Tradición, tabús y religión: así fracasó la educación sexual en Colombia
Presa de las tradiciones y el miedo, Colombia dejó de apostarle a una formación a tono con la ciencia, clave para disminuir las violencias de género y reducir los embarazos adolescentes. ¿Quién pierde?
Sergio Silva Numa / @SergioSilva03
En febrero de 2002 comencé el bachillerato en un colegio masculino de clase media en Bogotá. Había sido fundado por el ala conservadora de una comunidad de asuncionistas que llegó a Colombia en los años 50. “Los de derecha”, solían llamarlos. El rector, un hombre entrado en sus sesentas a quien nunca vi sin su cuello romano, tenía el privilegio de acceder a información que provenía del Vaticano: era el secretario de la Conferencia Episcopal. “Un ultraconservador que aplicaba la doctrina de Roma”, me diría después alguien de su círculo cercano.
Mis padres, criados en pequeñas ciudades de Norte de Santander en la segunda mitad del siglo XX, no recibieron un asomo de educación sexual en sus colegios (también católicos; también de monjas y de curas). El sentido común indicaría que mi formación sería distinta, pero en clase tampoco me hablaron de sexualidad. Cuando lo hicieron fue para decirnos que si nos masturbábamos no disfrutaríamos del sexo. Un consejo que no siguieron algunos compañeros. Al menos a tres de ellos los echaron por masturbarse en el salón y ver pornografía.
Pasé buena parte de mi vida sin cuestionar por qué nunca nos hablaron de sexualidad en las aulas. Las preguntas surgieron tiempo después. ¿Por qué no nos explicaron que era mucho más que un asunto genital? ¿Por qué nunca hablamos de lo que significa para un hombre enamorarse de otro? ¿Qué pensarían las profesoras que debían caminar por los pasillos después de los descansos mientras una jauría intentaba rozar sus nalgas? ¿Qué reflexión tendrían mis compañeros que eran tumbados al piso por los más “fuertes” para que hicieran sobre ellos una simulación de sexo oral?
La respuesta me la dio un exrector, a quien busqué para este reportaje: “Era un colegio que perpetuaba la masculinidad. La sexualidad era una papa caliente que nadie se atrevía a coger. Solo unos profesores intentaron hacer algo desde el departamento de biología. Pero los curas tenían la última palabra”.
Un par de sus anécdotas resumen el problema. Cada vez que llegaban buses con porristas para las olimpiadas deportivas, debían encerrarlas por un par de horas en el gimnasio mientras unos profesores cuidaban que desde afuera nadie viera un asomo de piel. “Era como traer ganado y la preocupación era que ustedes no se alborotaran con el show”.
“¿Alguna vez viste que se graduara alguien homosexual?”, me pregunta. “Claro que no. Para uno de los padres, español y franquista, la masculinidad no era objeto de discusión”. Les gritaba “¡maricones!” a quienes jugaban fútbol sin camisa, y exhortaba a los profesores de teatro que vestían con túnicas a sus estudiantes: “Los vais a volver maricas”.
Hace unos años creamos un grupo en Whatsapp con unos de esos exalumnos. El chat se asemejaba a una competencia pornográfica, donde llovían las imágenes y se celebraban chistes misóginos. A veces parecía que lo único que mantenía viva nuestra amistad era ese ritual cargado de testosterona. El grupo lo silencié al poco tiempo, pero fui incapaz de reprochar la necedad de mis compañeros.
¿Qué habría sucedido si en vez de silencio nuestros profesores nos hubieran hablado sobre género? ¿Alguien sufrirá por no encajar en el molde de macho que querían que fuéramos? ¿Prestarán atención mis excompañeros a los reclamos de millones de mujeres que buscan combatir el machismo? ¿Les costará trabajo, como a mí, hablar de sus emociones con franqueza? ¿También se dejarán llevar por las presiones sociales que invitan a reafirmar lo “masculino”?
***
Como muchos colegios católicos, el mío pertenece a una sociedad popular en Colombia desde hace ochenta años: la Confederación Nacional Católica de Educación (Conaced), que hoy aglutina más de mil escuelas privadas. Eso equivale a casi 14.000 profesores y 400.000 alumnos.
Conaced estaba en el radar de muy pocas personas antes del 10 de agosto de 2016. Ese miércoles sus líderes, junto a los de iglesias cristianas, protestaron en las calles en reacción a unas guías educativas que promovían ambientes escolares libres de discriminación. Días atrás alguien había divulgado imágenes de un cómic belga pornográfico, asegurando que se trataba de las cartillas del Ministerio de Educación. En tiempos de noticias falsas, Conaced movilizó a sus bases en contra de una falsedad: la “ideología de género”.
La hermana Gloria Patricia Corredor, directora de Conaced, sonríe cuando hablamos de ese capítulo. “En la manifestación en Bogotá arrancamos un grupo pequeño”, cuenta. “Pero, de repente, empezó a llegar gente y líderes religiosos. Fue impresionante. Se unieron iglesias evangélicas, cristianas, católicas, pentecostales. No dimensionamos lo que iba a ocurrir”.
La presión de esos sectores condujo a la renuncia de Gina Parody, entonces ministra de Educación. Meses después terminó incidiendo en el hundimiento de la primera versión de los Acuerdos de Paz. A María Lucía Henao, otra de las organizadoras de las marchas y fundadora del Foro Nacional de la Familia, le gusta recordar este período como la “Primavera Católica”.
