“232 días”: lo que no se puede cambiar
El libro se compone de poemas creados por Francisco Pulgarín, quien desde el día en el que se enteró de que su madre tenía cáncer escribió para sobrellevar el tratamiento y su muerte.
Laura Camila Arévalo Domínguez
La tolerancia llega cuando ya no hay nada que tolerar. La paciencia, virtud que perdemos cuando tenemos demasiada cotidianidad en los ojos, llega con la pérdida: si olvidamos nuestra propia mortalidad, cómo no olvidar la de los demás. Además de que las personas que amamos pueden irse, también pueden morirse. Así como nosotros moriremos. Así como todos morirán. La felicidad se nos escapa. Cuando la vemos con distancia, cuando no la sentimos, pero sí la recordamos, se hacen visibles los detalles de la fortuna que perdimos, pero que daríamos todo por recuperar: el olor del otro, los lugares, las canciones, los gestos, los días en los que, como ya hemos escuchado varias veces, fuimos felices y no lo supimos. Entre muchos otros asuntos, 232 días es un libro sobre la conciencia de un amor que se fue yendo, que se fue apagando lenta y tortuosamente.
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La tolerancia llega cuando ya no hay nada que tolerar. La paciencia, virtud que perdemos cuando tenemos demasiada cotidianidad en los ojos, llega con la pérdida: si olvidamos nuestra propia mortalidad, cómo no olvidar la de los demás. Además de que las personas que amamos pueden irse, también pueden morirse. Así como nosotros moriremos. Así como todos morirán. La felicidad se nos escapa. Cuando la vemos con distancia, cuando no la sentimos, pero sí la recordamos, se hacen visibles los detalles de la fortuna que perdimos, pero que daríamos todo por recuperar: el olor del otro, los lugares, las canciones, los gestos, los días en los que, como ya hemos escuchado varias veces, fuimos felices y no lo supimos. Entre muchos otros asuntos, 232 días es un libro sobre la conciencia de un amor que se fue yendo, que se fue apagando lenta y tortuosamente.
A Edilma, la madre de Francisco Pulgarín, le diagnosticaron cáncer. Ese día comenzó un trayecto de 232 días hacia, como dice él, las puertas del infierno: la enfermedad, que ya había ocupado varias partes del cuerpo de su mamá, fue revelando, poco a poco, que no cedería a tratamientos, que ya era tarde.
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A medida que avanzaban las quimioterapias, Pulgarín tenía que ir lidiando con la imagen del deterioro: heridas, cansancio, dolores. Tenía que ir lidiando con el principio del fin.
Ella, que siempre había sido valiente, le confesaba que le tenía miedo a la oscuridad. Él, que siempre se había sentido protegido por ella, le prendía la luz del baño para que durmiera más tranquila. Ella le temía a que todo se quedara en penumbras: la confirmación de que así como el día, su vida también acabaría.
Y si la muerte le cerraría los ojos, y si ese final era tan radical como para no volver a abrirlos nunca más… No quería irse. Si es que muchos se salvaban. Si muchos podían decir que “vencieron en esa batalla contra el cáncer”, pero es que resulta que esa pelea se pierde desde que se nace. Si se nace, se muere. Además de la vida, no se pierde nada al morir. No hay competencia. Nadie gana esa carrera. Al morir se confirma la condición humana, la fragilidad del cuerpo.
Para no morir de dolor con ella o por ella, Pulgarín escribía. La intolerancia al sufrimiento de su madre la tramitaba en frente del computador con poemas sobre el balcón de la casa y ella, el miedo y ella, el amor y ella, la vida y ella, y al final, muy cerca del final, cuando por fin entendió que su madre no sobreviviría, sobre la muerte y ella.
Vivimos días felices a sabiendas de que estamos abriendo heridas: las dichas se convertirán en recuerdos de que el tiempo pasó, de que un amor murió, de que la alegría siempre se convierte en melancolía. Pulgarín sabía que, a pesar de que a veces lograran momentos de calma, de relativa felicidad, vendrían los crueles: ni el sueño aliviaría los dolores.
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El cáncer es inclemente. Es cruel, como él lo dice en el libro, porque la esperanza que regala tiene precios altísimos que se pagan con el riesgo de que no pase nada. O de que pase todo. Se atraviesan los dolorosos caminos de la quimioterapia para conseguir algo más de vida, pero puede que solo se obtenga algo más de padecimiento, que desgasta la fuerza vital, que solo acerca a la muerte.
La cotidianidad: cables, olor a medicamentos, dolores, labios resecos, delgadez, cansancio, irritabilidad, un destello de luz, otra vez los cables. Al dormir se cierra un capítulo. Y la mañana... Ese despertar contiene un sinsabor, y es el de comenzar algo con la oscuridad a cuestas. Como si ese día que se inicia ya se hubiese perdido: para qué vivir sabiendo que se acabará tan pronto, sabiendo que dolerá tanto... La vida pierde sentido. Los rayos del sol se convierten en una burla, en un recordatorio de que todos los demás sí pueden ser felices.
Al leer los poemas de Pulgarín el duelo se siente cercano. El duelo de ella, que se comienza a despedir de la vida, y el duelo de él, que se comienza a despedir de ella. Cada uno de estos textos, que tienen párrafos que dan cuenta del momento en el que los escribió para contar la historia del transcurrir de su madre enferma y de él cuidándola, hablan de frustraciones tan cercanas como la pulsión por detener un rato el paso del tiempo para llorar en paz, para asimilar la debacle sin afán. Pero el mundo no se detiene. Nuestras heridas, tan hondas y paralizantes, no son tan grandes ni fuertes ni importantes como para que el universo nos regale segundos de descanso.
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“Al horror de la vida debo sumarle ahora el horror de su muerte”, escribió momentos después de que ella falleciera. Estaba en sus brazos. Pensó que él también moriría, quiso morirse, y no. Tampoco funciona así. Mientras haya vida, hay esperanza, dicen, pero no cuentan con que durante esos dolores la muerte se ve como una salida. Duele tanto, que queremos que se acabe, que se apague. Sobre este ardor es este libro. Sobre intentar despedirse de un mundo que nos reclama, así nosotros ya no queramos el mundo.