136 años de “El Espectador”: cuando Porfirio Barba Jacob fue jefe de redacción
“El mensajero”, la biografía escrita por Fernando Vallejo sobre la vida del gran poeta colombiano, reconstruye sus años y escritos en este diario, hace casi un siglo. Fragmento.
Fernando Vallejo * / Especial para El Espectador
En Bogotá, cuando Barba Jacob entró a trabajar como Jefe de Redacción de El Espectador, alquilaron la parte baja de un apartamento en las inmediaciones de la Plaza de las Aguas. Se la alquilaba Ricardo Castillo, un cantante, que ocupaba la parte alta con sus dos hermanas. Adquirieron buena ropa, una máquina de escribir y algunos muebles, entre los cuales dos camas, y empezaron a vivir como la gente decente. En una ausencia de Barba Jacob y el cantante, Rafaelito juntó las dos camas, y sobre las dos camas las dos hermanas, y se entregó a la concelebración. A las diez y media de la noche, estando el trío orgiástico-incestuoso en pleno aquelarre, apareció Barba Jacob que había cancelado su proyectado viaje a Ibagué por sentirse muy enfermo. (Recomendamos: 136 años de El Espectador: Columna de don Guillermo Cano sobre la necesidad de negociar la paz en Colombia).
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En Bogotá, cuando Barba Jacob entró a trabajar como Jefe de Redacción de El Espectador, alquilaron la parte baja de un apartamento en las inmediaciones de la Plaza de las Aguas. Se la alquilaba Ricardo Castillo, un cantante, que ocupaba la parte alta con sus dos hermanas. Adquirieron buena ropa, una máquina de escribir y algunos muebles, entre los cuales dos camas, y empezaron a vivir como la gente decente. En una ausencia de Barba Jacob y el cantante, Rafaelito juntó las dos camas, y sobre las dos camas las dos hermanas, y se entregó a la concelebración. A las diez y media de la noche, estando el trío orgiástico-incestuoso en pleno aquelarre, apareció Barba Jacob que había cancelado su proyectado viaje a Ibagué por sentirse muy enfermo. (Recomendamos: 136 años de El Espectador: Columna de don Guillermo Cano sobre la necesidad de negociar la paz en Colombia).
«Rafael, vengo enfermo» entró diciendo, pero dándose cuenta de la situación añadió con delicadeza: «Dentro de media hora regreso». La máquina de escribir, la buena ropa y los escasos muebles incluidas las dos camas se los robaron completitos la noche que Rafael salió a acompañar a una muchacha dejando la puerta abierta como si estuviera en Suiza. Pero no: en Colombia estaban que es un país de ladrones. Cuando Barba Jacob regresó a su casa de El Espectador, a las diez, cansadísimo, y la encontró vacía, simplemente dijo: «Entonces vamos a dormir en el suelo tapándonos con periódicos ». Y así fue.
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En enero del veintiocho (1928), cuando era Jefe de Redacción de El Espectador de Bogotá, había escrito con intuición luminosa, a raíz de la llegada a Barranquilla, Colombia, de los aviadores Costes y Le Brix, el artículo «La epopeya del aire (divagación incoherente a propósito de un vuelo)», de proféticas palabras sobre la aviación: «La llegada de los jóvenes capitanes nos da una suerte de universalidad con que acaso no habíamos contado. Un día las estupendas proezas de la aviación vienen a probarnos que el milagro es ya un hecho cotidiano y a sugerirnos que las rutas del aire pueden llegar a ser mucho menos peligrosas que las rutas del suelo. La aviación consuma apenas sus primeras victorias definitivas, pero nos deja entrever mil admirables posibilidades cercanas. Ella prestará matemática seguridad a sus naves; sabrá ponerlas a cubierto de las mutaciones de la meteorología; les dará ensanche acorde con las exigencias del turismo, de la industria, del comercio. Se hará tal vez más rápida, de suerte que llegue a reducir las distancias. ¿Será así? Algo se resiste en nosotros a la admisión de una realidad que tiene tan vivas trazas de cercanía en el curso de los años…» Tal el comienzo.
