80 años de Isabel Allende: fragmento de la novela “Amor”
Con motivo de su cumpleaños 80, la introducción del libro en el que la narradora chilena escribe abiertamente sobre sus experiencias eróticas y sexuales.
Isabel Allende * / Especial para El Espectador
TODOS LOS PECADOS CAPITALES
Mi vida sexual comenzó temprano, más o menos a los cinco años, en el kindergarten de las monjas ursulinas, en Santiago de Chile. Supongo que hasta ese momento había permanecido en el limbo de la inocencia, pero no tengo recuerdos de aquella prístina edad relacionados con mi curiosidad sexual. Mi primera experiencia consistió en tragarme casualmente una pequeña muñeca de baquelita, de esas que ponían en las tortas de cumpleaños. «Te va a crecer adentro de la panza, te vas a poner redonda y después te nacerá un bebé», me explico mi mejor amiga, que acababa de tener un hermanito. ¡Un hijo! Era lo último que yo deseaba.
Siguieron días terribles, me dio fiebre, perdí el apetito y vomitaba escondida en el baño. Mi amiga confirmó que los síntomas eran iguales a los de su mamá antes de dar a luz. Por fin una monja me obligo a confesar la verdad y admití hipando que estaba encinta. Me vi cogida de un brazo y llevada en volandas hasta la oficina de la madre superiora, que llamó a mi casa para avisar que me habían suspendido por indecente. De esta manera trágica nació mi horror por las muñecas y mi interés por ese asunto misterioso cuyo nombre no debía pronunciarse: sexo. (Recomendamos: Isabel Allende y sus recuerdos de Colombia. Entrevista de Nelson Fredy Padilla).
Las niñas de mi generación carecíamos de instinto sexual, eso lo inventaron Master y Johnson mucho después. Sólo los varones padecían de ese mal, que podía conducirlos al infierno y hacer de ellos unos faunos en potencia durante todas sus vidas. Cuando las niñas preguntábamos algo escabroso, recibíamos dos tipos de respuesta, según la madre que nos tocara en suerte. La explicación tradicional era la cigüeña, que traía los bebés de París, y la moderna era sobre flores y abejas. Mi madre era moderna, pero la relación entre el polen y la muñeca en mi barriga me resultaba poco clara.
A los siete años las monjas me prepararon para la primera comunión. Antes de recibir la hostia consagrada había que confesarse. Me llevaron a la iglesia, me arrodillé temblando en un confesionario sepulcral, separada del sacerdote por una polvorienta cortina de felpa negra, y traté de recordar mi, lista de pecados. Para no cometer la herejía de comulgar con alguna falta olvidada, había puesto en mi lista todo lo que figuraba en el decálogo de pecados posibles, desde robar y matar, hasta codiciar los bienes ajenos, pero estaba tan asustada que no pude sacar la voz. El cura esperó un tiempo prudente y luego tomo la iniciativa. En medio de la oscuridad y el olor a incienso escuché una voz con acento de Galicia. (Más: Semblanza de vida de la autora chilena Isabel Allende).
—¿Te has tocado el cuerpo con las manos? —me preguntó. —Si, padre —farfullé. —¿A menudo, hija? —Todos los días… —¡Todos los días! ¡Esa es una ofensa gravísima a los ojos de Dios, la pureza es la mayor virtud de una niña, debes prometerme que no lo harás más!
Prometí, aunque no podía imaginar como iba a lavarme la cara o cepillarme los dientes sin tocarme el cuerpo con las manos. (Treinta y tantos años más tarde, este traumático episodio me sirvió para una escena de Eva Luna. Nada se pierde, todo se puede reciclar en la literatura.)
LAS LLAVES DE LA LUJURIA
Nací en el sur del mundo durante la Segunda Guerra Mundial, en el seno de una familia emancipada e intelectual en algunos aspectos, muy pocos, y paleolítica en todos los demás. Me crié en el hogar de mis abuelos, un caserón estrafalario donde deambulaban los fantasmas invocados por mi abuela con su mesa de patas de león, un pesado mueble español que, después de dar varias vueltas por el mundo, terminó en mi poder en California. Vivían allí dos tíos solteros, bastante excéntricos, como casi todos los miembros de mi familia.
