El “retrato” familiar del pintor Joaquín Torres García
Cercano por detrás de su porte serio, políglota, resiliente ante sucesivos infortunios, hipersensible y de un humor irónico: así es el “retrato” familiar del maestro del Universalismo Constructivo Joaquín Torres García a 150 años de su nacimiento.
Alejandro Prieto
Marcos Torres y Alejandro Díaz, nieto y bisnieto del artista uruguayo dialogaron sobre la figura de Torres García.
Nacido el 28 de julio en Montevideo como hijo del comerciante catalán Joaquín Torres y de la uruguaya María García, Torres García (1874-1949) vivió allí hasta los 17 años, cuando viajó a España, donde se formó en arte, se casó e inició un periplo por el mundo que, como un círculo, terminó donde empezó.
Humano, cercano, hipersensible
Si bien no lo conoció personalmente -sobreviven pocos con esa suerte-, su bisnieto Alejandro Díaz reveló particularidades de su figura que surgen del período montevideano, culmen por la fundación de su Escuela del Sur y el dictado de 777 conferencias.
“Sus discípulos le llamaban el maestro, aunque a él no le gustaba, porque si bien tenía una presencia muy fuerte (...) y a veces podía ser intimidante, muchos cuentan que era una persona muy humana y muy cercana”, contó.
Similar es la descripción del nieto Marcos Torres, quien, aunque tampoco lo conoció, dice que tanto sus padres, Augusto Torres y Elsa Andrada, -quienes lo denominaban él “el viejo” y ella “el maestro”- como sus tías y abuela, le transmitieron semblanzas.
“Era una persona entrañable, muy serio, pero muy cariñoso, muy centrado en su trabajo”, dice, y acota que buscaba ser “muy docto” si alguien lo era, pero “se ponía a la altura” de alguien “iletrado” con una “cualidad humana excepcional”.
Además, le contaron que era “extremadamente pulcro”; barría y arreglaba su taller aunque lo hubiera hecho la noche anterior y “podía pintar de traje y no mancharse ni los dedos”, algo que “no es fácil de hacer con el óleo”.
“Era hipersensible, percibía mucha más información de lo que el promedio de la gente y eso da a entender por qué era tan pulcro y minucioso en muchas cosas. Por otra parte, se podía impacientar bastante si lo hacían esperar o la gente se ponía muy majadera”, sostuvo Torres.
Manolita, su fiel compañera
Hacia 1901 Torres llegó a la casa de una familia de alcurnia catalana para dar clases de pintura a Carolina, una de las hijas del matrimonio Piña y Rubíes de Berenguer. Conoció a su hermana Manolita, quien dijo “yo también quiero tomar clases”, y pronto se enamoraron.
“Como había una diferencia social tan grande, los padres de Manolita no permitían esa relación ni ese matrimonio. Tuvieron que esperar 10 años a que fallecieran para poder casarse. Luego no se separaron nunca más”, acotó Díaz.
Escribiendo a su entrañable amigo Rafael Barradas, recordó Díaz, él dijo que entonces sólo podía hablar con la “fiel compañera” a la que dedica su autobiografía Historia de mi vida: “Pero hablar con mi mujer es como monologar, por estar demasiado identificados”.
“Manolita le aguantó todo. Lo siguió en todo porque creía en él, pero eran muy unidos, era una relación que era una sociedad”, añade el nieto de la hija mayor Olimpia, con quien, al igual que con sus hermanos, Augusto, Horacio e Ifigenia, era un padre “muy cercano”.
“No se iba a otro lugar a pintar, estaba ahí con sus cuadros y los niños corriendo y jugando alrededor”, acotó.
Políglota, irónico, resiliente
Torres contó que su abuelo era políglota: “conozco obra en catalán, castellano y francés. Sé que se manejaba también en italiano y en inglés, es decir que hablaba cinco idiomas”.
Sobre su humor dijo que “sabía encontrar lo gracioso”, muestra de eso es cómo en La ciudad sin nombre se burla de sus detractores con sarcasmo e ironía y su divertido disfraz “Mr. New York”, para una fiesta durante sus años en esa urbe.
“Podía ser irónico, ridiculizar cáusticamente o bien ser de un humor cariñoso y entrañable, con sus amigos y consigo mismo”, resumió Díaz, y menciona amistades como la de Pere Moles o Joan Salvat-Papasset, también dice que compartió con Antoni Gaudí y Piet Mondrian.
Asimismo, Díaz resaltó la resiliencia con que superó embates como el fracaso de sus murales para la Diputación de Barcelona, la venta de su casa Mon Repòs o el incendio de su fábrica de juguetes.
Tras cada infortunio se reinventaba, hasta sus últimas andanzas con una escuela tampoco del todo comprendida.