Para Henao, la sentencia de la Corte Constitucional que ordenó modificar los manuales de convivencia, tras el suicidio de Sergio Urrego, fue el “campanazo” que los motivó a organizarse. Con cuarenta organizaciones crearon un grupo llamado Menacea. “El fin del pueblo colombiano es nuestro señor Jesucristo”, se lee en uno de los boletines que repartieron en capillas e iglesias.
Cuando le pregunto quién está detrás de esa “ideología de género”, Henao, también rectora de un colegio de la Arquidiócesis con 250 estudiantes, no admite contradicción. Según ella, es promovida por la ONU e impulsada por ONG y gobiernos. La Organización Mundial de la Salud, el Fondo de Población de la ONU (Unfpa), el Banco Interamericano, Profamilia y Colombia Diversa son algunas de las entidades que están en su lista del mal. Se trata, advierte, de un “lobby gay” con mucho dinero y que busca penetrar el lugar donde es más fácil adoctrinar a una sociedad: el colegio.
—George Soros, Bill Gates y la Fundación Rockefeller son algunos de sus principales financiadores.
—¿Pero, por qué estos magnates promoverían esa “ideología de género”?
—Esa pregunta me la hago todo el tiempo. ¿Por qué, si eso es desdibujar al ser humano? Es terrible, horrible. ¿Será el deseo de poder y de dinero? Debe haber muchas heridas y mucho desamor —me responde.
En su libro El gen: una historia personal, el profesor de Medicina de la U. de Columbia (EE. UU.), Siddhartha Mukherjee, intenta resolver una pregunta que por mucho tiempo ha inquietado a médicos y psicólogos: ¿cómo se define el género y la orientación sexual de una persona? ¿Depende de la naturaleza o la crianza; de los genes o el ambiente?
Tras revisar la historia del gen que produce la masculinidad, Mukherjee llega a una conclusión: muchos factores entran en juego para que se active ese gen. Es una cascada de efectos que pueden alterarse, produciendo así un amplio espectro de diversidad sexual. Es, escribe, como la receta de un pastel. La harina es este gen, pero necesita más ingredientes para convertirse en una torta o en un trozo de pan.
Esos genes integran unos inputs del yo y del ambiente —hormonas, comportamientos, roles culturales, recuerdos— que, combinados, definen el género. La mejor prueba es la existencia de una identidad transgénero. Aunque solemos pensar en una dicotomía hombre-mujer a la hora de hablar de anatomía y fisiología, lo cierto es que “el género y la identidad de género están lejos de ser binarios”. “Prácticamente todas las culturas han reconocido que el género no se divide en blanco y negro sino en incontables tonalidades de gris”, sentencia.
Estos argumentos científicos, entre muchos otros, han alimentado los sustentos de quienes defienden la educación de la sexualidad con enfoque de género. Una educación que, sostiene un informe de 2018 del Unfpa, retrasa la edad de iniciación sexual, aumenta el uso de anticonceptivos, disminuye la tasa de embarazos y reduce violencias como el abuso y el maltrato físico a mujeres y niñas, problemas de enormes dimensiones en Colombia: el 31,9 % de las mujeres entre 13 y 49 años alguna vez fue víctima de violencia física por parte de su pareja y los casos de abuso en niñas menores de 14 superan los 15.000 cada año.
Elvia Vargas, doctora en Psicología, es una de las personas que más ha estudiado la efectividad de esa educación sexual en Colombia. Lleva más de 25 años sin hablar con un periodista. La última vez que lo hizo fue en la década del 90 con un reportero barranquillero muy popular. Desde que él cambió el sentido de sus palabras, decidió apartar de su vida a los medios de comunicación.
La profesora Vargas me abrió las puertas de su oficina por una razón: está convencida de que el país dejó de lado la educación para la sexualidad basada en evidencia científica. Es un olvido que se puede confirmar tras observar su biblioteca. Su colección revela tres décadas de esfuerzos y tropiezos por sacarla adelante. El primer intento se hizo en 1993 con el Proyecto Nacional de Educación Sexual, que se propuso “replantear los roles sexuales tradicionales, buscando una mejor relación hombre mujer que permita la desaparición del sometimiento del uno por el otro”.
Pero tal como sucedió en mi colegio, hoy muy pocos estudiantes acceden a información sobre sexualidad. La última Encuesta Nacional de Demografía y Salud (ENDS) muestra que las cosas no han cambiado: el 80 % de los alumnos negaron haber participado en actividades relacionadas con este tema en su último año. Usualmente, acceden a esta información muy tarde: cuando tienen más de 15 años.
En nuestra conversación, Vargas resalta algo que está lejos de ser obvio para muchos: la sexualidad es más que el acto sexual. “Es una dimensión de la identidad. Determina nuestras decisiones, el rumbo que le damos a la vida e influye en el bienestar físico, psicológico y social”, dice.
¿Por qué ha sido tan difícil avanzar en este tema?, le pregunto. “Trabajar en sexualidad confronta a la cultura colombiana, donde prevalece una concepción de la familia compuesta por un papá y una mamá que ejercen poder y deciden lo que sus hijos deben hacer, sentir y decidir. Pasará mucho tiempo antes de que esa cognición de familia cambie”, responde.
