La Torre de Babel
La construcción de una torre que llegue hasta el cielo es un proyecto recurrente. Pero para construir babeles hay que ser ingenuo, llanero o delirante.
Sueño, delirio, mito, sacrilegio o suceso histórico, la Torre de Babel habría sido una soberbia construcción erigida en Mesopotamia después del diluvio con el propósito de asaltar el cielo. Leamos la versión de las Escrituras. (Lea Pensamiento científico, el reto de las próximas Pruebas Pisa)
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Sueño, delirio, mito, sacrilegio o suceso histórico, la Torre de Babel habría sido una soberbia construcción erigida en Mesopotamia después del diluvio con el propósito de asaltar el cielo. Leamos la versión de las Escrituras. (Lea Pensamiento científico, el reto de las próximas Pruebas Pisa)
No tenía entonces la tierra más que un solo lenguaje y unos mismos vocablos. Mas viniendo de Oriente los pueblos de la estirpe de Noé hallaron una vega en tierra de Sinar, donde hicieron su asiento. Y se dijeron unos a otros: Venid, hagamos ladrillos y cozámoslos al fuego. Y se sirvieron de ladrillos en lugar de piedras, y de betún de Judea en lugar de argamasa y dijeron: Edifiquemos una ciudad y en su centro una torre cuya cumbre llegue hasta el cielo, y hagamos célebre nuestro nombre antes de dispersarnos por toda la faz de la tierra. Y descendió el Señor a ver la ciudad y la torre que edificaban los hijos de Adán, y dijo: He aquí que el pueblo es uno solo y todos tienen un mismo lenguaje; han empezado esta fábrica y no desistirán de sus ambiciones hasta llevarlas a cabo. Ya verán que confundiré aquí mismo su lengua de manera que el uno no entienda lo que habla el otro. Y de esta suerte truncó el Señor la construcción de la torre y la ciudad recibió desde entonces el nombre de Babel o confusión, porque allí fue confundido el lenguaje de los hombres y desde allí dispersó el Señor a los hombres y a sus lenguas por todas las regiones. (Génesis, 11).
Varios comentaristas de las Escrituras (entre estos, Umberto Eco, La búsqueda de la lengua perfecta) han advertido una grave contradicción del Espíritu, que en Génesis 10, 5 escribió: “Estos son los hijos de Jafet, según sus prosapias, lenguas, linajes y países”. ¡Es decir que ya había diversidad de lenguas antes de Babel (Génesis, 11), que fue donde se originaron. No podemos pensar en una errata porque la frase repite casi con las mismas palabras en el mismo capítulo a propósito de los hijos de Cam (10, 20) y de los de Sem (10, 31). Uno puede, bordeando la herejía, postular un error del Espíritu, pero no tres. Recordemos, de paso, que la versión hebrea del Antiguo Testamento fue revisada versículo a versículo por 72 sabios durante varios años en Alejandría para establecer el códice definitivo en griego.
Tampoco es lógico suponer que los capítulos 10 y 11 estén trastocados -de manera que los sucesos del 11 hayan sucedido antes de los sucesos del 10- porque la solución de continuidad entre ellos en el orden actual es perfecta.
La opinión de algunos exégetas, que las lenguas mencionadas en Génesis 10 eran meros dialectos tribales de la única lengua conocida entonces, la de Adán, es anacrónicamente moderna y poco consistente, pues si ya había diversidad de dialectos, ¿para qué iba a tomarse Dios la molestia de confundir las lenguas?
Escuchemos ahora la versión de un autor checo experto en megaproyectos.
