70 años después, surge una nueva hipótesis: las llamas del fascismo en Bogotá
¿Fueron los episodios del 6 de septiembre de 1952 actos de terrorismo de Estado, dentro del plan de establecer dictaduras como la española y la portuguesa? Revelamos declaración inédita de Carlos Lleras Restrepo.
Guillermo Pérez Flórez * / Especial para El Espectador
“¿Usted sabe disparar?”, le preguntó Carlos Lleras Restrepo a su alumno de veinte años Néstor Hernando Parra. “Estupendamente”, contestó él, e inmediatamente le recibió un revólver. Setenta años después de sucedido el hecho, confiesa que nunca en su vida había empuñado ni disparado un arma.
La anterior conversación tuvo lugar el 6 de septiembre de 1952 en la casa de Lleras, ubicada en la calle 70A número 7-37 de Bogotá, el día en que fueron atacados e incendiados, además de ésta, El Espectador, El Tiempo, la sede liberal en la plazoleta Santander, la casa de Alfonso López Pumarejo y, por equivocación, las oficinas de la petrolera Esso. ¿Quiénes fueron los responsables? La narrativa impulsada por el gobierno, que terminó por imponerse, aseguraba que fueron producto del sectarismo de la época, ejecutados por una turba exaltada con apoyo de la policía ‘chulavita’, como reacción por el asesinato de cinco policías en Rovira (Tolima).
Los hechos han caído casi en el olvido, sepultados por otros acontecimientos trágicos y seguramente también por la decisión de las élites de no remover el pasado para preservar la convivencia construida con el Frente Nacional. Una especie de olvido y perdón social. Sin embargo, es tiempo de volver a estudiarlos y de proponer reinterpretaciones, pues a pesar de que se abrió “una rigurosa investigación”, según lo afirmó el presidente Roberto Urdaneta Arbeláez, asistida por el procurador general de la Nación, Álvaro Copete Lizarralde, nunca se castigó a los autores materiales, pese a que se conocieron varios de sus nombres, ni se establecieron los autores intelectuales. No hubo verdad, ni justicia, ni garantías de no repetición.
Para algunas personas estos hechos son imborrables. Una de ellas, probablemente el único testigo ático que aún vive, es precisamente Parra Escobar, el “estudiante de derecho de la Universidad Libre”, a quien visité hace unas semanas en su residencia en Valencia (España). En anteriores ocasiones habíamos hablado de tales sucesos. Esta vez, sin embargo, me dio un testimonio ordenado y planteó una tesis nueva. La expuso desde su atalaya mediterránea, con la serenidad que solo dan los años y la distancia temporal y geográfica, libre de toda pasión e interés. Es una apreciación novedosa que puede ser de utilidad para entender lo sucedido la noche del 6 y el amanecer del 7 de septiembre, y otros hechos de ese período acaecidos antes y después.
La tesis
En su opinión, estos episodios hay que analizarlos en una perspectiva más amplia. Desde hacía unos años se venía cocinando un plan para establecer en Colombia una dictadura como la de Francisco Franco en España y Oliveira Salazar en Portugal. Se quería instituir una especie de ‘Estado Novo’, de perfiles corporativistas, con amplios poderes del ejecutivo para controlar el Estado, a imagen y semejanza de la constitución portuguesa de 1933, la cual se inspiraba en la interpretación de dos encíclicas papales. Para ello era preciso aniquilar a la oposición y silenciar la prensa. El partido Liberal hacía una férrea oposición en el Congreso Nacional, aunque en momentos críticos nunca se negó a colaborar para restablecer la paz política, como sucedió el 9 de abril del 48. Ejercía, además, una insoslayable influencia sobre guerrillas que se reclamaban liberales. Para materializar el propósito se convocaría a una Asamblea Nacional Constituyente, que debería aprobar el proyecto de una Comisión de Estudios Constitucionales conformada el año anterior.
Desde este ángulo, hechos como el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, el cierre del Congreso el 9 de noviembre del 49, el intento de asesinato del candidato presidencial del liberalismo, Darío Echandía, en el que murió su hermano Vicente, podrían tener un mismo conector: la tentación de instaurar esa dictadura. Los incendios en Bogotá tendrían también como objetivo destruir el acervo probatorio que el liberalismo había logrado recopilar sobre la violencia oficial y la complicidad de sectores de la Iglesia católica. Para algunos sacerdotes, los liberales eran masones, comunistas y ateos, y su eliminación física era legítima.