Vargas me revela una gran paradoja: en el gobierno de Álvaro Uribe se puso en marcha el plan más ambicioso para que la sexualidad fuera un asunto nacional. Mientras el presidente hacía alianzas con los sectores más conservadores, entre ellos congregaciones evangélicas, su esposa, Lina Moreno, buscaba rutas para disminuir las tasas de embarazo. “Nos parecía crucial derrumbar mitos y que los jóvenes pudieran expresar su sexualidad de una forma sana, sin risitas nerviosas, sin sonrojarse”, cuenta Moreno desde Antioquia.
Sus esfuerzos generaron las condiciones para que el Ministerio de Educación (MEN) creara un programa a la altura de nuestros tiempos. Lo llamaron Programa de Educación para la Sexualidad y Construcción de Ciudadanía y lo resumieron con una sigla fácil de recordar: Pescc. Su objetivo era formar a profesores y rectores para que reconocieran la sexualidad como una dimensión de la identidad.
Tras evaluar el Pescc en 2014, Vargas y su equipo concluyeron que cumplía con lo esperado: logró que los estudiantes tuvieran su primera relación sexual más tarde. También observaron que los alumnos y maestros reportaban un clima escolar agradable y seguro. Los municipios con el programa, apuntó en otro análisis, tenían más prácticas de autocuidado.
Pero pese a sus buenos resultados, el Pescc se encontró con varios enemigos. Para María Lucía Henao, del Foro Nacional de la Familia, se trataba de un programa “perverso”. “Promovía el embarazo, el acto sexual en niños y la autoestimulación en clase”, dice. También lo culpa de un supuesto aumento de las infecciones de transmisión sexual y de invitar al aborto.
Para ratificar sus posturas me muestra una página web que crearon los opositores del proyecto. En uno de sus videos, con más de 150.000 reproducciones, aseguran que el Pescc quiere despertar la actividad sexual de los niños, la autoexploración del cuerpo y la búsqueda de un placer sin límites.
En 2013, seis años después de puesto en marcha, el alcance del Pescc era pobre: solo había llegado al 17 % de los colegios (2.250). “Es lamentable reconocer que la cobertura del programa tiende a decrecer”, apuntaron Vargas y sus colegas. Entonces empezó a parecer imposible cumplir la meta del Plan Decenal de Salud Pública (2012-2021): en 2021 el 80 % de las escuelas públicas deberán garantizar la educación de la sexualidad.
Para algunos, el inicio de este retroceso fue la llegada de Juan Manuel Santos al poder. “Entre 2011 y 2013 desintegraron el equipo encargado de la implementación. El Pescc pasó entonces a ser parte de otra dependencia”, cuenta Diego Arbeláez, exintegrante del grupo. Los recursos destinados también cambiaron de rumbo. La orden en el Ministerio fue enfocar las energías en mejorar los resultados de matemáticas y lenguaje, un requisito para entrar a la OCDE.
“La oposición de grupos católicos y cristianos durante el escándalo de falsas cartillas terminó de enterrar el proyecto. Y desde ese capítulo los colegios quedaron con miedo”, reflexiona Vargas. “Estamos ante una situación crítica”, replica Ángela Rojas, doctora en Psicología e investigadora del grupo de Familia y Sexualidad de la U. de los Andes. “No hay docentes capacitados y tampoco un acompañamiento del MEN. No hay personal para llegar a todo el país”.
Ni ellas ni ninguna de las personas entrevistadas para este reportaje saben cómo el Mineducación está abordando hoy este asunto. Después de más de un mes de fallidos intentos por lograr una entrevista, advierte en un par de páginas que en 2018 iniciaron el diseño de una propuesta para promover “competencias ciudadanas y socioemocionales” en colegios. Incluirán un módulo de formación a educadores.
También impulsan el Pescc pero aclaran que cada institución es autónoma de formularlo. No lo menciona, pero el Plan Nacional de Desarrollo también tiene un apartado que promueve la educación para la sexualidad. Que la incluya, dice Vargas, es esperanzador, aunque le parece una lástima que el enfoque sea el de prevención (de embarazos o VIH, por ejemplo) y no el de una sexualidad para el bienestar. “Es una buena oportunidad. Esperemos que pase el escrutinio político”.
Pero el documento ya encontró oposición en el Congreso. El senador John Milton Rodríguez, del partido Colombia Justa Libres, que representa a los cristianos, lanzó a principios de marzo un mensaje tratando de propagar el miedo: “Esto es peor que las cartillas de la exministra Parody”, escribió en Twitter para referirse a un capítulo que busca evitar la discriminación de grupos LGTBI.
A diferencia de la mayoría de los colegios públicos de Villavicencio, el Juan Pablo Segundo está ubicado en un sector de clase media-alta. Para llegar a él hay que atravesar una vía angosta llena de árboles. En sus aulas se sientan tanto menores de barrios de invasión, como niños y niñas de estrato 3 y 4. Haber logrado el sexto puesto en el escalafón del Icfes de la ciudad lo ha convertido en una institución apetecida por padres de familia.
