200 años del canto de Walt Whitman
El poeta estadounidense nació un 31 de mayo de 1819 en Long Island. El aire que golpeaba en los árboles y se perdía entre trigales era el mismo que Whitman buscaba para sentarse a leer y no abandonar las raíces de su poesía.
Andrés Osorio Guillott
Whitman es la mano letal del poeta, es el verso de la salvación, la palabra que transforma. Whitman fue, es y será la fuerza vital de las letras que generan ensueño. Su Canto a mí mismo y sus Hojas de hierba son un homenaje a lo convulso de la vida, a lo indescifrable de nuestro comportamiento. Su obra visibiliza el valor de luchar en lo recóndito de nuestro interior para hallar la realización de una libertad propia, de una emancipación de lo impuesto, de lo que puede llamarse construcción social, de lo que se nos muestra establecido e inherente a una condición que por finita se convierte en conforme sin que nos enteremos.
El poeta se hizo por sus vivencias, por sus visiones, por sus aislamientos, por sus padecimientos. A Whitman lo asocian con el cuaquerismo por la descendencia cultural y social que traía su familia de Inglaterra y por la consolidación de un símbolo de divinidad propia e individual, de una divinidad que él mismo afirmó entre sus versos diciendo "Divino soy por dentro y por fuera, y santifico todo lo que toco y me toca".
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Su familia se mudó A Brooklyn pocos años después de su nacimiento. El oficio de su padre como carpintero determinó el viaje de la familia. Un ambiente obrero surgía en los suburbios de New York por un aparente crecimiento de la industria inmobiliaria. La fuerza laboral se impuso en aquel entonces y la imagen de los hombres que abandonaban su vida por su trabajo se fue calando en el interior de un niño que crecía en un paisaje grisáceo y de penuria.
Una nueva silla vacía se asomaba en las aulas y una nueva mano de obra empuñaba los ladrillos y las herramientas. Tan solo once años tenía Whitman cuando mostró su primer paso al costado retirándose del colegio y dedicándose de manera temprana a la vida supeditada al horario, a las órdenes, a las pequeñas lógicas del trabajo. La poesía aguardaba su aparición. Un largo letargo de la voz de todos se mantenía mientras el autor de Hojas de hierba escribía para el New York Aurora y para Long Islander, medio fundado por él.
Varios otoños, varias páginas de periódicos y varias horas destinadas a la contemplación del interior y de la cruda realidad tuvieron que pasar para que Whitman se aventara a escribir en un verso mediado por relatos de la Biblia, por la escritura y la reflexión contemporánea del escritor Ralph Waldo Emerson, quien lo elogió a través de una carta augurando que su porvenir como poeta sería fructífero y provechoso.
A principios de la década de 1850 el estadounidense ya dedicaba varios granos minúsculos de arena hallados en un reloj a la construcción de su voz, de una voz que era de todos, de una voz que se mostró hostil, que erosionó en la poesía de su patria y que profetizó un futuro en manos de antagonistas de la democracia y de algunos incógnitos que se reconocieron marginales y desinteresados en los ideales de progreso y de éxito individual.
Hojas de hierba se publicó en 1855 luego de algunos intentos fallidos por ser novelista. Supo que el canto de su libertad, proclamada por él como la voz de todos, como la voz de los combativos y los oprimidos, entonaba mejor en la poesía, en el verso libre, en el verso indisoluble con la esperanza de los humanos que no se atreven a ser devotos, que no se sienten capaces de fundar una nueva religión, que no le atribuyen a su voluntad el poder de rebelarse, de reinventarse, de asumir su propio destino con sus propias reglas.