“Se reían de él porque veían como dibujos de niños, pero siempre se levantaba y redoblaba la apuesta cuando caía”, rendondeó.
Marcos Torres y Alejandro Díaz, nieto y bisnieto del artista uruguayo dialogaron sobre la figura de Torres García.
Nacido el 28 de julio en Montevideo como hijo del comerciante catalán Joaquín Torres y de la uruguaya María García, Torres García (1874-1949) vivió allí hasta los 17 años, cuando viajó a España, donde se formó en arte, se casó e inició un periplo por el mundo que, como un círculo, terminó donde empezó.
Humano, cercano, hipersensible
Si bien no lo conoció personalmente -sobreviven pocos con esa suerte-, su bisnieto Alejandro Díaz reveló particularidades de su figura que surgen del período montevideano, culmen por la fundación de su Escuela del Sur y el dictado de 777 conferencias.
“Sus discípulos le llamaban el maestro, aunque a él no le gustaba, porque si bien tenía una presencia muy fuerte (...) y a veces podía ser intimidante, muchos cuentan que era una persona muy humana y muy cercana”, contó.
Similar es la descripción del nieto Marcos Torres, quien, aunque tampoco lo conoció, dice que tanto sus padres, Augusto Torres y Elsa Andrada, -quienes lo denominaban él “el viejo” y ella “el maestro”- como sus tías y abuela, le transmitieron semblanzas.
“Era una persona entrañable, muy serio, pero muy cariñoso, muy centrado en su trabajo”, dice, y acota que buscaba ser “muy docto” si alguien lo era, pero “se ponía a la altura” de alguien “iletrado” con una “cualidad humana excepcional”.
Además, le contaron que era “extremadamente pulcro”; barría y arreglaba su taller aunque lo hubiera hecho la noche anterior y “podía pintar de traje y no mancharse ni los dedos”, algo que “no es fácil de hacer con el óleo”.
“Era hipersensible, percibía mucha más información de lo que el promedio de la gente y eso da a entender por qué era tan pulcro y minucioso en muchas cosas. Por otra parte, se podía impacientar bastante si lo hacían esperar o la gente se ponía muy majadera”, sostuvo Torres.
Manolita, su fiel compañera
Hacia 1901 Torres llegó a la casa de una familia de alcurnia catalana para dar clases de pintura a Carolina, una de las hijas del matrimonio Piña y Rubíes de Berenguer. Conoció a su hermana Manolita, quien dijo “yo también quiero tomar clases”, y pronto se enamoraron.
“Como había una diferencia social tan grande, los padres de Manolita no permitían esa relación ni ese matrimonio. Tuvieron que esperar 10 años a que fallecieran para poder casarse. Luego no se separaron nunca más”, acotó Díaz.
Escribiendo a su entrañable amigo Rafael Barradas, recordó Díaz, él dijo que entonces sólo podía hablar con la “fiel compañera” a la que dedica su autobiografía Historia de mi vida: “Pero hablar con mi mujer es como monologar, por estar demasiado identificados”.
“Manolita le aguantó todo. Lo siguió en todo porque creía en él, pero eran muy unidos, era una relación que era una sociedad”, añade el nieto de la hija mayor Olimpia, con quien, al igual que con sus hermanos, Augusto, Horacio e Ifigenia, era un padre “muy cercano”.
“No se iba a otro lugar a pintar, estaba ahí con sus cuadros y los niños corriendo y jugando alrededor”, acotó.
Políglota, irónico, resiliente
Torres contó que su abuelo era políglota: “conozco obra en catalán, castellano y francés. Sé que se manejaba también en italiano y en inglés, es decir que hablaba cinco idiomas”.
Sobre su humor dijo que “sabía encontrar lo gracioso”, muestra de eso es cómo en La ciudad sin nombre se burla de sus detractores con sarcasmo e ironía y su divertido disfraz “Mr. New York”, para una fiesta durante sus años en esa urbe.
“Podía ser irónico, ridiculizar cáusticamente o bien ser de un humor cariñoso y entrañable, con sus amigos y consigo mismo”, resumió Díaz, y menciona amistades como la de Pere Moles o Joan Salvat-Papasset, también dice que compartió con Antoni Gaudí y Piet Mondrian.
Asimismo, Díaz resaltó la resiliencia con que superó embates como el fracaso de sus murales para la Diputación de Barcelona, la venta de su casa Mon Repòs o el incendio de su fábrica de juguetes.
Tras cada infortunio se reinventaba, hasta sus últimas andanzas con una escuela tampoco del todo comprendida.
“Se reían de él porque veían como dibujos de niños, pero siempre se levantaba y redoblaba la apuesta cuando caía”, rendondeó.