Allí trabaja la profesora Luz Mary Roldán. Ella es una de las herederas del Pescc y desde el 2010 logró que la sexualidad fuera en un asunto transversal en el currículo. No importa la asignatura ni el grado. Todos los profesores la deben incluir en sus clases.
La prueba más clara de esa “transversalización” de la sexualidad es la tasa de embarazo. En 2018 no tuvieron adolescentes en gestación. Pero, además, reitera, no tienen casos de bullying ni violencia machista. “Promovemos la equidad de género”, reitera.
Como el Juan Pablo Segundo, en Villavicencio hay varios colegios que están convencidos de los beneficios del Pescc. En medio de tanta ausencia, esta ciudad es una rareza a la que llegué tras buscar rectores que impulsaran en Bogotá programas exitosos de educación sexual. Lo que encontré en la capital del Meta me sorprendió: un grupo de 12 personas se reúne por pura voluntad todos los viernes para impedir que el Pescc desfallezca.
Otro de los casos simbólicos a los que me lleva una de las integrantes de ese grupo es el colegio Miguel Ángel Martín. Su rector, Leonardo Torres, tampoco tiene registros de embarazo. En el 2015 tuvieron siete y la tasa, ahora, está en cero. En la ciudad, según la Alcaldía, la tendencia es similar: en 2014 hubo 1.480 embarazos en mujeres de diez a 19 años; en 2017 hubo 928.
Pero Torres sabe que para evaluar la pedagogía no basta con explorar unos dígitos. Por eso implementó el Pescc en todo el currículo. El profesor de Matemáticas, por ejemplo, con ejercicios aritméticos calcula los costos de tener un hijo: incluyendo desde la prueba de embarazo hasta los pañales puede valer más de $30 millones anuales. Diego Álvarez, el profesor de Español, me muestra una revista que editó con sus estudiantes. La titularon La identidad y los derechos sexuales y reproductivos y tiene artículos como “Feminismo y machismo” o “Cómo afectan las creencias religiosas en la sexualidad”.
María Camila Vásquez, de grado once, resume la utilidad de estos ejercicios: “Hemos aprendido que el sexo no son solo condones. Es saber que tenemos derechos sexuales y reproductivos y que lo clave es el respeto y el amor propio. Por muchos años nos hicieron creer a las mujeres que el mundo era una fantasía. Y al hombre… ¿Por qué nunca fomentaron el amor en un hombre? ¿No aman? ¿No son sensibles? ¿No sienten?”.
Esos interrogantes esconden un problema global notorio en mi colegio y que, lentamente, está haciéndose visible: la forma tóxica como nos han educado a los hombres. La American Psychological Association (APA) lo reconoció en 2018 en las primeras “Guías APA para la práctica psicológica en niños y hombres”. El boletín de prensa que las sintetizaba era contundente: “Más de cuarenta años de investigación muestran que la masculinidad tradicional, marcada por la competitividad, el dominio y la agresión, es perjudicial”.
“Aunque los hombres se benefician del patriarcado, también son afectados por el patriarcado”, sentencia Ronald F. Levant, uno de los autores, profesor emérito de la U. de Akron (EE. UU.). Los estudios lo respaldan: al menos en Estados Unidos, los hombres cometen el 90 % de los homicidios y son 3,5 veces más propensos a morir por suicidio. Además, son más vulnerables a la depresión y cuando suelen ajustarse a las “normas” masculinas, también tienen comportamientos poco saludables como beber en exceso o consumir tabaco.
“Los profesionales de la salud mental también deben comprender cómo funcionan los privilegios y el sexismo, pues confieren beneficios a los hombres y los atrapan en roles limitados”, señala la APA.
Se trata de unos roles que la profesora Elvia Vargas comprobó en 2007. En una escuela de Soacha hizo un cuestionario a estudiantes de siete y ocho años. “¿Qué hacen las mujeres que no pueden hacer los hombres?”, les preguntó. Los resultados la sorprendieron. Ser amas de casa, encargarse del hogar, lavar y cocinar, cuidar a los hijos, llorar y coquetear fueron algunas de las respuestas. ¿Qué podían, entonces, hacer los hombres? Trabajos ilegales, hacer cosas indebidas sin pensar en las consecuencias, tener mujeres, pelear, matar un ratón, tener dinero y hacer ciencia.
El año pasado Vargas repitió el ejercicio en uno de los colegios más prestigiosos de Bogotá, con alumnos de 15 y 16 años. Las réplicas a la primera pregunta, volvieron a inquietarla: las mujeres pueden maquillarse, ponerse ropa que no muestre su cuerpo, jugar con muñecas, hacerse respetar, hacer trabajos del hogar o la oficina, cocinar para complacer a los maridos. Los hombres, respondieron los alumnos, pueden salir solos de la casa hasta tarde, ser infieles, tomar alcohol, ir a fiestas, ser machistas, hacer trabajos de alto riesgo, ser ingenieros y mantener a la familia.
“Estos resultados son para llorar”, dice Vargas. “Ha sido muy difícil cambiar esa realidad. Transformar los roles, que ubican a las mujeres en una posición de desventaja, implica modificar normas de género arbitrarias. Esa es la razón por la que necesitamos una educación de la sexualidad que fomente la equidad y no los estereotipos. Por eso es hay que hay que luchar”.