Uno de ellos había pasado varios años en la India y volvió convertido en faquir, se alimentaba de zanahorias y andaba cubierto apenas por un taparrabo, recitando los múltiples nombres de Dios en sánscrito. El otro era un personaje apasionado de la lectura, huraño y generoso, parecido en aspecto a Carlos Gardel, el ruiseñor del tango. (Ambos sirvieron de modelos —algo exagerados, lo admito— para Jaime y Nicolás Trueba en La casa de los espíritus.)
Gracias al tío amante de la lectura, la casa estaba llena de libros que se amontonaban por todas partes, crecían como una flora indomable y se reproducían en el secreto de la noche. Nadie censuraba o guiaba mis lecturas; así, leí al Marqués de Sade a los nueve años, pero sus textos eran demasiados avanzados para mi edad, ya que el autor daba por sabidas cosas que yo ignoraba por completo, me faltaban referencias elementales. El único hombre que había visto desnudo era mi tío, el faquir, sentado en el patio en la posición del loto contemplando la luna, y me sentí defraudada por ese pequeño apéndice que descansaba entre sus piernas y cabía holgadamente en mi estuche de lápices de colores. ¿Tanto alboroto por eso?
A los once años yo vivía en Bolivia, porque mi madre se había casado con un diplomático, hombre de ideas avanzadas, que me puso en un colegio mixto. Tardé varios meses en acostumbrarme a convivir con varones, andaba eternamente con las orejas rojas y el corazón a saltos, me enamoraba cada día de un chico diferente. Mis compañeros eran unos salvajes cuyas actividades se limitaban al fútbol y las peleas en el recreo, mientras que las niñas estábamos en la etapa de medirnos el busto y anotar en una libreta los besos que recibíamos, especificando los detalles: con quién, dónde, cómo. Algunas afortunadas podían escribir: Felipe, en el baño, con lengua. Mi libreta estaba en blanco. Fingía que esas tonterías no me interesaban, me vestía de hombre y trepaba a los árboles para disimular que era casi enana y tenía el sex-appeal de un pollo desplumado.
En la clase de biología nos enseñaban algo de anatomía, pero conocíamos mejor el sistema reproductivo de la mosca que el nuestro. Eran tantos los eufemismos para describir el proceso de gestación de un crío, que era imposible visualizarlo; lo más atrevido que nos mostraron fue la estilizada ilustración de una madre amamantando a un recién nacido. Del resto nada sabíamos y nunca nos mencionaron el placer, así es que el meollo del asunto se nos escapaba. ¿Por qué los adultos hacían esa cochinada? La erección era un secreto bien guardado por los muchachos, como la menstruación lo era por las niñas. Yo era buena lectora y a veces encontraba alguna referencia oblicua en los libros, pero en esa época ya no contaba con la vasta biblioteca de mi tío y no había literatura erótica en las casas decentes.
En esa escuela mixta de Bolivia las relaciones con los muchachos consistían en empujones, manotazos y recados de las amigas: dice el Keenan que quiere darte un beso; dile que sí pero con los ojos cerrados; dice que ahora ya no tiene ganas; dile que es un estúpido; dice que más estúpida eres tú; y así nos pasábamos todo el año escolar. La máxima intimidad consistía en masticar por turnos el mismo chicle. Una vez pude luchar cuerpo a cuerpo con el famoso Keenan, un pelirrojo de grandes orejas a quien todas las niñas amábamos en secreto, porque su papá era rico y tenían piscina.
Me hizo sangrar por la nariz, pero ese chiquillo pecoso y jadeante aplastándome contra las piedras del patio es uno de los recuerdos más excitantes de mi vida. En otra ocasión, en una fiesta, Keenan me invitó a bailar. A La Paz no había llegado el impacto del rock, que empezaba a sacudir al mundo, y todavía nos arrullaban Nat King Cole y Bing Crosby. (¡Oh, Dios! ¡Era la prehistoria!) Se bailaba abrazados, a veces con las mejillas pegadas, pero yo era tan diminuta que la mía apenas alcanzaba la hebilla del cinturón de cualquier joven normal.
Por suerte, Keenan era bajo para su edad. Me apretó un poco y sentí algo duro a la altura del bolsillo de su pantalón y de mis costillas. Le di unos golpecitos con las puntas de los dedos y le pedí que se quitara las llaves, porque me hacían daño. Salió corriendo y no regresó a la fiesta. Ahora, que conozco mejor la naturaleza masculina, la única explicación que se me ocurre para su comportamiento es que tal vez no eran las llaves. Pobre niño.
