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Del pupitre a los cultivos
Paola tiene 15 años y su sueño es estudiar. Mejor dicho, volver a estudiar, porque la pandemia la empujó fuera del sistema educativo.
Habla bajo mientras recoge uchuvas junto con otras mujeres, madres de sus compañeros de colegio. Algunos de ellos también decidieron desertar por razones similares, y aunque a veces trabajan a su lado en los cultivos, en esta ocasión ella es la única menor de edad trabajando en un uchuval en Granada, Cundinamarca.
Por un jornal como el de hoy le pagan $40.000, que reparte entre hacer el mercado de su casa, el cuidado de sus hermanos menores y el celular inteligente de $460.000 que se compró para poder tomar clases. Le tomó dos meses recoger la plata, pero su esfuerzo no dio frutos: “No entendí las guías que mandaban, se me iba la conexión y me cansaba mucho de estar ahí pegada.
Trabajaba por las mañanas y terminaba de hacer tareas como a las 12 de la noche, para pararme a las cinco de la mañana para ayudar a mi mamá”.
Sus hermanos de 13 y cuatro años tampoco tienen celular ni manera de conectarse para estudiar, y el papá no ayuda. Además, la escuela primaria de su vereda solo tiene una profesora. Se necesitaban 40 estudiantes para contratar a otra, pero solo se inscribieron 32. Ninguno en su familia está estudiando este año.
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Sandra, una de las mujeres que trabaja junto a Paola, tiene un esposo enfermo y dos hijos que también se salieron del colegio. “No les gustó, quieren esperar a que pase todo esto para retomar. A veces trabajan conmigo”, dice.
Hace un par de meses Paola habló con sus profesores y les dijo que quería estudiar, pero no así, y que había tomado la decisión de abandonar sus estudios, al menos por ahora, mientras pasa la pandemia. Las dificultades para recibir clases en virtualidad y la necesidad de dinero fueron las causas de su decisión.
Estaba en noveno y era excelente estudiante, pero según dice era muy difícil usar las guías que le mandaban (y que no entendía) y además no podía costear la inversión de internet.
“Tenía que pagar $20.000 semanal de datos. Intenté sacar un plan de datos, pero por ser menor de edad no me hicieron el contrato. Además, por acá la señal es muy mala y siempre me sacaba de clases”.
Al preguntarle si quiere volver al colegio dice que sí. “Me daría pena volver a estudios en unos años a un curso en donde yo sea la mayor, pero me trago la vergüenza y lo hago. Quiero salir adelante y graduarme de enfermería para ser alguien en la vida”.
No sabe cuántos de sus compañeros han desertado, pero Paola se suma a los 102.880 niños, niñas y adolescentes desescolarizados por la pandemia, según el Ministerio de Educación (a fecha de corte de agosto).
Hermanas en Bogotá
Francy, Kleyie y Wendy tienen 11, 14 y 16 años, respectivamente. Las tres son hermanas y viven con su papá en el barrio San Cristóbal Sur de Bogotá. En 2020, cuando anunciaron que las clases serían por internet, se encontraron con un problema muy grave: ni ellas ni su papá tenían un celular inteligente, ni tampoco un computador, para poder asistir a las sesiones virtuales.
En su casa solo tienen un bombillo. Lo trastean de cuarto en cuarto dependiendo de dónde vayan a estar. Estudian y hacen las tareas desde su cama. Su papá se llama Brian y es uno de los miles de desplazados que el conflicto llevó a Bogotá.
Antes de la pandemia trabajaba vendiendo bolsas de basura en un semáforo y, aunque duró varios meses sin trabajar, encontró la forma de comprar un teléfono para los cuatro.
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Se enorgullece al contar que sus hijas siempre han sacado los primeros puestos en el colegio, pero se le quiebra la voz al reconocer que ahora, que están estudiando desde la casa y que lo único que tienen es un celular que deben compartir los cuatro, ya ninguna puede destacar como lo hacían antes.
Aunque no tienen internet en su casa, su vecina sí y les comparte la clave. Deben pegarse a una de las paredes del cuarto de su papá para que la señal entre. Hace más de un año no saben nada de sus amigas y amigos del colegio.
Sus profesores se comunican con ellas por el whatsapp del teléfono que tienen en casa y les envían guías que deben imprimir. Cada impresión les cuesta 300 pesos y, al mes, les envían cerca de 30 hojas a cada una.