*Este reportaje hace parte de #HablemosDeEducaciónSexual: la primera conversación social sobre las formas de prevenir la violencia sexual contra niñas y niños en Colombia. Levanta la mano y participa en los canales @MutanteOrg.
En febrero de 2002 comencé el bachillerato en un colegio masculino de clase media en Bogotá. Había sido fundado por el ala conservadora de una comunidad de asuncionistas que llegó a Colombia en los años 50. “Los de derecha”, solían llamarlos. El rector, un hombre entrado en sus sesentas a quien nunca vi sin su cuello romano, tenía el privilegio de acceder a información que provenía del Vaticano: era el secretario de la Conferencia Episcopal. “Un ultraconservador que aplicaba la doctrina de Roma”, me diría después alguien de su círculo cercano.
Mis padres, criados en pequeñas ciudades de Norte de Santander en la segunda mitad del siglo XX, no recibieron un asomo de educación sexual en sus colegios (también católicos; también de monjas y de curas). El sentido común indicaría que mi formación sería distinta, pero en clase tampoco me hablaron de sexualidad. Cuando lo hicieron fue para decirnos que si nos masturbábamos no disfrutaríamos del sexo. Un consejo que no siguieron algunos compañeros. Al menos a tres de ellos los echaron por masturbarse en el salón y ver pornografía.
Pasé buena parte de mi vida sin cuestionar por qué nunca nos hablaron de sexualidad en las aulas. Las preguntas surgieron tiempo después. ¿Por qué no nos explicaron que era mucho más que un asunto genital? ¿Por qué nunca hablamos de lo que significa para un hombre enamorarse de otro? ¿Qué pensarían las profesoras que debían caminar por los pasillos después de los descansos mientras una jauría intentaba rozar sus nalgas? ¿Qué reflexión tendrían mis compañeros que eran tumbados al piso por los más “fuertes” para que hicieran sobre ellos una simulación de sexo oral?
La respuesta me la dio un exrector, a quien busqué para este reportaje: “Era un colegio que perpetuaba la masculinidad. La sexualidad era una papa caliente que nadie se atrevía a coger. Solo unos profesores intentaron hacer algo desde el departamento de biología. Pero los curas tenían la última palabra”.
Un par de sus anécdotas resumen el problema. Cada vez que llegaban buses con porristas para las olimpiadas deportivas, debían encerrarlas por un par de horas en el gimnasio mientras unos profesores cuidaban que desde afuera nadie viera un asomo de piel. “Era como traer ganado y la preocupación era que ustedes no se alborotaran con el show”.
“¿Alguna vez viste que se graduara alguien homosexual?”, me pregunta. “Claro que no. Para uno de los padres, español y franquista, la masculinidad no era objeto de discusión”. Les gritaba “¡maricones!” a quienes jugaban fútbol sin camisa, y exhortaba a los profesores de teatro que vestían con túnicas a sus estudiantes: “Los vais a volver maricas”.
Hace unos años creamos un grupo en Whatsapp con unos de esos exalumnos. El chat se asemejaba a una competencia pornográfica, donde llovían las imágenes y se celebraban chistes misóginos. A veces parecía que lo único que mantenía viva nuestra amistad era ese ritual cargado de testosterona. El grupo lo silencié al poco tiempo, pero fui incapaz de reprochar la necedad de mis compañeros.
¿Qué habría sucedido si en vez de silencio nuestros profesores nos hubieran hablado sobre género? ¿Alguien sufrirá por no encajar en el molde de macho que querían que fuéramos? ¿Prestarán atención mis excompañeros a los reclamos de millones de mujeres que buscan combatir el machismo? ¿Les costará trabajo, como a mí, hablar de sus emociones con franqueza? ¿También se dejarán llevar por las presiones sociales que invitan a reafirmar lo “masculino”?
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Como muchos colegios católicos, el mío pertenece a una sociedad popular en Colombia desde hace ochenta años: la Confederación Nacional Católica de Educación (Conaced), que hoy aglutina más de mil escuelas privadas. Eso equivale a casi 14.000 profesores y 400.000 alumnos.
Conaced estaba en el radar de muy pocas personas antes del 10 de agosto de 2016. Ese miércoles sus líderes, junto a los de iglesias cristianas, protestaron en las calles en reacción a unas guías educativas que promovían ambientes escolares libres de discriminación. Días atrás alguien había divulgado imágenes de un cómic belga pornográfico, asegurando que se trataba de las cartillas del Ministerio de Educación. En tiempos de noticias falsas, Conaced movilizó a sus bases en contra de una falsedad: la “ideología de género”.
La hermana Gloria Patricia Corredor, directora de Conaced, sonríe cuando hablamos de ese capítulo. “En la manifestación en Bogotá arrancamos un grupo pequeño”, cuenta. “Pero, de repente, empezó a llegar gente y líderes religiosos. Fue impresionante. Se unieron iglesias evangélicas, cristianas, católicas, pentecostales. No dimensionamos lo que iba a ocurrir”.
La presión de esos sectores condujo a la renuncia de Gina Parody, entonces ministra de Educación. Meses después terminó incidiendo en el hundimiento de la primera versión de los Acuerdos de Paz. A María Lucía Henao, otra de las organizadoras de las marchas y fundadora del Foro Nacional de la Familia, le gusta recordar este período como la “Primavera Católica”.