Monseñor Miguel Ángel Builes creía que la política colombiana estaba dividida entre el comunismo, representado por el liberalismo, y el orden cristiano, por el conservatismo. Así, había que combatir la conspiración judeo-masónica y comunista mundial de la que hablaba Laureano Gómez. Parra asegura haber visto en la casa liberal de Bogotá fotografías de sacerdotes exhibiendo calaveras en los púlpitos para incitar a la violencia contra los liberales. Por esto, el interés de quemar los diarios liberales, las residencias de López y de Lleras, y la sede liberal, había que desaparecer toda prueba que inculpara al contubernio del conservatismo y la Iglesia.
Parra lo recuerda todo. La persecución al liberalismo; la amistad con su maestro, a quien ayudó a salvar la vida, liándose a tiros con los asaltantes, escapando por los tejados hacia una casa vecina y luego a la sede de la embajada de México. Lo que sucedió quedó consignado en una declaración juramentada de Lleras ante un juez, escrita a pocos días del suceso. Esta da cuenta detallada de las condiciones de modo, tiempo y lugar en que perdió su casa, sus archivos personales y su biblioteca, que iba por los siete mil volúmenes. Ese incendio habría podido terminar en una tragedia horrible. Ese sábado le celebraban el cumpleaños a la hija menor de Lleras, la residencia estaba llena de niños y niñas, la cual ordenó desalojar advertido como había sido por varias personas de que iban a incendiarla. La orientación que recibió un grupo transportado en un camión, bebiendo ron, no daba lugar a dudas: “A la casa de López, a la casa de Lleras”. Tenían instrucciones.
Un año después del infausto día, Guillermo Cano, testigo presencial del incendio a El Espectador, escribió una aguda crónica de la cual se puede colegir que tales hechos fueron dirigidos y ejecutados por agentes del Estado, y no el resultado de la exaltación de ánimos populares, a consecuencia del asesinato de los policías, como se quiso presentar. “Allí no, allí queda la Esso”, dice Cano que se escuchó en las inmediaciones de El Espectador. Violencia selectiva. Una parte de los acontecimientos tuvo lugar en el corazón de la capital, a pocas calles del palacio de gobierno, después de un desfile fúnebre en el que participaron el presidente Urdaneta, el ministro de Obras Jorge Leyva y policías, con los féretros abiertos y los cadáveres de los policías, preparados “para ofrecer un espectáculo macabro”, a los que se les hicieron fotografías que fueron distribuidas a los periódicos. Hubo un libreto que incluyó la participación de plañideras en el desfile fúnebre. Es decir, una puesta en escena casi perfecta. Días antes, de manera intempestiva, había sido destituido el jefe de bomberos de Bogotá, quien “conocía al dedillo todo el complicado sistema de hidrantes” de la ciudad, según la crónica de Cano.
El 13 de septiembre, Urdaneta quiso justificar los hechos diciendo: “Esencialmente son condenables y en forma expresa los condeno. Ya lo hice en nombre del gobierno la noche misma de la desgracia y se ordenó abrir rigurosa investigación que será asistida por al procurador general de la Nación, ilustre jurisconsulto de filiación liberal”. Para él, las causas estaban en el 9 de abril de 1948, cuando “las hordas enfurecidas convirtieron en escombros parte importante de la capital y tornaron en cenizas la mansión del Primado, redujeron a escombros el Palacio de Justicia y de la Cancillería, así como las imprentas que creían adversas y la residencia del gran repúblico Laureano Gómez”. Era, pues, una especie de venganza histórica.
He escuchado varias veces el testimonio de Parra, he releído la declaración juramentada de Lleras y la crónica de Cano, y luego de hacerlo no me cabe duda de que este fue un caso de terrorismo de Estado, con una clara intención política, dentro de la hipótesis de Parra. Muchos indicios y hechos dan fuerza a su tesis. La participación policial fue clara y directa. El incendio se habría podido evitar si las autoridades no hubieran obrado con negligencia deliberada. Los actos de vandalismo de la “chusma” fueron un efecto colateral estimulado en algunos casos por funcionarios de la alcaldía de Bogotá y por “miembros del Jockey Club que salieron a animar a los pirómanos”, a decir de Carlos Lleras de la Fuente en un escrito para la revista Diners.
La enfermedad de Laureano Gómez, que lo obligó a cederle el poder a Urdaneta, y el golpe de Estado de Rojas Pinilla en el 53 cambiaron el curso de los acontecimientos y desactivaron el intento de instaurar esa dictadura fascista de partido único y orientación corporativista, inspirada en los regímenes de Franco y Salazar. De allí la complacencia de muchos liberales, entre ellos la de Darío Echandía, quien calificara ese golpe militar como un “golpe de opinión”. Han pasado 70 años, pero aún hay quien tiene los recuerdos intactos, con lucidez para plantear nuevas hipótesis, bajo cuyas luces resultan más entendibles los convulsos acontecimientos de la mitad del siglo XX en Colombia, por los que muchas personas tuvieron que aprender a disparar.
