120 años de Graham Greene: un capítulo de “Nuestro hombre en La Habana”
Hoy se conmemora el natalicio del recordado escritor por lo que recordamos su novela de 1958 sobre la Cuba de los años cincuenta, en la que un comerciante se convierte de modo fortuito en espía de la inteligencia británica. En Colombia con el sello editorial Debolsillo.
Graham Greene * / Especial para El Espectador
Capítulo primero
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Capítulo primero
—Ese negro que va calle abajo –dijo el doctor Hasselbacher, de pie en el Wonder Barme recuerda a usted, mistar Wormold. Era típico del doctor Hasselbacher que después de quince años de amistad siguiera usando el prefijo mistar: la amistad avanzaba con la lentitud y seguridad de un diagnóstico cuidadoso. En su lecho de muerte, cuando el doctor Hasselbacher viniera a tomarle el pulso debilitado, tal vez mistar Wormold se convertiría en Jim.
El negro era tuerto y tenía una pierna más corta que la otra; llevaba un decrépito sombrero de felpa, y por la camisa desgarrada le asomaban las costillas, como las de un barco desmantelado. Caminaba por la orilla de la acera, fuera de los pilares amarillos y rosados de una columnata, al cálido sol de enero, y contaba sus pasos al alejarse.
Al pasar frente al Wonder Bar, subiendo por Virtudes, había llegado a “1.369″. Tenía que moverse lentamente para darse tiempo con un numeral tan largo. “Mil trescientos setenta”. Era una figura familiar cerca de la plaza nacional, donde a veces se detenía, interrumpiendo la cuenta, el tiempo necesario para vender un paquete de fotografías pornográficas a un turista. Luego reanudaba la cuenta donde la había dejado. Al cabo del día, como el enérgico viajero de un transatlántico, sabría hasta el último metro la distancia que había caminado.
—¿Joe? –preguntó Wormold–.
No veo ningún parecido. Exceptuando el renquear, por supuesto –pero instintivamente se dirigió una mirada rápida en el espejo con la marca “Cerveza Tropical”, como si realmente pudiera haber decaído y ennegrecido tanto durante la caminata desde la tienda en la ciudad baja. Pero la cara que le devolvía la mirada solamente estaba un poco descolorida por el polvo del puerto; seguía siendo la misma, expectante, arrugada y cuarentona: mucho más joven que la del doctor Hasselbacher, aunque un extraño hubiera llegado a la conclusión de que se extinguiría primero: ya estaban allí la sombra, las ansiedades que se encuentran fuera del alcance de las píldoras tranquilizadoras. El negro se perdió de vista, renqueando, doblando la esquina del paseo. El día estaba repleto de limpiabotas.
—No me refería al renquear. ¿No ve el parecido?
—No.
—El tipo tiene dos ideas en la cabeza –explicó el doctor Hasselbacher–: hacer su trabajo y llevar la cuenta. Y, por supuesto, es inglés.
—Sigo sin ver...
–Wormold se refrescó la boca con su daiquiri mañanero. Siete minutos para llegar al Wonder Bar; siete minutos para volver a la tienda; seis minutos para la comida. Miró el reloj. Recordó que atrasaba un minuto.
—Es puntual, se puede contar con él, eso es todo lo que quise decir –interrumpió el doctor Hasselbacher, con impaciencia. ¿Cómo está Milly?
—Maravillosamente –dijo Wormold. Era su respuesta invariable, pero lo decía de veras.
—Diecisiete el diecisiete, ¿eh?
—Así es –dirigió una rápida mirada sobre el hombro, como si le persiguiera alguien, y luego volvió a mirar el reloj–. ¿Vendrá a compartir una botella con nosotros?
—No falté nunca todavía, mistar Wormold. ¿Quién más estará?
—Bueno, pensé que nadie más que nosotros tres. Sabe, Cooper volvió a Inglaterra, y el pobre Marlowe sigue en el hospital, y parece que a Milly no le gusta ninguna de la gente nueva del Consulado. Por eso pensé que sería algo íntimo, en familia.