Para Henao, la sentencia de la Corte Constitucional que ordenó modificar los manuales de convivencia, tras el suicidio de Sergio Urrego, fue el “campanazo” que los motivó a organizarse. Con cuarenta organizaciones crearon un grupo llamado Menacea. “El fin del pueblo colombiano es nuestro señor Jesucristo”, se lee en uno de los boletines que repartieron en capillas e iglesias.
Cuando le pregunto quién está detrás de esa “ideología de género”, Henao, también rectora de un colegio de la Arquidiócesis con 250 estudiantes, no admite contradicción. Según ella, es promovida por la ONU e impulsada por ONG y gobiernos. La Organización Mundial de la Salud, el Fondo de Población de la ONU (Unfpa), el Banco Interamericano, Profamilia y Colombia Diversa son algunas de las entidades que están en su lista del mal. Se trata, advierte, de un “lobby gay” con mucho dinero y que busca penetrar el lugar donde es más fácil adoctrinar a una sociedad: el colegio.
—George Soros, Bill Gates y la Fundación Rockefeller son algunos de sus principales financiadores.
—¿Pero, por qué estos magnates promoverían esa “ideología de género”?
—Esa pregunta me la hago todo el tiempo. ¿Por qué, si eso es desdibujar al ser humano? Es terrible, horrible. ¿Será el deseo de poder y de dinero? Debe haber muchas heridas y mucho desamor —me responde.
En su libro El gen: una historia personal, el profesor de Medicina de la U. de Columbia (EE. UU.), Siddhartha Mukherjee, intenta resolver una pregunta que por mucho tiempo ha inquietado a médicos y psicólogos: ¿cómo se define el género y la orientación sexual de una persona? ¿Depende de la naturaleza o la crianza; de los genes o el ambiente?
Tras revisar la historia del gen que produce la masculinidad, Mukherjee llega a una conclusión: muchos factores entran en juego para que se active ese gen. Es una cascada de efectos que pueden alterarse, produciendo así un amplio espectro de diversidad sexual. Es, escribe, como la receta de un pastel. La harina es este gen, pero necesita más ingredientes para convertirse en una torta o en un trozo de pan.
Esos genes integran unos inputs del yo y del ambiente —hormonas, comportamientos, roles culturales, recuerdos— que, combinados, definen el género. La mejor prueba es la existencia de una identidad transgénero. Aunque solemos pensar en una dicotomía hombre-mujer a la hora de hablar de anatomía y fisiología, lo cierto es que “el género y la identidad de género están lejos de ser binarios”. “Prácticamente todas las culturas han reconocido que el género no se divide en blanco y negro sino en incontables tonalidades de gris”, sentencia.
Estos argumentos científicos, entre muchos otros, han alimentado los sustentos de quienes defienden la educación de la sexualidad con enfoque de género. Una educación que, sostiene un informe de 2018 del Unfpa, retrasa la edad de iniciación sexual, aumenta el uso de anticonceptivos, disminuye la tasa de embarazos y reduce violencias como el abuso y el maltrato físico a mujeres y niñas, problemas de enormes dimensiones en Colombia: el 31,9 % de las mujeres entre 13 y 49 años alguna vez fue víctima de violencia física por parte de su pareja y los casos de abuso en niñas menores de 14 superan los 15.000 cada año.
Elvia Vargas, doctora en Psicología, es una de las personas que más ha estudiado la efectividad de esa educación sexual en Colombia. Lleva más de 25 años sin hablar con un periodista. La última vez que lo hizo fue en la década del 90 con un reportero barranquillero muy popular. Desde que él cambió el sentido de sus palabras, decidió apartar de su vida a los medios de comunicación.
La profesora Vargas me abrió las puertas de su oficina por una razón: está convencida de que el país dejó de lado la educación para la sexualidad basada en evidencia científica. Es un olvido que se puede confirmar tras observar su biblioteca. Su colección revela tres décadas de esfuerzos y tropiezos por sacarla adelante. El primer intento se hizo en 1993 con el Proyecto Nacional de Educación Sexual, que se propuso “replantear los roles sexuales tradicionales, buscando una mejor relación hombre mujer que permita la desaparición del sometimiento del uno por el otro”.
Pero tal como sucedió en mi colegio, hoy muy pocos estudiantes acceden a información sobre sexualidad. La última Encuesta Nacional de Demografía y Salud (ENDS) muestra que las cosas no han cambiado: el 80 % de los alumnos negaron haber participado en actividades relacionadas con este tema en su último año. Usualmente, acceden a esta información muy tarde: cuando tienen más de 15 años.
En nuestra conversación, Vargas resalta algo que está lejos de ser obvio para muchos: la sexualidad es más que el acto sexual. “Es una dimensión de la identidad. Determina nuestras decisiones, el rumbo que le damos a la vida e influye en el bienestar físico, psicológico y social”, dice.
¿Por qué ha sido tan difícil avanzar en este tema?, le pregunto. “Trabajar en sexualidad confronta a la cultura colombiana, donde prevalece una concepción de la familia compuesta por un papá y una mamá que ejercen poder y deciden lo que sus hijos deben hacer, sentir y decidir. Pasará mucho tiempo antes de que esa cognición de familia cambie”, responde.