* Abogado, comunicador social y periodista. Miembro de la Academia Colombiana de Jurisprudencia y de la Academia de Historia del Tolima.
“¿Usted sabe disparar?”, le preguntó Carlos Lleras Restrepo a su alumno de veinte años Néstor Hernando Parra. “Estupendamente”, contestó él, e inmediatamente le recibió un revólver. Setenta años después de sucedido el hecho, confiesa que nunca en su vida había empuñado ni disparado un arma.
La anterior conversación tuvo lugar el 6 de septiembre de 1952 en la casa de Lleras, ubicada en la calle 70A número 7-37 de Bogotá, el día en que fueron atacados e incendiados, además de ésta, El Espectador, El Tiempo, la sede liberal en la plazoleta Santander, la casa de Alfonso López Pumarejo y, por equivocación, las oficinas de la petrolera Esso. ¿Quiénes fueron los responsables? La narrativa impulsada por el gobierno, que terminó por imponerse, aseguraba que fueron producto del sectarismo de la época, ejecutados por una turba exaltada con apoyo de la policía ‘chulavita’, como reacción por el asesinato de cinco policías en Rovira (Tolima).
Los hechos han caído casi en el olvido, sepultados por otros acontecimientos trágicos y seguramente también por la decisión de las élites de no remover el pasado para preservar la convivencia construida con el Frente Nacional. Una especie de olvido y perdón social. Sin embargo, es tiempo de volver a estudiarlos y de proponer reinterpretaciones, pues a pesar de que se abrió “una rigurosa investigación”, según lo afirmó el presidente Roberto Urdaneta Arbeláez, asistida por el procurador general de la Nación, Álvaro Copete Lizarralde, nunca se castigó a los autores materiales, pese a que se conocieron varios de sus nombres, ni se establecieron los autores intelectuales. No hubo verdad, ni justicia, ni garantías de no repetición.
Para algunas personas estos hechos son imborrables. Una de ellas, probablemente el único testigo ático que aún vive, es precisamente Parra Escobar, el “estudiante de derecho de la Universidad Libre”, a quien visité hace unas semanas en su residencia en Valencia (España). En anteriores ocasiones habíamos hablado de tales sucesos. Esta vez, sin embargo, me dio un testimonio ordenado y planteó una tesis nueva. La expuso desde su atalaya mediterránea, con la serenidad que solo dan los años y la distancia temporal y geográfica, libre de toda pasión e interés. Es una apreciación novedosa que puede ser de utilidad para entender lo sucedido la noche del 6 y el amanecer del 7 de septiembre, y otros hechos de ese período acaecidos antes y después.
La tesis
En su opinión, estos episodios hay que analizarlos en una perspectiva más amplia. Desde hacía unos años se venía cocinando un plan para establecer en Colombia una dictadura como la de Francisco Franco en España y Oliveira Salazar en Portugal. Se quería instituir una especie de ‘Estado Novo’, de perfiles corporativistas, con amplios poderes del ejecutivo para controlar el Estado, a imagen y semejanza de la constitución portuguesa de 1933, la cual se inspiraba en la interpretación de dos encíclicas papales. Para ello era preciso aniquilar a la oposición y silenciar la prensa. El partido Liberal hacía una férrea oposición en el Congreso Nacional, aunque en momentos críticos nunca se negó a colaborar para restablecer la paz política, como sucedió el 9 de abril del 48. Ejercía, además, una insoslayable influencia sobre guerrillas que se reclamaban liberales. Para materializar el propósito se convocaría a una Asamblea Nacional Constituyente, que debería aprobar el proyecto de una Comisión de Estudios Constitucionales conformada el año anterior.
Desde este ángulo, hechos como el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, el cierre del Congreso el 9 de noviembre del 49, el intento de asesinato del candidato presidencial del liberalismo, Darío Echandía, en el que murió su hermano Vicente, podrían tener un mismo conector: la tentación de instaurar esa dictadura. Los incendios en Bogotá tendrían también como objetivo destruir el acervo probatorio que el liberalismo había logrado recopilar sobre la violencia oficial y la complicidad de sectores de la Iglesia católica. Para algunos sacerdotes, los liberales eran masones, comunistas y ateos, y su eliminación física era legítima.
Monseñor Miguel Ángel Builes creía que la política colombiana estaba dividida entre el comunismo, representado por el liberalismo, y el orden cristiano, por el conservatismo. Así, había que combatir la conspiración judeo-masónica y comunista mundial de la que hablaba Laureano Gómez. Parra asegura haber visto en la casa liberal de Bogotá fotografías de sacerdotes exhibiendo calaveras en los púlpitos para incitar a la violencia contra los liberales. Por esto, el interés de quemar los diarios liberales, las residencias de López y de Lleras, y la sede liberal, había que desaparecer toda prueba que inculpara al contubernio del conservatismo y la Iglesia.
