Las obsesiones de Stanley Kubrick
Hoy hace 95 años nació el director de películas como “El resplandor” y “La naranja mecánica”, entre otras. Más allá del cine, su familia y su esposa fueron sus grandes amores.
Danelys Vega Cardozo
El 3 de marzo de 1999, Stanley Kubrick recibió una llamada. Del otro lado del teléfono estaba el productor y actor Sydney Pollack; desde 1970 sostenían encuentros telefónicos. Kubrick descolgó el teléfono. Hablaron durante hora y media. En la conversación salió a relucir un nombre: el de Tom Cruise, el protagonista de Eyes Wide Shut, su última película. Unos minutos antes, Pollack había charlado con el actor por el mismo medio por el que ahora conversaba con Kubrick. Cruise le había dado un ultimátum: le encantaba una imagen que había visto de la cinta que protagonizaba. Pollack se lo comunicó a Kubrick y, cuando la llamada finalizó, también se lo dijo a los dos codirectores de Warner Brothers: Terry Semel y Bob Daly. Hubo alegría. Pero la verdadera prueba de Eyes Wide Shut llegaría unos días después cuando el tráiler fue proyectado por primera vez en Las Vegas. Y como de costumbre, Stanley Kubrick deseaba que todo saliera perfecto. Él no estaría ese día, pero le dio instrucciones a Steve Southgate, el encargado de Warner de la proyección. “Déjame saber cómo reacciona todo el mundo. Llámame durante la proyección, toma tu teléfono móvil, quiero escuchar cuál es la reacción”, le dijo, como recordó en 1999 Southgate para el diario New York Times. La llamada nunca llegó. “Mientras estaba en el avión, él murió”.
Gánale la carrera a la desinformación NO TE QUEDES CON LAS GANAS DE LEER ESTE ARTÍCULO
¿Ya tienes una cuenta? Inicia sesión para continuar
El 3 de marzo de 1999, Stanley Kubrick recibió una llamada. Del otro lado del teléfono estaba el productor y actor Sydney Pollack; desde 1970 sostenían encuentros telefónicos. Kubrick descolgó el teléfono. Hablaron durante hora y media. En la conversación salió a relucir un nombre: el de Tom Cruise, el protagonista de Eyes Wide Shut, su última película. Unos minutos antes, Pollack había charlado con el actor por el mismo medio por el que ahora conversaba con Kubrick. Cruise le había dado un ultimátum: le encantaba una imagen que había visto de la cinta que protagonizaba. Pollack se lo comunicó a Kubrick y, cuando la llamada finalizó, también se lo dijo a los dos codirectores de Warner Brothers: Terry Semel y Bob Daly. Hubo alegría. Pero la verdadera prueba de Eyes Wide Shut llegaría unos días después cuando el tráiler fue proyectado por primera vez en Las Vegas. Y como de costumbre, Stanley Kubrick deseaba que todo saliera perfecto. Él no estaría ese día, pero le dio instrucciones a Steve Southgate, el encargado de Warner de la proyección. “Déjame saber cómo reacciona todo el mundo. Llámame durante la proyección, toma tu teléfono móvil, quiero escuchar cuál es la reacción”, le dijo, como recordó en 1999 Southgate para el diario New York Times. La llamada nunca llegó. “Mientras estaba en el avión, él murió”.
El 7 de marzo, el día de la muerte de Stanley Kubrick, unas horas antes de aquel suceso, él parecía estar emocionado, y hasta el último momento estuvo al tanto de la comercialización de Eyes Wide Shut, a través de llamadas telefónicas que sostuvo con Terry Semel. Porque, como rememoró Southgate, “parecía trabajar 24 horas al día”. Sobre todo, por aquellos días esas palabras adquirían más sentido. “Dormía cada vez menos”, recordó Christiane Susanne Harla, su esposa, para el mismo periódico que Southgate. Por eso, cuando ella vio que su marido no despertaba, pensó que “estaba terriblemente cansado”. La realidad es que yacía muerto en su cama a causa de un infarto. Pronto la tristeza se apoderó de Christiane Harla. “Pero personalmente tuve la gran suerte de que siempre me sentí muy querida, y eso no lo puede decir mucha gente”.