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“Y ensartaré mis poemas como en un hilo,/ ya que el tiempo y los acontecimientos son coherentes,/ Y que todas las cosas del universo son profundos milagros,/ cada uno más profundo que otro cualquiera./ Yo no compondré poemas con referencia a las partes,/ Pero yo compondré poemas, canciones, pensamientos, con referencia al conjunto,/ Y yo no cantaré lo que se refiere a un solo día, sino lo que se refiere a todos los días,/ Y no compondré un poema ni la mínima parte de un poema que no haga referencia al alma,/ Porque habiendo contemplado los objetos del universo, compruebo que no hay ninguno, ni la más íntima parte de ninguno, que no tenga referencia al alma”, escribía Whitman en una de las páginas de aquel libro que se reeditó en varias ocasiones, recordando especialmente la voz testigo de la muerte, de la deshumanización de la guerra que Whitman presenció en la guerra civil de 1860 luego de que su hermano tuviera que retirarse por las heridas que sufrió en combate. El agobio y el padecer de los soldados heridos sensibilizó aún más el ojo atento del poeta. La melancolía se alimenta de la tinta, del transcurrir de las horas y los escritos que cada vez se comprometen más con ese todo que siempre quiso asumir Whitman, con ese espacio que pretendía la eternidad que su poesía ya había logrado con excelsitud, con la bondad de narrar al otro, de visibilizarlo, de incluirlo, de cantar una oda por él, por ella, por ellos, por todos.
Años después, otro estandarte de la literatura que transforma, que trastoca, que trasciende, realizó una traducción al español de Hojas de hierba. Jorge Luis Borges, fundador de una nueva narrativa, escribiría en el prólogo del libro: “El idioma de Whitman es un idioma contemporáneo; centenares de años pasarán antes que sea una lengua muerta. Entonces podremos traducirlo y recrearlo con plena libertad, como Jáuregui lo hizo con la Farsalia, o Chapman, Pope y Lawrence con la Odisea. Mientras tanto, no entreveo otra posibilidad que la de una versión como la mía, que oscila entre la interpretación personal y el rigor resignado. Un hecho me conforta. Recuerdo haber asistido hace muchos años a una representación de Macbeth; la traducción era no menos deleznable que los actores y que el pintarrajeado escenario, pero salí a la calle deshecho de pasión trágica. Shakespeare se había abierto camino; Whitman también lo hará”.

Whitman es la mano letal del poeta, es el verso de la salvación, la palabra que transforma. Whitman fue, es y será la fuerza vital de las letras que generan ensueño. Su Canto a mí mismo y sus Hojas de hierba son un homenaje a lo convulso de la vida, a lo indescifrable de nuestro comportamiento. Su obra visibiliza el valor de luchar en lo recóndito de nuestro interior para hallar la realización de una libertad propia, de una emancipación de lo impuesto, de lo que puede llamarse construcción social, de lo que se nos muestra establecido e inherente a una condición que por finita se convierte en conforme sin que nos enteremos.
El poeta se hizo por sus vivencias, por sus visiones, por sus aislamientos, por sus padecimientos. A Whitman lo asocian con el cuaquerismo por la descendencia cultural y social que traía su familia de Inglaterra y por la consolidación de un símbolo de divinidad propia e individual, de una divinidad que él mismo afirmó entre sus versos diciendo "Divino soy por dentro y por fuera, y santifico todo lo que toco y me toca".
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Su familia se mudó A Brooklyn pocos años después de su nacimiento. El oficio de su padre como carpintero determinó el viaje de la familia. Un ambiente obrero surgía en los suburbios de New York por un aparente crecimiento de la industria inmobiliaria. La fuerza laboral se impuso en aquel entonces y la imagen de los hombres que abandonaban su vida por su trabajo se fue calando en el interior de un niño que crecía en un paisaje grisáceo y de penuria.
Una nueva silla vacía se asomaba en las aulas y una nueva mano de obra empuñaba los ladrillos y las herramientas. Tan solo once años tenía Whitman cuando mostró su primer paso al costado retirándose del colegio y dedicándose de manera temprana a la vida supeditada al horario, a las órdenes, a las pequeñas lógicas del trabajo. La poesía aguardaba su aparición. Un largo letargo de la voz de todos se mantenía mientras el autor de Hojas de hierba escribía para el New York Aurora y para Long Islander, medio fundado por él.