Parra lo recuerda todo. La persecución al liberalismo; la amistad con su maestro, a quien ayudó a salvar la vida, liándose a tiros con los asaltantes, escapando por los tejados hacia una casa vecina y luego a la sede de la embajada de México. Lo que sucedió quedó consignado en una declaración juramentada de Lleras ante un juez, escrita a pocos días del suceso. Esta da cuenta detallada de las condiciones de modo, tiempo y lugar en que perdió su casa, sus archivos personales y su biblioteca, que iba por los siete mil volúmenes. Ese incendio habría podido terminar en una tragedia horrible. Ese sábado le celebraban el cumpleaños a la hija menor de Lleras, la residencia estaba llena de niños y niñas, la cual ordenó desalojar advertido como había sido por varias personas de que iban a incendiarla. La orientación que recibió un grupo transportado en un camión, bebiendo ron, no daba lugar a dudas: “A la casa de López, a la casa de Lleras”. Tenían instrucciones.
Un año después del infausto día, Guillermo Cano, testigo presencial del incendio a El Espectador, escribió una aguda crónica de la cual se puede colegir que tales hechos fueron dirigidos y ejecutados por agentes del Estado, y no el resultado de la exaltación de ánimos populares, a consecuencia del asesinato de los policías, como se quiso presentar. “Allí no, allí queda la Esso”, dice Cano que se escuchó en las inmediaciones de El Espectador. Violencia selectiva. Una parte de los acontecimientos tuvo lugar en el corazón de la capital, a pocas calles del palacio de gobierno, después de un desfile fúnebre en el que participaron el presidente Urdaneta, el ministro de Obras Jorge Leyva y policías, con los féretros abiertos y los cadáveres de los policías, preparados “para ofrecer un espectáculo macabro”, a los que se les hicieron fotografías que fueron distribuidas a los periódicos. Hubo un libreto que incluyó la participación de plañideras en el desfile fúnebre. Es decir, una puesta en escena casi perfecta. Días antes, de manera intempestiva, había sido destituido el jefe de bomberos de Bogotá, quien “conocía al dedillo todo el complicado sistema de hidrantes” de la ciudad, según la crónica de Cano.
El 13 de septiembre, Urdaneta quiso justificar los hechos diciendo: “Esencialmente son condenables y en forma expresa los condeno. Ya lo hice en nombre del gobierno la noche misma de la desgracia y se ordenó abrir rigurosa investigación que será asistida por al procurador general de la Nación, ilustre jurisconsulto de filiación liberal”. Para él, las causas estaban en el 9 de abril de 1948, cuando “las hordas enfurecidas convirtieron en escombros parte importante de la capital y tornaron en cenizas la mansión del Primado, redujeron a escombros el Palacio de Justicia y de la Cancillería, así como las imprentas que creían adversas y la residencia del gran repúblico Laureano Gómez”. Era, pues, una especie de venganza histórica.
He escuchado varias veces el testimonio de Parra, he releído la declaración juramentada de Lleras y la crónica de Cano, y luego de hacerlo no me cabe duda de que este fue un caso de terrorismo de Estado, con una clara intención política, dentro de la hipótesis de Parra. Muchos indicios y hechos dan fuerza a su tesis. La participación policial fue clara y directa. El incendio se habría podido evitar si las autoridades no hubieran obrado con negligencia deliberada. Los actos de vandalismo de la “chusma” fueron un efecto colateral estimulado en algunos casos por funcionarios de la alcaldía de Bogotá y por “miembros del Jockey Club que salieron a animar a los pirómanos”, a decir de Carlos Lleras de la Fuente en un escrito para la revista Diners.
La enfermedad de Laureano Gómez, que lo obligó a cederle el poder a Urdaneta, y el golpe de Estado de Rojas Pinilla en el 53 cambiaron el curso de los acontecimientos y desactivaron el intento de instaurar esa dictadura fascista de partido único y orientación corporativista, inspirada en los regímenes de Franco y Salazar. De allí la complacencia de muchos liberales, entre ellos la de Darío Echandía, quien calificara ese golpe militar como un “golpe de opinión”. Han pasado 70 años, pero aún hay quien tiene los recuerdos intactos, con lucidez para plantear nuevas hipótesis, bajo cuyas luces resultan más entendibles los convulsos acontecimientos de la mitad del siglo XX en Colombia, por los que muchas personas tuvieron que aprender a disparar.
* Abogado, comunicador social y periodista. Miembro de la Academia Colombiana de Jurisprudencia y de la Academia de Historia del Tolima.