“Hicieron una encuesta para ver si queríamos volver a estudiar. Pero para entrar al colegio se necesita tapabocas, careta, guantes… y cambiarlos seguido. ¿Quién va a tener plata para eso?”. Ellas saben que no pueden comprarlos.
Volver a estudiar, así sea maluco
Maycol tiene 15 años y acaba de retomar noveno de bachillerato, que tras haber abandonado los estudios el año pasado, decidió retomarlos. En la pared de su casa cuelgan dos fotos de sus papás: Milena y Gabriel, sonrientes y usando toga y birrete. Es un orgulloso recuerdo de su graduación de bachillerato, en 2017. Ante esas fotos se conecta desde un celular todos los días, de 7 a.m. a 1 p.m., para estudiar.
La decisión de retomar sus estudios no fue fácil. Por un lado, sus papás lo apoyaron, pero querían que continuara con sus estudios, y, por el otro, estaba muy irritable y estresado con el colegio. En agosto, cuando se salió del colegio, “no me aguantaba a nadie, ni a mí. El genio me cambió muchísimo y me decían cualquier cosa y me explotaba, más que todo con mi papá que me decía que hiciera algo, pero no podía más”, dice.
Cuando lo visitamos apenas estaba llegando la luz tras casi 12 horas de ausencia. Para el mediodía ya había perdido la mitad de clases del día porque no tuvo cómo cargar el celular. Esto le pasa seguido.
Si no es la luz, son los datos. Cuando se le acaban, sus papás le hacen una recarga -que le dura 15 días- o llaman a algún amigo en el pueblo o en Bogotá para que les hagan la recarga, pero si nadie podía apoyarlos, pues no había cómo estudiar y punto.
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Para resolver el problema de la conectividad, Maycol y su familia tendrían que ir hasta Soacha, el punto más cercano de la empresa que les presta internet. Como el internet solo está disponible “a veces”, la mayoría de estudiantes tienen dos simcards (una de Tigo y otra de Claro) para poder tener una señal más o menos estable.
Que Maycol sepa, cinco compañeros han desertado, pero cree que puede haber más en otros grados. También trabaja ordeñando o sembrando, echando azadón y recogiendo la cosecha. Mientras no estudió se dedicó a hacer una huerta en donde tiene fríjol, arveja, maíz, arracacha y calabaza.
Sus amigos ahora están en décimo, y él se debate tratando de entender las guías (que ahora son virtuales), todo por el celular. Milena y Gabriel dicen que no quieren que vaya al colegio aún porque la responsabilidad de contagios recae sobre los padres y no sobre el colegio. “Lo que más me está costando es el exceso de trabajo, y no poder ver a los compañeros. Estamos en el campo, pero esto parece la ciudad con tanto encierro”.
A días de río para estudiar
En Istmina (Chocó) algunos estudiantes están a varios días de río de sus colegios. Muchos no pueden recoger las guías que hacen los profesores para ellos, o se desconecta la señal en medio de sus clases virtuales. El profesor Jorge Moreno (que enseña filosofía y religión) desarrolló un modelo en donde los niños pueden estudiar con guías o a través de Whatsapp y no atrasarse en grados.
La respuesta es el modelo agroecológico que se aplica en la clase de religión: plantas medicinales y ornamentales sembradas en cada jardín les despeja la mente de la lejanía con sus compañeros y les ayuda a recuperar la memoria. Dice Moreno que sembrar ha sido la estrategia para mantener a sus estudiantes motivados.
Otros niños a kilómetros de Istmina tienen el mismo predicamento. En Mitú (Vaupés), la luz se va a las 10 de la noche, así que la mayoría de niños y niñas deben estudiar en las tardes, pero en muchos casos, el tiempo no alcanza. Eso es en el casco urbano, en donde enseña la profesora de preescolar Yesenia Ortíz, pero río arriba es a otro precio. “Los niños muchas veces no entienden las guías y para conseguirlas hay comunidades que están en las cabeceras del Apaporis, a 15 días de Mitú. A los padres de esos niños se les ha dificultado venir por las guías y en algunos casos no saben leer y escribir entonces tampoco pueden apoyar a sus hijos”, dice la profesora Ortíz.
A pesar de esto, ninguno de sus estudiantes, todos menores de 8 años, ha desertado. Según ella, el secreto ha sido estar en triple jornada y disponible en su celular 24 horas para que en cada oportunidad en que una madre o padre consiga señal y minutos y la llame, ella pueda expicar y contestar a tiempo. “Siempre estoy pegada al celular. No lo puedo dejar, es como estar en clase las 24 horas”, explica.