* Se publica por cortesía de Penguin Random House Grupo Editorial, sello Plaza & Janés.
TODOS LOS PECADOS CAPITALES
Mi vida sexual comenzó temprano, más o menos a los cinco años, en el kindergarten de las monjas ursulinas, en Santiago de Chile. Supongo que hasta ese momento había permanecido en el limbo de la inocencia, pero no tengo recuerdos de aquella prístina edad relacionados con mi curiosidad sexual. Mi primera experiencia consistió en tragarme casualmente una pequeña muñeca de baquelita, de esas que ponían en las tortas de cumpleaños. «Te va a crecer adentro de la panza, te vas a poner redonda y después te nacerá un bebé», me explico mi mejor amiga, que acababa de tener un hermanito. ¡Un hijo! Era lo último que yo deseaba.
Siguieron días terribles, me dio fiebre, perdí el apetito y vomitaba escondida en el baño. Mi amiga confirmó que los síntomas eran iguales a los de su mamá antes de dar a luz. Por fin una monja me obligo a confesar la verdad y admití hipando que estaba encinta. Me vi cogida de un brazo y llevada en volandas hasta la oficina de la madre superiora, que llamó a mi casa para avisar que me habían suspendido por indecente. De esta manera trágica nació mi horror por las muñecas y mi interés por ese asunto misterioso cuyo nombre no debía pronunciarse: sexo. (Recomendamos: Isabel Allende y sus recuerdos de Colombia. Entrevista de Nelson Fredy Padilla).
Las niñas de mi generación carecíamos de instinto sexual, eso lo inventaron Master y Johnson mucho después. Sólo los varones padecían de ese mal, que podía conducirlos al infierno y hacer de ellos unos faunos en potencia durante todas sus vidas. Cuando las niñas preguntábamos algo escabroso, recibíamos dos tipos de respuesta, según la madre que nos tocara en suerte. La explicación tradicional era la cigüeña, que traía los bebés de París, y la moderna era sobre flores y abejas. Mi madre era moderna, pero la relación entre el polen y la muñeca en mi barriga me resultaba poco clara.
A los siete años las monjas me prepararon para la primera comunión. Antes de recibir la hostia consagrada había que confesarse. Me llevaron a la iglesia, me arrodillé temblando en un confesionario sepulcral, separada del sacerdote por una polvorienta cortina de felpa negra, y traté de recordar mi, lista de pecados. Para no cometer la herejía de comulgar con alguna falta olvidada, había puesto en mi lista todo lo que figuraba en el decálogo de pecados posibles, desde robar y matar, hasta codiciar los bienes ajenos, pero estaba tan asustada que no pude sacar la voz. El cura esperó un tiempo prudente y luego tomo la iniciativa. En medio de la oscuridad y el olor a incienso escuché una voz con acento de Galicia. (Más: Semblanza de vida de la autora chilena Isabel Allende).
—¿Te has tocado el cuerpo con las manos? —me preguntó. —Si, padre —farfullé. —¿A menudo, hija? —Todos los días… —¡Todos los días! ¡Esa es una ofensa gravísima a los ojos de Dios, la pureza es la mayor virtud de una niña, debes prometerme que no lo harás más!
Prometí, aunque no podía imaginar como iba a lavarme la cara o cepillarme los dientes sin tocarme el cuerpo con las manos. (Treinta y tantos años más tarde, este traumático episodio me sirvió para una escena de Eva Luna. Nada se pierde, todo se puede reciclar en la literatura.)
LAS LLAVES DE LA LUJURIA
Nací en el sur del mundo durante la Segunda Guerra Mundial, en el seno de una familia emancipada e intelectual en algunos aspectos, muy pocos, y paleolítica en todos los demás. Me crié en el hogar de mis abuelos, un caserón estrafalario donde deambulaban los fantasmas invocados por mi abuela con su mesa de patas de león, un pesado mueble español que, después de dar varias vueltas por el mundo, terminó en mi poder en California. Vivían allí dos tíos solteros, bastante excéntricos, como casi todos los miembros de mi familia.
Uno de ellos había pasado varios años en la India y volvió convertido en faquir, se alimentaba de zanahorias y andaba cubierto apenas por un taparrabo, recitando los múltiples nombres de Dios en sánscrito. El otro era un personaje apasionado de la lectura, huraño y generoso, parecido en aspecto a Carlos Gardel, el ruiseñor del tango. (Ambos sirvieron de modelos —algo exagerados, lo admito— para Jaime y Nicolás Trueba en La casa de los espíritus.)
