A ese muchacho no lo inviten más (Cuentos de sábado en la tarde)
Al llegar devolvió el saludo de lejos. Apresurado, y evitando cualquier contacto visual que lo detuviera en su marcha incesante, se internó hasta lo más hondo de la fiesta y entre empujones quiso prender un cigarrillo que irrumpiera en la oscuridad de los cuerpos en baile.
Leydon Contreras Villadiego
Parecía que media ciudad se había puesto cita en aquella esquina, en donde el aire se escurría entre los vahos y sudores que desprendían las camisas de flores tropicales.
Él no tardó en percatarse que esa noche la brisa llegaba más mansa y ligera que de costumbre. La maicena, que yacía desparramada por toda la calle, pintaba de blanco la punta de sus zapatos negros.
Con actitud cordial y voz enérgica, Rodro pidió una cerveza que aplacó de tajo el ritmo salvaje que revolvía con violencia todas las fibras de su escuálido pecho. Sintió el extravagante y contundente choque entre su tibia humanidad temblorosa y todos aquellos rostros sonrojados que lucían en sus ojos, el lascivo fuego envenenado que solo se enciende con champeta y los largos tragos de ron.
Los demonios de Rodro no se podían escapar ni mucho menos esconder de aquellas miradas capaces de espantar a cualquiera que no estuviera familiarizado con el embrujo de una verbena.
Se dice que había tenido mejores días y esa misma noche, mientras se alistaba para salir, no dejó de sonreírle a la linda cara de su novia, que a cada instante y con el toque mágico de sus dedos, aparecía y desaparecía del fondo de pantalla de su teléfono celular.
Tal parece que él y ella no habían acordado ningún encuentro, pero tal y como se venían dando las cosas, todo indicaba que una coincidencia entre este par, que hacía tiempo no se veía, era un asunto inminente.
Miró la hora y después de aplicar varias ráfagas de perfume sobre su nueva camisa a rayas, se sumergió con toda la paga de la semana en sus bolsillos en el asiento trasero de un taxi que lo condujo hasta lo más hambriento y real de las calles del Barrio Abajo y Chambacú.
Las horas pasaron en la verbigracia de varias cervezas heladas y canciones que de a poco borraron la amarga película de los días pasados. Había querido bailar, e incluso mostró ánimos para dar uno o dos pasos tratando de seguir el viejo Guaguancó del adiós.
Seguía pidiendo más y más frías en vista de que su novia no aparecía por ninguna de las esquinas del cuadrilátero bailable más populoso de la ciudad.
Tal y como la cosa se entiende, la ansiedad se apoderó rápidamente de su hígado.
Rodro no tardó en añadir a las ordinarias líneas que configuraban su aguerrida cara afilada por el sol, una estúpida y ebria sonrisa que de a poco le fue esculpiendo una expresión un tanto siniestra y apagada.
Sus prolongados silencios desconectados de la realidad lo dejaron fuera del espíritu alegre y del fluir relajado que como mantequilla fina condensaba las energías de esa noche.
Sus ojos enhielados miraban a ningún lado al mismo tiempo que canturreaba arrítmico, y lo que una vez pareció dicha y esperanza, pronto se tornó en malestar y desesperación; todo tornó en un copioso sudor que a mí, francamente, me resultó irritante. Rodro nos estaba cagando la noche con su cara de matón y sus gesticulaciones peligrosas.
Lo vi preguntar en varias ocasiones por Lina, la que él mismo murmuraba era su supuesta novia. Pero la gente se encogía de hombros sin darle ninguna importancia al borracho que en dos o tres oportunidades tomó por el brazo a mujeres a las que confundió con ella.
El camina´o se le echaba a perder de a poco. Quise hablarle para distraerlo, pero no copió. Suerte con ese hijueputa loco, yo me la estaba gozando y no me iba a preocupar por maricadas en las que yo no tenía arte ni parte.
El viejo Rodro andaba de un punto a otro con cerveza en mano y la cara descompuesta por el humo de cigarrillo que se le colaba en el ojo. Al principio no se hacía notar. Sin embargo, al rayar las 3:00 am, era evidente que su papel teatral en aquel escenario nocturno era el del excelentísimo borracho perdido y ofuscado.
“Cervezas después Lina bajó de un taxi y mi corazón intoxicado casi explotó en una felicidad inefable. Ella brillaba para mí como un faro en la oscuridad de mi tormenta interior, no pensé en la hora, solo que ya había llegado por quien tanto esperé. En ese instante mi desespero y la desolación quedaron anulados de momento”. Dijo Rodro, lleno de euforia.
Lo que él no notó, es que del otro lado del mismo taxi del que bajó Lina, un tipo apareció y pagó la carrera. Un man de barba tupida, gran sonrisa y blancos dientes; bien vestido y tan fresco como si estuviera recién bañado.
Y lo que Rodro no pudo dejar de mirar, es que el man de la barba tupida agarró de la cintura a Lina y acto seguido, le estrelló un beso en sus receptivos labios.
Ella parecía estar a gusto dejando ver que lo pasaba de lo lindo aquella noche de risas y lentejuelas en la que al viejo Rodro se había zafado el último tornillo de la razón.
Recuerdo que se desplomó al rayar el alba y como consciente de aquella desastrada realidad suya, pidió que le pasaran otra cerveza con la que buscó las orillas del centro de su fantasía que estaban en las ollas y caletas de la ciudad, mientras repetía infatigable y a voz en cuello “mañana será un buen día, mañana será un buen día, mañana será un buen día”.
Parecía que media ciudad se había puesto cita en aquella esquina, en donde el aire se escurría entre los vahos y sudores que desprendían las camisas de flores tropicales.
Él no tardó en percatarse que esa noche la brisa llegaba más mansa y ligera que de costumbre. La maicena, que yacía desparramada por toda la calle, pintaba de blanco la punta de sus zapatos negros.
Con actitud cordial y voz enérgica, Rodro pidió una cerveza que aplacó de tajo el ritmo salvaje que revolvía con violencia todas las fibras de su escuálido pecho. Sintió el extravagante y contundente choque entre su tibia humanidad temblorosa y todos aquellos rostros sonrojados que lucían en sus ojos, el lascivo fuego envenenado que solo se enciende con champeta y los largos tragos de ron.
Los demonios de Rodro no se podían escapar ni mucho menos esconder de aquellas miradas capaces de espantar a cualquiera que no estuviera familiarizado con el embrujo de una verbena.
Se dice que había tenido mejores días y esa misma noche, mientras se alistaba para salir, no dejó de sonreírle a la linda cara de su novia, que a cada instante y con el toque mágico de sus dedos, aparecía y desaparecía del fondo de pantalla de su teléfono celular.
Tal parece que él y ella no habían acordado ningún encuentro, pero tal y como se venían dando las cosas, todo indicaba que una coincidencia entre este par, que hacía tiempo no se veía, era un asunto inminente.
Miró la hora y después de aplicar varias ráfagas de perfume sobre su nueva camisa a rayas, se sumergió con toda la paga de la semana en sus bolsillos en el asiento trasero de un taxi que lo condujo hasta lo más hambriento y real de las calles del Barrio Abajo y Chambacú.
Las horas pasaron en la verbigracia de varias cervezas heladas y canciones que de a poco borraron la amarga película de los días pasados. Había querido bailar, e incluso mostró ánimos para dar uno o dos pasos tratando de seguir el viejo Guaguancó del adiós.
Seguía pidiendo más y más frías en vista de que su novia no aparecía por ninguna de las esquinas del cuadrilátero bailable más populoso de la ciudad.
Tal y como la cosa se entiende, la ansiedad se apoderó rápidamente de su hígado.
Rodro no tardó en añadir a las ordinarias líneas que configuraban su aguerrida cara afilada por el sol, una estúpida y ebria sonrisa que de a poco le fue esculpiendo una expresión un tanto siniestra y apagada.
Sus prolongados silencios desconectados de la realidad lo dejaron fuera del espíritu alegre y del fluir relajado que como mantequilla fina condensaba las energías de esa noche.
Sus ojos enhielados miraban a ningún lado al mismo tiempo que canturreaba arrítmico, y lo que una vez pareció dicha y esperanza, pronto se tornó en malestar y desesperación; todo tornó en un copioso sudor que a mí, francamente, me resultó irritante. Rodro nos estaba cagando la noche con su cara de matón y sus gesticulaciones peligrosas.
Lo vi preguntar en varias ocasiones por Lina, la que él mismo murmuraba era su supuesta novia. Pero la gente se encogía de hombros sin darle ninguna importancia al borracho que en dos o tres oportunidades tomó por el brazo a mujeres a las que confundió con ella.
El camina´o se le echaba a perder de a poco. Quise hablarle para distraerlo, pero no copió. Suerte con ese hijueputa loco, yo me la estaba gozando y no me iba a preocupar por maricadas en las que yo no tenía arte ni parte.
El viejo Rodro andaba de un punto a otro con cerveza en mano y la cara descompuesta por el humo de cigarrillo que se le colaba en el ojo. Al principio no se hacía notar. Sin embargo, al rayar las 3:00 am, era evidente que su papel teatral en aquel escenario nocturno era el del excelentísimo borracho perdido y ofuscado.
“Cervezas después Lina bajó de un taxi y mi corazón intoxicado casi explotó en una felicidad inefable. