La guerra también se metió a los colegios rurales
Una investigación publicada por la Universidad Javeriana recopiló la evidencia que muestra la difícil situación que han tenido que enfrentar quienes enseñan y aprenden en zonas rurales. Sin embargo, sus autores advierten sobre la necesidad de profundizar en este tema: aún hay vacíos de información.
Paula Casas Mogollón
En los últimos meses la finca de Jaime Torres*, un campesino que completó su bachillerato a través de radio Sutatenza y ha vivido 34 de sus 54 años en Mononguete (zona rural de Caquetá), ha funcionado como el salón de clases de José* y Mateo*, sus sobrinos de cinco y tres años. Por la pandemia, la única forma que tienen para continuar sus estudios es por medio de unas fotocopias que sus padres deben pagar. Aunque el Ministerio de Educación ya habilitó las clases presenciales, no han podido regresar. Pero, a diferencia de algunas ciudades, el motivo que lo ha impedido es el retorno a la zona de grupos al margen de la ley. (Vea este documental que muestra lo que ha sufrido la infancia durante la pandemia)
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En los últimos meses la finca de Jaime Torres*, un campesino que completó su bachillerato a través de radio Sutatenza y ha vivido 34 de sus 54 años en Mononguete (zona rural de Caquetá), ha funcionado como el salón de clases de José* y Mateo*, sus sobrinos de cinco y tres años. Por la pandemia, la única forma que tienen para continuar sus estudios es por medio de unas fotocopias que sus padres deben pagar. Aunque el Ministerio de Educación ya habilitó las clases presenciales, no han podido regresar. Pero, a diferencia de algunas ciudades, el motivo que lo ha impedido es el retorno a la zona de grupos al margen de la ley. (Vea este documental que muestra lo que ha sufrido la infancia durante la pandemia)
Esta parte de la región amazónica ha estado enmarcada por el conflicto armado y ha servido como campo de batalla de varios grupos criminales. De hecho, muy cerca de Mononguete, a tres horas en lancha y dos en carro, está Puerto Torres, zona rural de Belén de los Andaquíes, un municipio que durante los 2000 fue tomado por los paramilitares. El Frente Sur Andaquíes del Bloque Central Bolívar se apoderó de la casa cural y de la escuela para montar su centro de operaciones. La “escuela de la muerte”, como la llamaron, fue adecuada para enseñar a los nuevos integrantes a descuartizar, y en el patio, donde jugaban los niños, estaban enterrados 36 cuerpos. (Lea todas las noticias sobre Educación en Colombia)
Como José y Mateo, son cientos los niños que no continuaron con sus estudios por el conflicto armado. Datos del Consejo Noruego para Refugiados señalan que más de un 20 % de los niños y adolescentes rurales entre 5 y 16 años no están yendo a la escuela. Entre los 17 y 24 años la cifra es mayor: 73,7 %. Pero saber con más precisión cuáles han sido las secuelas de las últimas décadas de conflicto en la educación rural es una pregunta que no es fácil de responder, pero que recientemente investigadores de la Universidad Javeriana intentaron resolver.
Para contestar esa inquietud, Óscar Cuesta, Fabiola Cabra, Luz Marina Lara, Yolanda Castro y Clara González, autores del trabajo y profesores de la Facultad de Educación de la Universidad Javeriana, evaluaron las publicaciones científicas sobre ese tema, que se han hecho desde 1991 hasta 2020. También hicieron una exhaustiva revisión documental. De los más de 100 textos, libros, bases de datos y tesis que seleccionaron, solo 66 cumplían con la precisión conceptual sobre educación rural que, dice Cuesta, a veces tan solo la identifican como lo “opuesto a lo urbano”.