Gracias al tío amante de la lectura, la casa estaba llena de libros que se amontonaban por todas partes, crecían como una flora indomable y se reproducían en el secreto de la noche. Nadie censuraba o guiaba mis lecturas; así, leí al Marqués de Sade a los nueve años, pero sus textos eran demasiados avanzados para mi edad, ya que el autor daba por sabidas cosas que yo ignoraba por completo, me faltaban referencias elementales. El único hombre que había visto desnudo era mi tío, el faquir, sentado en el patio en la posición del loto contemplando la luna, y me sentí defraudada por ese pequeño apéndice que descansaba entre sus piernas y cabía holgadamente en mi estuche de lápices de colores. ¿Tanto alboroto por eso?
A los once años yo vivía en Bolivia, porque mi madre se había casado con un diplomático, hombre de ideas avanzadas, que me puso en un colegio mixto. Tardé varios meses en acostumbrarme a convivir con varones, andaba eternamente con las orejas rojas y el corazón a saltos, me enamoraba cada día de un chico diferente. Mis compañeros eran unos salvajes cuyas actividades se limitaban al fútbol y las peleas en el recreo, mientras que las niñas estábamos en la etapa de medirnos el busto y anotar en una libreta los besos que recibíamos, especificando los detalles: con quién, dónde, cómo. Algunas afortunadas podían escribir: Felipe, en el baño, con lengua. Mi libreta estaba en blanco. Fingía que esas tonterías no me interesaban, me vestía de hombre y trepaba a los árboles para disimular que era casi enana y tenía el sex-appeal de un pollo desplumado.
En la clase de biología nos enseñaban algo de anatomía, pero conocíamos mejor el sistema reproductivo de la mosca que el nuestro. Eran tantos los eufemismos para describir el proceso de gestación de un crío, que era imposible visualizarlo; lo más atrevido que nos mostraron fue la estilizada ilustración de una madre amamantando a un recién nacido. Del resto nada sabíamos y nunca nos mencionaron el placer, así es que el meollo del asunto se nos escapaba. ¿Por qué los adultos hacían esa cochinada? La erección era un secreto bien guardado por los muchachos, como la menstruación lo era por las niñas. Yo era buena lectora y a veces encontraba alguna referencia oblicua en los libros, pero en esa época ya no contaba con la vasta biblioteca de mi tío y no había literatura erótica en las casas decentes.
En esa escuela mixta de Bolivia las relaciones con los muchachos consistían en empujones, manotazos y recados de las amigas: dice el Keenan que quiere darte un beso; dile que sí pero con los ojos cerrados; dice que ahora ya no tiene ganas; dile que es un estúpido; dice que más estúpida eres tú; y así nos pasábamos todo el año escolar. La máxima intimidad consistía en masticar por turnos el mismo chicle. Una vez pude luchar cuerpo a cuerpo con el famoso Keenan, un pelirrojo de grandes orejas a quien todas las niñas amábamos en secreto, porque su papá era rico y tenían piscina.
Me hizo sangrar por la nariz, pero ese chiquillo pecoso y jadeante aplastándome contra las piedras del patio es uno de los recuerdos más excitantes de mi vida. En otra ocasión, en una fiesta, Keenan me invitó a bailar. A La Paz no había llegado el impacto del rock, que empezaba a sacudir al mundo, y todavía nos arrullaban Nat King Cole y Bing Crosby. (¡Oh, Dios! ¡Era la prehistoria!) Se bailaba abrazados, a veces con las mejillas pegadas, pero yo era tan diminuta que la mía apenas alcanzaba la hebilla del cinturón de cualquier joven normal.
Por suerte, Keenan era bajo para su edad. Me apretó un poco y sentí algo duro a la altura del bolsillo de su pantalón y de mis costillas. Le di unos golpecitos con las puntas de los dedos y le pedí que se quitara las llaves, porque me hacían daño. Salió corriendo y no regresó a la fiesta. Ahora, que conozco mejor la naturaleza masculina, la única explicación que se me ocurre para su comportamiento es que tal vez no eran las llaves. Pobre niño.
* Se publica por cortesía de Penguin Random House Grupo Editorial, sello Plaza & Janés.