Vargas me revela una gran paradoja: en el gobierno de Álvaro Uribe se puso en marcha el plan más ambicioso para que la sexualidad fuera un asunto nacional. Mientras el presidente hacía alianzas con los sectores más conservadores, entre ellos congregaciones evangélicas, su esposa, Lina Moreno, buscaba rutas para disminuir las tasas de embarazo. “Nos parecía crucial derrumbar mitos y que los jóvenes pudieran expresar su sexualidad de una forma sana, sin risitas nerviosas, sin sonrojarse”, cuenta Moreno desde Antioquia.
Sus esfuerzos generaron las condiciones para que el Ministerio de Educación (MEN) creara un programa a la altura de nuestros tiempos. Lo llamaron Programa de Educación para la Sexualidad y Construcción de Ciudadanía y lo resumieron con una sigla fácil de recordar: Pescc. Su objetivo era formar a profesores y rectores para que reconocieran la sexualidad como una dimensión de la identidad.
Tras evaluar el Pescc en 2014, Vargas y su equipo concluyeron que cumplía con lo esperado: logró que los estudiantes tuvieran su primera relación sexual más tarde. También observaron que los alumnos y maestros reportaban un clima escolar agradable y seguro. Los municipios con el programa, apuntó en otro análisis, tenían más prácticas de autocuidado.
Pero pese a sus buenos resultados, el Pescc se encontró con varios enemigos. Para María Lucía Henao, del Foro Nacional de la Familia, se trataba de un programa “perverso”. “Promovía el embarazo, el acto sexual en niños y la autoestimulación en clase”, dice. También lo culpa de un supuesto aumento de las infecciones de transmisión sexual y de invitar al aborto.
Para ratificar sus posturas me muestra una página web que crearon los opositores del proyecto. En uno de sus videos, con más de 150.000 reproducciones, aseguran que el Pescc quiere despertar la actividad sexual de los niños, la autoexploración del cuerpo y la búsqueda de un placer sin límites.
En 2013, seis años después de puesto en marcha, el alcance del Pescc era pobre: solo había llegado al 17 % de los colegios (2.250). “Es lamentable reconocer que la cobertura del programa tiende a decrecer”, apuntaron Vargas y sus colegas. Entonces empezó a parecer imposible cumplir la meta del Plan Decenal de Salud Pública (2012-2021): en 2021 el 80 % de las escuelas públicas deberán garantizar la educación de la sexualidad.
Para algunos, el inicio de este retroceso fue la llegada de Juan Manuel Santos al poder. “Entre 2011 y 2013 desintegraron el equipo encargado de la implementación. El Pescc pasó entonces a ser parte de otra dependencia”, cuenta Diego Arbeláez, exintegrante del grupo. Los recursos destinados también cambiaron de rumbo. La orden en el Ministerio fue enfocar las energías en mejorar los resultados de matemáticas y lenguaje, un requisito para entrar a la OCDE.
“La oposición de grupos católicos y cristianos durante el escándalo de falsas cartillas terminó de enterrar el proyecto. Y desde ese capítulo los colegios quedaron con miedo”, reflexiona Vargas. “Estamos ante una situación crítica”, replica Ángela Rojas, doctora en Psicología e investigadora del grupo de Familia y Sexualidad de la U. de los Andes. “No hay docentes capacitados y tampoco un acompañamiento del MEN. No hay personal para llegar a todo el país”.
Ni ellas ni ninguna de las personas entrevistadas para este reportaje saben cómo el Mineducación está abordando hoy este asunto. Después de más de un mes de fallidos intentos por lograr una entrevista, advierte en un par de páginas que en 2018 iniciaron el diseño de una propuesta para promover “competencias ciudadanas y socioemocionales” en colegios. Incluirán un módulo de formación a educadores.
También impulsan el Pescc pero aclaran que cada institución es autónoma de formularlo. No lo menciona, pero el Plan Nacional de Desarrollo también tiene un apartado que promueve la educación para la sexualidad. Que la incluya, dice Vargas, es esperanzador, aunque le parece una lástima que el enfoque sea el de prevención (de embarazos o VIH, por ejemplo) y no el de una sexualidad para el bienestar. “Es una buena oportunidad. Esperemos que pase el escrutinio político”.
Pero el documento ya encontró oposición en el Congreso. El senador John Milton Rodríguez, del partido Colombia Justa Libres, que representa a los cristianos, lanzó a principios de marzo un mensaje tratando de propagar el miedo: “Esto es peor que las cartillas de la exministra Parody”, escribió en Twitter para referirse a un capítulo que busca evitar la discriminación de grupos LGTBI.
A diferencia de la mayoría de los colegios públicos de Villavicencio, el Juan Pablo Segundo está ubicado en un sector de clase media-alta. Para llegar a él hay que atravesar una vía angosta llena de árboles. En sus aulas se sientan tanto menores de barrios de invasión, como niños y niñas de estrato 3 y 4. Haber logrado el sexto puesto en el escalafón del Icfes de la ciudad lo ha convertido en una institución apetecida por padres de familia.
Allí trabaja la profesora Luz Mary Roldán. Ella es una de las herederas del Pescc y desde el 2010 logró que la sexualidad fuera en un asunto transversal en el currículo. No importa la asignatura ni el grado. Todos los profesores la deben incluir en sus clases.