La primera vez que Kubrick vio a Harla fue en la televisión, en Múnich (Alemania). No tardó en contactar a su agente para contratarla como actriz en su cinta Paths of Glory. Poco tiempo después se vieron en un estudio. “Stanley estaba realmente enamorado de Christiane. Dijo que nunca antes había experimentado algo así”, rememoró algún día de 1999 el actor Richard Anderson. Un sentimiento correspondido, como comentó su amigo y productor James B. Harris: “Se enamoraron el uno del otro, ¡y eso fue todo! Fue una bonita historia de amor”. Una historia que se construyó mientras ambos estaban pasando por un proceso de divorcio. Porque antes de la pintora Susanne Harla existió la bailarina Ruth Sobotka, la segunda esposa de Stanley Kubrick. De hecho, Gerald Fried, compositor y amigo de Kubrick, pensó que “eran perfectos el uno para el otro”. Sin embargo, el lazo se disolvió.
Le invitamos a leer: Yahveh, entre la bondad y la furia
La relación con Harla no hizo que Kubrick transformara su estilo: el de “elegante desaliñado”, que se amoldaba a lo que su madre le comprara. “Más tarde, los niños intentaron vestirlo un poco mejor, pero fue inútil”, dijo en alguna ocasión su esposa. Su vestimenta lo tenía sin cuidado, pero nunca sus películas. En caso de ser necesario escuchaba todos los efectos de sonido antes de incluirlos en sus cintas, como hizo con los de ametralladora para Paths of Glory o repetía la misma escena durante tres semanas hasta que saliera perfecta, como lo demostró en Full Metal Jacket. “Si Stanley hubiera sido un pulpo, con tantos brazos, habría sostenido su propia cámara, hecho su propio maquillaje y construido sus propios decorados. Pero tenía la sensación de que no habría actuado en sus propias películas”, reconoció el actor Keir Dullea.
Y con los actores a veces tenía desencuentros, pues no lograba entenderlos y podían llegar a ser “muy mimados”, como le dijo algún día al actor Lee Ermey. “Y, en la mayoría de los casos, tenían que rogarle que le dieran una actuación decente. La mitad del tiempo el actor discutía con él”. Había otro problema recurrente con los intérpretes: no estudiaban sus líneas. “La gente no hace sus deberes, lo único que puedo hacer es pasar tiempo haciendo varias tomas mientras aprenden cuál se supone que es su trabajo”, le confesó en alguna ocasión al actor Matthew Modine.
No le gustaba que le dijeran cómo hacer su trabajo, así que, si tenía que oponerse a las decisiones de otros, lo hacía. “Recuerdo que pidió 15 o 20 extras para una pequeña escena y el ayudante de dirección vino y dijo que lo habían hablado [con el estudio] y habían decidido reducir la cantidad de extras. Y Stanley dijo: “No, duplicaremos la cantidad”, recordó el actor Tony Curtis, quien fue dirigido por Stanley Kubrick en Spartacus, una película que no estuvo entre las preferidas del cineasta, pero le permitió hacer otros largometrajes, como le dijo en 1966 al New York Times. “Cada vez que haces algo, aprendes algo”.
Le recomendamos leer: Stanley Kubrick: un lente humano y psíquico
Kubrick escribía y escribía, pero sus creaciones pocas veces terminaban en la gran pantalla. Deseaba hacer más películas, pero llegaba a la conclusión de que muchos de sus guiones no eran lo suficientemente buenos. Y la verdad era que él detestaba perder el tiempo. “No quería lanzarse a hacer una película cuando no estaba seguro al cien por cien”, recordó su esposa. Por eso, los 40 años que se desempeñó como cineasta, le alcanzaron para realizar solo 13 largometrajes. El primero de ellos fue Fear and Desire, una cinta de la que poco o nada se sentía orgulloso. En alguna ocasión, al cineasta John Boorman se le ocurrió que sería una buena idea presentar aquel filme en un festival de cine. Stanley pensaba lo contrario, así que lo llamó. “Por favor, no lo hagas, no me gusta esa película, la odio”, le dijo.