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Barba Jacob se desempeñó como jefe de redacción y editorialista de El Espectador durante cinco meses, del dos de octubre de 1927 hasta fines de febrero del año siguiente. Aunque «desempeñó» no es la palabra propia en tratándose no de un burócrata sino de todo un señor poeta como Barba Jacob que se «parrandeó» día a día cinco meses El Espectador, el más viejo y serio y prestigioso diario de Colombia, el de los Cano, Luis y Gabriel, los hijos del fundador: el uno celoso guardián del prestigio del periódico ganado por su padre, el otro un ingenuo. El veinte de octubre, esto es poco después de haber entrado Barba Jacob a trabajar con ellos, empiezan a aparecer en primera plana una serie de reportajes insólitos sobre un duende que visitaba a una niña en una casa embrujada del barrio de San Diego.
El duende aparecía en medio de tenues luces azulosas y de una menuda lluvia de piedras ígneas que alumbraba con claridad rojiza la habitación de la niña aterrorizada. Juan Sin Miedo firmaba las crónicas… En Colombia en el año veintisiete no existía prensa amarillista.
El Espectador además era un periódico veraz y honesto, digno de toda fe, y nadie sospechó el engaño: Juan Sin Miedo era Barba Jacob, que con la aprobación de don Gabriel el ingenuo, y en ausencia de don Luis el celoso, daba su gran golpe periodístico. La vieja historia de «los fenómenos espíritas del Palacio de la Nunciatura» que ya conté, con que Ricardo Arenales había mantenido intrigada por varios días, desde El Demócrata, en el año veinte, a la capital de México.
La fórmula estaba probada, y ahora se le aplicaba a la capital de Colombia. El éxito de Juan Sin Miedo y sus crónicas sobre el duende de San Diego fue formidable: El Espectador empezó a superar en tiraje a los demás diarios bogotanos juntos. Aunque circulaba en la tarde, la ciudad esperaba su aparición impaciente desde tempranas horas de la mañana, ansiosa de conocer nuevos detalles sobre la niña víctima de ese galán misterioso y apuesto que la amaba y celaba con ardor y con furia. Masas compactas de curiosos comenzaron a desplazarse hacia San Diego en busca del duende enamorado, a indagar por fondas y tenduchos, a husmear en el interior de las casas. Nada, nadie sabía nada.
Entonces Barba Jacob, para burlar la curiosidad pública, trasladó su fantasma al barrio de San Cristóbal, en el otro extremo de Bogotá. Y en prueba de su existencia, en el prestigioso diario de los Cano que fundara don Fidel el patriarca, estampó en primera plana su mano, la mano del fantasma, con la leyenda de que el duende se la había enviado a Juan Sin Miedo en una hoja de papel.
Esa mano, que ustedes pueden ver impresa, en tinta negra, con sus huellas, en el ejemplar del veinticinco de ese mes de ese año de ese diario, que la Biblioteca Nacional de Bogotá ha conservado, es el testimonio más tangible que me queda de Barba Jacob, de su espíritu burlón, humo de marihuana, y el que más aprecio, más que las firmas de sus cartas, más que sus retratos: el que no me dieron, vaya, pues, Madame Hortense y los espiritistas de México, cuando intentábamos capturar, en parafina derretida, entre truenos y relámpagos, la huella probatoria de su mano, su presencia ectoplásmica.
El veintisiete, acabándose de esfumar el duende a causa del regreso indignado de don Luis a la ciudad, Barba Jacob dio un recital en la Casa del Estudiante. Ante el escaso público que concurrió a oírlo pese al mal tiempo reinante, comentó esa noche la evolución de su obra poética y declamó sus poesías. Al día siguiente, en su columna «Día a día», no firmada, reseñaba el acto con el más entusiasta autoelogio: se llamaba poeta profundo y original que venía a renovar la lírica colombiana. Y ni duda me cabe de que la reseña la escribió él: su estilo inigualable lo delata.
* Se publica con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial, sello Alfaguara.