La prueba más clara de esa “transversalización” de la sexualidad es la tasa de embarazo. En 2018 no tuvieron adolescentes en gestación. Pero, además, reitera, no tienen casos de bullying ni violencia machista. “Promovemos la equidad de género”, reitera.
Como el Juan Pablo Segundo, en Villavicencio hay varios colegios que están convencidos de los beneficios del Pescc. En medio de tanta ausencia, esta ciudad es una rareza a la que llegué tras buscar rectores que impulsaran en Bogotá programas exitosos de educación sexual. Lo que encontré en la capital del Meta me sorprendió: un grupo de 12 personas se reúne por pura voluntad todos los viernes para impedir que el Pescc desfallezca.
Otro de los casos simbólicos a los que me lleva una de las integrantes de ese grupo es el colegio Miguel Ángel Martín. Su rector, Leonardo Torres, tampoco tiene registros de embarazo. En el 2015 tuvieron siete y la tasa, ahora, está en cero. En la ciudad, según la Alcaldía, la tendencia es similar: en 2014 hubo 1.480 embarazos en mujeres de diez a 19 años; en 2017 hubo 928.
Pero Torres sabe que para evaluar la pedagogía no basta con explorar unos dígitos. Por eso implementó el Pescc en todo el currículo. El profesor de Matemáticas, por ejemplo, con ejercicios aritméticos calcula los costos de tener un hijo: incluyendo desde la prueba de embarazo hasta los pañales puede valer más de $30 millones anuales. Diego Álvarez, el profesor de Español, me muestra una revista que editó con sus estudiantes. La titularon La identidad y los derechos sexuales y reproductivos y tiene artículos como “Feminismo y machismo” o “Cómo afectan las creencias religiosas en la sexualidad”.
María Camila Vásquez, de grado once, resume la utilidad de estos ejercicios: “Hemos aprendido que el sexo no son solo condones. Es saber que tenemos derechos sexuales y reproductivos y que lo clave es el respeto y el amor propio. Por muchos años nos hicieron creer a las mujeres que el mundo era una fantasía. Y al hombre… ¿Por qué nunca fomentaron el amor en un hombre? ¿No aman? ¿No son sensibles? ¿No sienten?”.
Esos interrogantes esconden un problema global notorio en mi colegio y que, lentamente, está haciéndose visible: la forma tóxica como nos han educado a los hombres. La American Psychological Association (APA) lo reconoció en 2018 en las primeras “Guías APA para la práctica psicológica en niños y hombres”. El boletín de prensa que las sintetizaba era contundente: “Más de cuarenta años de investigación muestran que la masculinidad tradicional, marcada por la competitividad, el dominio y la agresión, es perjudicial”.
“Aunque los hombres se benefician del patriarcado, también son afectados por el patriarcado”, sentencia Ronald F. Levant, uno de los autores, profesor emérito de la U. de Akron (EE. UU.). Los estudios lo respaldan: al menos en Estados Unidos, los hombres cometen el 90 % de los homicidios y son 3,5 veces más propensos a morir por suicidio. Además, son más vulnerables a la depresión y cuando suelen ajustarse a las “normas” masculinas, también tienen comportamientos poco saludables como beber en exceso o consumir tabaco.
“Los profesionales de la salud mental también deben comprender cómo funcionan los privilegios y el sexismo, pues confieren beneficios a los hombres y los atrapan en roles limitados”, señala la APA.
Se trata de unos roles que la profesora Elvia Vargas comprobó en 2007. En una escuela de Soacha hizo un cuestionario a estudiantes de siete y ocho años. “¿Qué hacen las mujeres que no pueden hacer los hombres?”, les preguntó. Los resultados la sorprendieron. Ser amas de casa, encargarse del hogar, lavar y cocinar, cuidar a los hijos, llorar y coquetear fueron algunas de las respuestas. ¿Qué podían, entonces, hacer los hombres? Trabajos ilegales, hacer cosas indebidas sin pensar en las consecuencias, tener mujeres, pelear, matar un ratón, tener dinero y hacer ciencia.
El año pasado Vargas repitió el ejercicio en uno de los colegios más prestigiosos de Bogotá, con alumnos de 15 y 16 años. Las réplicas a la primera pregunta, volvieron a inquietarla: las mujeres pueden maquillarse, ponerse ropa que no muestre su cuerpo, jugar con muñecas, hacerse respetar, hacer trabajos del hogar o la oficina, cocinar para complacer a los maridos. Los hombres, respondieron los alumnos, pueden salir solos de la casa hasta tarde, ser infieles, tomar alcohol, ir a fiestas, ser machistas, hacer trabajos de alto riesgo, ser ingenieros y mantener a la familia.
“Estos resultados son para llorar”, dice Vargas. “Ha sido muy difícil cambiar esa realidad. Transformar los roles, que ubican a las mujeres en una posición de desventaja, implica modificar normas de género arbitrarias. Esa es la razón por la que necesitamos una educación de la sexualidad que fomente la equidad y no los estereotipos. Por eso es hay que hay que luchar”.
*Este reportaje hace parte de #HablemosDeEducaciónSexual: la primera conversación social sobre las formas de prevenir la violencia sexual contra niñas y niños en Colombia. Levanta la mano y participa en los canales @MutanteOrg.