—Me honra ser de la familia, mistar Wormold.
—Tal vez una mesa en el Nacional, ¿o le parece que no es muy... bueno, apropiado?
—Esto no es Inglaterra ni Alemania, mistar Wormold. Las chicas crecen rápido en los trópicos. Se abrió una persiana frente a ellos y comenzó a soplar una suave brisa desde el mar: tictac, como un reloj antiguo.
Wormold dijo: —Me tengo que ir.
—Phaskleaners se arreglará sin usted, mistar Wormold –era un día de incómodas verdades–. Como mis pacientes –agregó con amabilidad el doctor Hasselbacher. —La gente enferma, pero no tiene que comprar aspiradoras.
—Pero usted las cobra más caro.
—Y no me queda más que el veinte por ciento para mí. No se puede ahorrar mucho con el veinte por ciento.
—Éstos no son tiempos para ahorrar, mistar Wormold.
—Tengo que ahorrar... por Milly. Si me pasara algo...
—Ninguno de nosotros tiene mayores esperanzas de vida actualmente, así que, ¿para qué afligirse?
—Todos estos líos son malos para los negocios. ¿Para qué sirve una aspiradora si cortan la corriente?
—Podría prestarle algo, mistar Wormold.
—No, no. No se trata de eso. No me preocupo por este año, ni tampoco por el año que viene; es una preocupación a largo plazo.
—Entonces no vale la pena llamarla preocupación. Vivimos en una era atómica, mistar Wormold. Aprieta un botón: piff... bang... ¿dónde estamos? Otro whisky, por favor.
—Y eso es otra cosa. ¿Sabe lo que hizo ahora la compañía? Me mandó una aspiradora con pila atómica.
—¿Es cierto? No sabía que la ciencia hubiera avanzado tanto.
—Oh, por supuesto, no tiene nada de atómico, no es más que un nombre. El año pasado era la turbo de retropropulsión; este año es la atómica. Hay que enchufarla lo mismo, igual que la otra.
—Entonces ¿por qué afligirse? –repitió el doctor Hasselbacher, como un tema melódico, inclinándose sobre el whisky.
—No se dan cuenta de que ese tipo de nombre puede estar bien en Estados Unidos, pero no aquí, con el clero que predica constantemente contra el mal uso de la ciencia. Milly y yo fuimos a la catedral el domingo pasado. Ya conoce su opinión respecto de la misa, cree que me va a convertir; no me sorprendería. Bueno, el padre Méndez tardó media hora en describir los efectos de la bomba de hidrógeno. “Aquellos que creen en el cielo en la tierra –dijo– están creando un infierno.” Así sonaba también; fue muy lúcido. ¿Cómo le parece que me sentí el lunes por la mañana, cuando tuve que preparar un escaparate para exponer la nueva aspiradora de succión por pila atómica? No me hubiera sorprendido si uno de esos muchachos salvajes de por aquí me hubiese roto la vidriera. Acción Católica, Cristo Rey, todo ese asunto. No sé qué hacer, Hasselbacher.
—Véndale una al padre Méndez para el palacio del obispo.
—Pero si está contento con el modelo del año pasado... Era un buen motor. Por supuesto, éste también. Aumento de succión para estanterías de biblioteca. Usted sabe que no le vendería a nadie una máquina que no fuera buena.
—Ya lo sé, mistar Wormold. ¿No le puede cambiar el nombre, sencillamente?
—No me dejan. Están orgullosos. Creen que es la mejor frase inventada desde “como es el batido es el barrido es el limpiado”. Sabe, tenían una cosa llamada filtro purificador de aire en la turbo. A nadie le molestaba, era un buen aparatito, pero ayer vino una mujer, miró la pila atómica y preguntó si un filtro de ese tamaño era capaz de absorber realmente toda la radiactividad. “¿Y el estroncio 90?”, preguntó.