Del cine se enamoró gracias a Alex Singer, un compañero de la institución William Howard Taft High School, en donde estudió. Un día, aquel hombre le mostró los bocetos que había realizado de varios planos de la Ilíada, pues deseaba adaptarla cinematográficamente. Lo que vio Stanley Kubrick fueron las técnicas de los realizadores soviéticos Vsévolod Pudovkin y Serguéi Eisenstein expuestas en papel. Aquello lo impresionó. Poco tiempo después ahondó en los cineastas y sus obras. Con el tiempo, aprendió por su cuenta lo que tenía o quería saber del cine, porque nunca fue a una escuela a que le enseñaran a usar una cámara o realizar alguna técnica. “Él solo quería ser un tipo normal, como todos, y no lo era y fue muy doloroso para él. Así que cuando descubrió que era inteligente y tenía éxito y todo eso, entonces fue al revés: todo tenía que ser grandioso”, rememoró hace más de 23 años su amigo Gerald Fried.
Durante el rodaje de una película, Kubrick a ratos se sentaba a jugar ajedrez. “Cuando era muy joven, creo que era un profesional del ajedrez. Lo jugaba muy bien... no es que yo pudiera juzgarlo”, dijo un día su esposa y en alguna oportunidad el actor Richard Anderson confirmó aquella destreza del cineasta. No fueron los únicos. Algún día de 1999, Adam Baldwin, actor de Full Metal Jacket, recordó las veces en las que se sentaba a matar el tiempo con Stanley Kubrick; lo hacían con tres actividades: fumar, jugar cartas y ajedrez. “Poníamos el tablero y él se acercaba y te eliminaba en 15 movimientos”. Pero en una ocasión Baldwin logró vencerlo. “La única razón por la que ganaste, Adam, es porque tengo tan poco respeto por tu juego que cometí un error garrafal. Ahora vuelve al trabajo”, le dijo sonriendo Kubrick.
Le puede interesar: Brendan Fraser y otras estrellas se unieron a la huelga de actores de Hollywood
En realidad, si tenía la oportunidad, prefería quedarse en su casa. Creía que tenía todo lo necesario y lo que le gustaba allí: desde sus televisores, teléfonos y animales, hasta su esposa, hijos y, con el tiempo, sus nietos. “Le gustaba estar en casa. Pero no como un ermitaño, tenía muchos amigos, solo que no estaban en el negocio del cine. Hablaba con todo el mundo, pero no con la prensa”, rememoró Christiane Harla hace unos años. “Él era un hombre de familia y se sentía muy seguro en ella, e inseguro incluso cuando Christiane venía a una salida de mujeres con mi esposa. Stanley solía llamar muchas veces para saber cómo estaba y cuándo iba a volver”, recordó el diseñador de producción Ken Adam.
Con la muerte de su esposo, Christiane Harla perdió también a un gran admirador de su trabajo, al director de cine desaliñado, ojeroso y de pelo lacio que se sentaba a su lado a verla pintar. “‘No diré nada’. ‘¡Qué!’. ‘Nada, nada... he dicho que no diré nada’”, le decía. Nunca cumplía su palabra. “¿No puedo decir solo una cosa?”, le preguntaba al instante. Entonces resaltaba tanto lo que le gustaba como lo que no, ya fuera de ese mismo día o del anterior. A Harla aquello no le caía en gracia, “sobre todo si era algo que intuía que no iba bien. Odias que alguien tenga razón, ¿verdad? Pero ahora que no está ahí, es horrible”.