Varios otoños, varias páginas de periódicos y varias horas destinadas a la contemplación del interior y de la cruda realidad tuvieron que pasar para que Whitman se aventara a escribir en un verso mediado por relatos de la Biblia, por la escritura y la reflexión contemporánea del escritor Ralph Waldo Emerson, quien lo elogió a través de una carta augurando que su porvenir como poeta sería fructífero y provechoso.
A principios de la década de 1850 el estadounidense ya dedicaba varios granos minúsculos de arena hallados en un reloj a la construcción de su voz, de una voz que era de todos, de una voz que se mostró hostil, que erosionó en la poesía de su patria y que profetizó un futuro en manos de antagonistas de la democracia y de algunos incógnitos que se reconocieron marginales y desinteresados en los ideales de progreso y de éxito individual.
Hojas de hierba se publicó en 1855 luego de algunos intentos fallidos por ser novelista. Supo que el canto de su libertad, proclamada por él como la voz de todos, como la voz de los combativos y los oprimidos, entonaba mejor en la poesía, en el verso libre, en el verso indisoluble con la esperanza de los humanos que no se atreven a ser devotos, que no se sienten capaces de fundar una nueva religión, que no le atribuyen a su voluntad el poder de rebelarse, de reinventarse, de asumir su propio destino con sus propias reglas.
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“Y ensartaré mis poemas como en un hilo,/ ya que el tiempo y los acontecimientos son coherentes,/ Y que todas las cosas del universo son profundos milagros,/ cada uno más profundo que otro cualquiera./ Yo no compondré poemas con referencia a las partes,/ Pero yo compondré poemas, canciones, pensamientos, con referencia al conjunto,/ Y yo no cantaré lo que se refiere a un solo día, sino lo que se refiere a todos los días,/ Y no compondré un poema ni la mínima parte de un poema que no haga referencia al alma,/ Porque habiendo contemplado los objetos del universo, compruebo que no hay ninguno, ni la más íntima parte de ninguno, que no tenga referencia al alma”, escribía Whitman en una de las páginas de aquel libro que se reeditó en varias ocasiones, recordando especialmente la voz testigo de la muerte, de la deshumanización de la guerra que Whitman presenció en la guerra civil de 1860 luego de que su hermano tuviera que retirarse por las heridas que sufrió en combate. El agobio y el padecer de los soldados heridos sensibilizó aún más el ojo atento del poeta. La melancolía se alimenta de la tinta, del transcurrir de las horas y los escritos que cada vez se comprometen más con ese todo que siempre quiso asumir Whitman, con ese espacio que pretendía la eternidad que su poesía ya había logrado con excelsitud, con la bondad de narrar al otro, de visibilizarlo, de incluirlo, de cantar una oda por él, por ella, por ellos, por todos.
Años después, otro estandarte de la literatura que transforma, que trastoca, que trasciende, realizó una traducción al español de Hojas de hierba. Jorge Luis Borges, fundador de una nueva narrativa, escribiría en el prólogo del libro: “El idioma de Whitman es un idioma contemporáneo; centenares de años pasarán antes que sea una lengua muerta. Entonces podremos traducirlo y recrearlo con plena libertad, como Jáuregui lo hizo con la Farsalia, o Chapman, Pope y Lawrence con la Odisea. Mientras tanto, no entreveo otra posibilidad que la de una versión como la mía, que oscila entre la interpretación personal y el rigor resignado. Un hecho me conforta. Recuerdo haber asistido hace muchos años a una representación de Macbeth; la traducción era no menos deleznable que los actores y que el pintarrajeado escenario, pero salí a la calle deshecho de pasión trágica. Shakespeare se había abierto camino; Whitman también lo hará”.