—Le puedo dar un certificado médico –dijo el doctor Hasselbacher.
—¿Usted nunca se preocupa por nada?
—Tengo una defensa secreta, mistar Wormold. Me intereso en la vida.
—Yo también, pero...
—A usted le interesa una persona, no la vida, y la gente se muere o nos deja. Lo siento, no me refería a su mujer. Pero si a usted le interesa la vida, nunca le defraudará. Me interesa la azulinidad del queso. A usted no le da por los crucigramas, ¿verdad, mistar Wormold? A mí sí, son como las personas: se llega al fin. Puedo terminar cualquier juego de crucigramas en una hora, pero tengo un descubrimiento respecto a la azulinidad del queso que nunca llegará a una conclusión..., aunque uno, por supuesto, sueña con que llegue un momento... Algún día tengo que mostrarle mi laboratorio.
—Tengo que irme, Hasselbacher. Debería soñar más, mistar Wormold. La realidad en nuestro siglo es algo que no debe afrontarse. Cuando Wormold llegó a su tienda de la calle Lamparilla, Milly todavía no había regresado de su escuela parroquial norteamericana, y pese al par de figuras que podía divisar tras la puerta, la tienda le parecía vacía. ¡Qué vacía! Y así seguiría hasta que regresara Milly. Cada vez que entraba en el negocio sentía un vacío que no tenía nada que ver con sus aspiradoras. No había cliente capaz de llenarlo, y menos ése que estaba de pie con aspecto demasiado emperifollado para La Habana, leyendo un folleto en inglés sobre la pila atómica, ignorando manifiestamente al ayudante de Wormold. López era un hombre impaciente a quien no gustaba perder el tiempo lejos de la edición castellana de “Confidential”. Miraba indignado al extraño y no hacía ningún intento por congraciarse con él.
—”Buenos días” –dijo Wormold.
Miraba a todos los extraños al negocio con una sospecha habitual. Diez años atrás había entrado un hombre haciéndose pasar por comprador y, sin ninguna prevención, le había vendido un paño de lana para sacar lustre al coche. Ése había sido un impostor plausible, pero no podía haber nadie con menos aspecto de comprador de aspiradoras que este hombre. Alto y elegante con su traje tropical color piedra, usando una corbata exclusiva, llevaba consigo el aire de las playas y el olor a cuero de un buen club: uno esperaba que dijera: “El embajador le recibirá en seguida”. Alguien se ocuparía siempre de su limpieza: un océano o un valet.
—Me temo que no hablo en jerga –repuso el desconocido. La palabra de argot era como una mancha sobre su traje, como una mancha de huevo después del desayuno–. Usted es inglés, ¿verdad?
—Sí.
—Quiero decir inglés de veras. Pasaporte inglés y todo lo demás.
—Sí. ¿Por qué?
—A uno le gusta tratar con una firma inglesa. Uno sabe dónde está, si usted me interpreta.
—¿En qué puedo servirle?
—Bueno, primero quería mirar un poco –hablaba como si estuviera en una librería–. No pude hacérselo entender a ese tipo.
—¿Busca una aspiradora?
—No busco, exactamente.
—Quiero decir, ¿piensa comprar alguna?
—Eso es, amigo, dio en el clavo –Wormold tuvo la impresión de que el hombre había elegido ese tono de voz porque le parecía que quedaba bien en la tienda– una coloración protectora en la calle Lamparilla, pues la vivacidad, por cierto, no quedaba bien con esa ropa. No se puede seguir con éxito la técnica de san Pablo de ser todas las cosas para todos los hombres sin cambiar de traje.
Wormold dijo rápidamente: —No encontrará nada mejor que la pila atómica.
—Aquí veo una que se llama turbo.
—Ésa también es una excelente aspiradora. ¿Tiene usted un piso grande?
—Bueno, no grande exactamente.