Tras analizar la muestra elegida, los investigadores dividieron los resultados en dos grupos. Uno agrupaba las afectaciones directas a la institución escolar que, según cuenta Cuesta, “quedaban en medio de las confrontaciones”. Encontraron casos en los que paredes, techos o puertas quedaron con impactos de balas, o donde las instalaciones, como sucedió en Belén de los Andaquíes (Caquetá), fueron empleadas como trincheras. Otro ejemplo que citan es el de Planadas (Tolima), donde en medio de una clase llegaron hombres del Ejército a acampar. El informe “Colegios de la guerra: otras víctimas del conflicto”, publicado por Rutas del Conflicto, señala que entre 1990 y 2020 se registraron 331 casos de tomas o ataques violentos a instituciones educativas.
El otro gran grupo que los autores identificaron está relacionado con los efectos que tuvo el conflicto en el desempeño académico. “Hay estudios que muestran que los lugares en los que hubo más influencia paramilitar a los alumnos les fue mal en las pruebas estandarizadas, pero después del Pacto de Ralito mejoraron”, cuenta Cuesta. En el estudio también observaron otras afectaciones, como el reclutamiento forzado, amenazas, violaciones, efectos psicosociales y daños colaterales, pues en muchas veredas había campos minados cerca de las escuelas. Hallaron casos en los que los niños jugaban con los casquillos de las balas, en vez de piedras.
Entre la extensa revisión que hicieron los investigadores de la U. Javeriana encontraron ejemplos escabrosos, como registros de menores que al ir a sus escuelas murieron por minas antipersonales o explosivos, y otros fueron reclutados. La principal razón del reclutamiento es porque “fueron engañados y presionados para vincularse a un grupo, imposiciones que generalmente venían de sus familias. Esto se da por la falta de oportunidades o por venganza”, cuenta Nine Ballesteros, magíster en educación para la paz e integrante del grupo de investigación Moralia, de la Universidad Distrital, quien no formó parte de este estudio.
Sin embargo, asegura Cuesta, una de las conclusiones a las que llegaron es que, pese al número de hechos registrados, hay en realidad un gran vacío en la falta de sistematización de esta información. A sus ojos es indispensable que se haga un ejercicio riguroso que incluya un inventario del número de escuelas rurales, estudiantes, profesores y directivos que fueron afectados por el conflicto armado. De qué manera los perjudicó es una de las preguntas por resolver. Hace falta, explica, un análisis cuantitativo juicioso que ayude a comprender este fenómeno.
Los inventarios más cercanos que existen con esos datos son el informe “La vida por educar”, que realizó Fecode para la Comisión de la Verdad, un estudio de la Fundación Compartir y un análisis elaborado por la Fundación Empresarios por la Educación, en el que se muestran cifras de los profesores afectados, amenazados, asesinados o desplazados, pero no discriminan si pertenecen a una zona rural o no. Tampoco se conoce, con precisión, la cantidad de niños en zonas rurales que, en medio del conflicto, recibieron un ataque mientras iban a estudiar.
Al ser Colombia uno de los países que registra mayor número de atentados contra el espacio escolar, según explica Isabel Galvis, investigadora y licenciada en ciencias sociales, “el significado de la educación se pierde y los estudiantes empiezan a relacionarla con la violencia y/o hechos victimizantes, la educación y la escuela resultan siendo unas víctimas más del conflicto armado”. Eso sin contar con las amenazas a los profesores. Cuesta asegura, además, que en algunas zonas del país las intimidaciones se basaban en que no podían hablar de ciertos temas o en que solo podían enseñar algunas cosas de la historia política, evidenciando afectaciones directas a la práctica pedagógica.
Ante estas situaciones, profesores de zonas como Planada (Tolima) desarrollaron nuevas estrategias pedagógicas para que, en medio de los constantes enfrentamientos, el proceso educativo de sus estudiantes no se viera interrumpido. “Aprender a leer las montañas para saber cuándo iban a empezar los disparos y así evitar que los niños fueran atacados en el camino hasta las escuelas”, asegura Ballesteros, quien realizó una investigación sobre la educación rural como víctima (in)visible del conflicto. “El ser docente rural se configuró como una labor de alto riesgo, en la que el defender ideales de paz era confundido con ser guerrillero, razón que bastaba para ser asesinados”.
* Los nombres de los personajes fueron cambiados por petición de ellos.