un centro de debate, de preservación y transmisión crítica del conocimiento, y eso sólo se consigue con un modelo de organización más democrático y transparente.
Junto al evidente deterioro de la infraestructura, la universidad enfrenta un continuo deterioro de la convivencia. Inmersas en su visión gerencial, las directivas han acudido a las estrategias clásicas de la empresa privada: conformación de mesas técnicas, consultorías, y formulación de políticas desde arriba. A nadie se le ha ocurrido, por ejemplo, que la comunidad puede encarar estos problemas y que, de hecho, ha propuesto soluciones integrales. La lógica del capitalismo académico promueve el individualismo y la competencia; sin embargo, una comunidad académica real, orientada a plantear y darle forma a los fines del Estado y a contribuir a la construcción de la nación, sólo puede conformarse por medio de la solidaridad y el debate abierto e informado.
* Profesores del Departamento de Literatura de la Universidad Nacional de Colombia, Sede Bogotá.
La reciente elección del rector de la Universidad Nacional de Colombia ha producido un rechazo contundente entre la comunidad universitaria, y no es para menos. Por la forma de su composición, el Consejo Superior Universitario (CSU, el máximo órgano de dirección de la Universidad y que tiene como una de sus funciones elegir al rector a partir del resultado de una consulta con la comunidad) ha tenido siempre tres miembros vinculados a los gobiernos de turno.
El gobierno actual pertenece a una corriente muy diferente de los anteriores, y por eso había muchas expectativas de un cambio de rumbo en la administración de la Universidad. Esto se vio en el aumento general en la participación en la consulta previa, cuyo resultado no dejaba dudas sobre este deseo de la comunidad. El hecho de que el CSU haya escogido al candidato que más encarna la continuidad de las políticas de la rectoría actual ha sido percibido como una provocación. La descripción del proceso de votación, cuyo fin era el descarte del candidato ganador de la consulta, junto con los desafiantes comunicados de miembros del CSU, han aumentado el sentimiento de molestia.
La molestia de la comunidad, sin embargo, no se debe sólo a esta elección; es la culminación de una inconformidad acumulada por décadas. En la elección anterior, para no ir más lejos, la candidata que escogió el CSU obtuvo una votación inferior al voto en blanco. Todo el esfuerzo invertido en debates públicos y en encuentros con la comunidad simplemente se esfuma al final, cuando el CSU decide elegir al rector por un curioso método de “eliminación”, en una especie de juego de mesa numérico cuyas fichas son los candidatos, pero cuyos únicos jugadores son los consejeros.
La instauración de estos procedimientos a espaldas de la comunidad son un síntoma de algo más serio: la progresiva destrucción de la democracia en la vida universitaria, la centralización de las decisiones importantes en unos pocos, y la consolidación de una visión gerencial que concibe formas de gobierno de arriba abajo. Así, durante las últimas dos décadas, se han promovido reformas que implican una verticalización gradual de las instancias decisorias de la Universidad, pasando por alto las observaciones de facultades y departamentos. Y con una frecuencia no despreciable, en las normas propuestas se evidencia una grosera ignorancia de la lógica de las disciplinas académicas.
Recientemente, por ejemplo, se impuso una reforma a los posgrados que obliga a la integración de maestrías y doctorados en las facultades, algo que quizás sea sencillo en áreas como la ingeniería, donde los presupuestos disciplinares básicos son más homogéneos que en otras áreas, como las ciencias, las artes o las ciencias humanas y sociales.
Lo que no se dice públicamente, sin embargo, es lo que toda la comunidad reconoce: que la única explicación razonable para implementar una reforma como la de posgrados es financiera. La gerencialización progresiva de la Universidad Nacional (UN) es la única respuesta que las directivas actuales han encontrado. En parte por convencimiento y en parte presionadas por la continua desfinanciación estatal, las directivas se han concentrado en la consecución de recursos financieros y se han adaptado a las demandas del capitalismo académico: se han obsesionado con la posición en los ránquines, han confundido la generación y la preservación crítica del conocimiento con la producción de patentes, los índices de impacto, la acreditación institucional y la venta de servicios académicos y de investigación.
Aunque frecuentemente afirman lo contrario, las acciones de las directivas demuestran que su visión de la UN coincide con la de las élites políticas y económicas del país: la ven como un agente más en un mercado de provisión de servicios educativos, de investigación y de extensión, que tiene que competir con otros agentes por la consecución de recursos financieros. El esquema se reproduce también dentro de la Universidad: facultades, institutos y departamentos compiten entre sí por recursos que cada vez se centralizan más.
Las directivas han adoptado sin complejos las reglas del capitalismo académico con la esperanza de que la UN salga triunfadora en esa lucha de todos contra todos en la que se ha convertido la educación superior. Con este giro parecen haber olvidado que la UN es, como su nombre y el ordenamiento jurídico de nuestro país lo indican, la universidad de la nación, es decir, una parte integral del Estado.
Y esto no es poca cosa: como elemento central de la política estatal, la UN debería ser el eje articulador de la educación superior en el país, acompañada de las universidades regionales, que cumplen un papel similar a escala local. Esta ha sido la vocación histórica de la UN: las investigaciones sobre la violencia en Colombia, la familia, las lenguas aborígenes, la salud pública y la historia económica, entre muchas otras, son un bien común del país. Su valor no se ajusta a la lógica de las patentes y la privatización del conocimiento. Pero estos trabajos han tenido efectos concretos en nuestra sociedad, que pueden verse, por ejemplo, en los principios de la constitución de 1991.
Esto conduce, de nuevo, al problema de la democracia universitaria, a cuyo derrumbe ha intentado oponerse, durante años, la comunidad académica. La elección del nuevo rector parecía ofrecer, al menos, la posibilidad de plantear un nuevo punto de vista con respecto a la participación de estudiantes, profesores, administrativos y egresados en el destino de la Universidad.
Los últimos acontecimientos han puesto en evidencia la necesidad de una constituyente universitaria, no sólo para cambiar la forma de elección de las directivas y los consejos, sino para que la toma de decisiones sea realmente participativa. Cualquiera que haya trabajado en una compañía privada sabe que la visión gerencial y la democracia son incompatibles. Si quiere realmente cumplir con su función, la Universidad de la Nación debe ser un centro de debate, de preservación y transmisión crítica del conocimiento, y eso sólo se consigue con un modelo de organización más democrático y transparente.
Junto al evidente deterioro de la infraestructura, la universidad enfrenta un continuo deterioro de la convivencia. Inmersas en su visión gerencial, las directivas han acudido a las estrategias clásicas de la empresa privada: conformación de mesas técnicas, consultorías, y formulación de políticas desde arriba. A nadie se le ha ocurrido, por ejemplo, que la comunidad puede encarar estos problemas y que, de hecho, ha propuesto soluciones integrales. La lógica del capitalismo académico promueve el individualismo y la competencia; sin embargo, una comunidad académica real, orientada a plantear y darle forma a los fines del Estado y a contribuir a la construcción de la nación, sólo puede conformarse por medio de la solidaridad y el debate abierto e informado.
* Profesores del Departamento de Literatura de la Universidad Nacional de Colombia, Sede Bogotá.