—Aquí, ve usted, tiene dos juegos de cepillos: éste para encerar y éste para pulir; oh, no, me parece que es al revés. El turbo es de motor de aire.
—¿Qué quiere decir eso?
—Bueno, por supuesto, es..., bueno, es lo que dice, un motor de aire.
—Y este aparatito... ¿para qué sirve?
—Es el extremo doble, para las alfombras.
—¡No me diga! ¿A que es interesante? ¿Por qué doble?
—Empuja y tira.
—Las cosas que se les ocurren –dijo el desconocido–. Supongo que vende muchas.
—Soy el único agente aquí.
—Toda la gente importante, supongo, tiene que tener una pila atómica.
—O una turbo de retropropulsión.
—¿Y las oficinas del gobierno?
—Por supuesto. ¿Por qué?
—Lo que es bueno para una dependencia del gobierno, debe ser suficientemente bueno para mí.
—Tal vez preferiría nuestro enanito hazlo fácil.
—¿Qué hace fácil?
—El título completo es enanito hazlo fácil pequeña aspiradora de succión de motor de aire para el hogar.
—Otra vez eso del motor de aire.
—No es responsabilidad mía.
—No se irrite, amigo.
—Personalmente, odio las palabras pila atómica –dijo Wormold con repentino apasionamiento–. Estaba sumamente molesto. Se le había ocurrido que el desconocido podía ser un inspector enviado por la casa matriz en Londres o Nueva York. En ese caso, no escucharían más que la verdad.
—Ya comprendo lo que quiere usted decir. No es una elección feliz. Dígame, ¿tienen servicio para estas cosas?
—Trimestral. Libre de cargo durante el período de garantía.
—Quise decir si lo hace usted.
—Mando a López.
—¿El tipo malhumorado?
—Yo no soy buen mecánico. Cuando toco una de estas cosas, parece que deja de funcionar por algún motivo.
—¿Lleva usted coche?
—Sí, pero si le pasa algo, mi hija lo arregla.
—Oh, sí, su hija. ¿Dónde está?
—En la escuela. Déjeme que le muestre este acoplamiento de acción instantánea –pero, por supuesto, cuando quiso hacer la demostración no acoplaba. Empujó y atornilló–. Pieza defectuosa –dijo desesperadamente.
—Déjeme probar –pidió el desconocido, y el acoplamiento funcionó con toda la suavidad del mundo–. ¿Qué edad tiene su hija? Dieciséis –respondió, y se puso furioso consigo mismo por haberlo hecho.
—Bueno –dijo el desconocido–, tengo que irme. Encantado con nuestra charla.
—¿No le gustaría ver cómo funciona la aspiradora? López le haría una demostración.
—No por el momento. Yo volveré a verle... o aquí o allá –dijo el hombre con vaga e insolente confianza, y desapareció por la puerta antes de que a Wormold se le ocurriera darle una tarjeta comercial. En la plaza donde nacía la calle Lamparilla se lo tragaron los alcahuetes y vendedores de lotería del mediodía de La Habana. López dijo:
—No tenía la menor intención de comprar.
—Entonces ¿qué quería?
—¿Quién sabe? Me miró un rato largo desde la vidriera. Me parece que tal vez, si usted no hubiera venido, me habría pedido que le consiga una chica. Pensó en aquel día, diez años atrás, y luego con intranquilidad en Milly, y deseó no haber contestado a tantas preguntas. También deseó que el acoplamiento de acción instantánea se hubiese acoplado siquiera por una vez con un golpe seco.
* Se publica con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial. GRAHAM GREENE (1904-1991) fue un prolífico novelista inglés. Entre sus novelas (algunas llevadas al cine) figuran: El tren de Estambul (1932), El poder y la gloria (1940), El revés de la trama (1948), El tercer hombre (1950), El fin de la aventura (1951), El americano tranquilo (1955), Nuestro hombre en La Habana (1958), Viajes con mi tía (1970), El cónsul honorario (1973) y El factor humano (1978).