En un principio el orden no faltó en las disposiciones para construir la Torre de Babel; un orden excesivo, quizá. Se pensó demasiado en guías, intérpretes, alojamientos para obreros y vías de comunicación, como si se dispusiera de siglos. En esos tiempos la opinión general era que no se podía construir con demasiada precipitud; un poco más y hubieran desistido de todo, hasta de echar los cimientos. La gente razonaba de esta manera: lo esencial de la empresa es el pensamiento de construir una torre que llegue al cielo. Lo demás es del todo secundario. Este pensamiento, una vez comprendida su grandeza, es inolvidable: mientras haya hombres en la tierra, habrá también el imperioso deseo de terminar la torre. Por consiguiente, no debe preocuparnos el porvenir. Al contrario: el saber de los hombres adelanta, la arquitectura ha progresado y seguirá progresando; de aquí a 100 años el trabajo para el que precisamos un año se hará tal vez en pocos meses, y más resistente, mejor. Entonces, ¿para qué agotarnos ahora? Eso tendría sentido si cupiera la esperanza de que la torre quedara terminada en el espacio de una generación. Esa esperanza era imposible. Lo verosímil era que la nueva generación con sus conocimientos superiores condenara el trabajo de la generación anterior y demoliera todo lo adelantado, para recomenzar. Tales pensamientos paralizaron las energías, y se pensó menos en construir la torre que en construir una ciudad para los obreros. Cada nacionalidad quería el mejor barrio, y esto dio lugar a disputas que culminaban en peleas sangrientas. Esas peleas no tenían fin; algunos dirigentes opinaban que demoraría muchísimo la construcción de la torre y otros que más valía aguardar que se restableciera la paz. Pero no solo en pelear pasaban el tiempo; en las treguas embellecían la ciudad, lo que provocaba nuevas envidias y nuevas peleas. Así pasó el espacio de la primera generación, pero ninguna de las siguientes fue distinta ; solo aumentó la destreza técnica y con ella el ansia guerrera. Aunque la segunda o tercera generación reconoció la insensatez de una torre que llegara hasta el cielo, ya estaban demasiado comprometidos para abandonar los trabajos y la ciudad. En todas las leyendas y cantos de esa ciudad está el anhelo de un día vaticinado en el que cinco golpes sucesivos de un puño gigantesco aniquilarían la ciudad. Por esta razón está el puño en el escudo de armas (Franz Kafka, El escudo de la ciudad).
Existe una leyenda china según la cual la Gran Muralla, cuya construcción se inició en el reinado del emperador Shih Huang Ti como defensa contra las hordas bárbaras de Asia Central, eran en realidad los cimientos de un proyecto secreto del emperador: la torre de los siete cielos, una suerte de escalera para visitar a su amada, Li Pen, cuya muerte en las aguas del Yang Tse le habría trastornado la mente. (Lea ¿Quiere estudiar en Estados Unidos? La Feria Education USA comenzará en Bogotá)
“Post Scriptum”
La construcción de una torre que llegue hasta el cielo es un proyecto recurrente. Una demencia normal, si se me permite el oxímoron. Aparece en la mitología mexicana (pirámide de Cholula), los karen de Birmania, los mikir tibetanos, los isleños del archipiélago del Almirantazgo, los zambeses, los bambala del Congo, los ashanti y otros pueblos, todos de llanura, porque nadie que viva cerca de los Andes, o del Himalaya, digamos, se anima a construir rascacielos.
Para construir babeles hay que ser ingenuo, llanero o delirante, y vivir en un tiempo donde el cielo sea bajito, no como ahora, cuando la tierra nos queda estrecha y el cielo alto.
Es pertinente recordar que a Jehová no le pareció ingenuo el edificio que levantaban los hombres en la llanura de Sinar. Algo lo impresionó cuando inspeccionó las obras. Quizá fue la profundidad de las excavaciones, o el área de las zapatas, o la dureza de los ladrillos de barro cocido al fuego , o la utilización de betún de Judea en lugar de argamasa. Lo cierto es que saboteó el proyecto confundiendo las lenguas de los albañiles, en vez de permitir que la torre se hundiera por el infinito peso de su infinita arrogancia.
La torre pudo ser también la cifra de una invitación. No una escalera para subir al cielo, sino una invitación para que los dioses bajaran.
“El silencio de los espacios siderales me espanta”, blasfemaba Pascal. “Como Dios en la tierra no tiene amigos, como no tiene amigos anda en el aire”, blasfema un vallenato.
Como nadie ignora, el proyecto fracasó, pero Jehová no salió ileso. Con las muchas lenguas y los muchos pueblos originados por la babélica diáspora nacieron también muchos dioses, y el Dios único perdió grandes rebaños.
Estas reflexiones me las inspira un ensayo de Juan Benet, el ingeniero que hace una espléndida lectura de la Torre de Babel (1653), de Peter Brueghel el Viejo, “el primer cuadro europeo donde el protagonista es un edificio y la anécdota pasa a un segundo plano”. En unas pocas páginas, Benet interroga la pintura, la arquitectura y el mito con una prosa semejante a la de François Jacob y un humor capaz de dibujar una sonrisa en los labios de la irascible divinidad del Antiguo Testamento.
Por alguna misteriosa razón, soberbio como la torre misma, Benet no cita a Kafka. Que no cite a Chesterton, vaya y venga, pero ignorar al gran experto checo es algo que quizá solo pueda explicar el psicoanálisis.
Kafka estaba en lo cierto. Es una idea tan tentadora que no morirá. Las Torres Gemelas, las Petronas, el Burj Khalifa, la Shangái Tower y los viajes espaciales son vertiginosas demostraciones de que el orejón de Praga tenía razón.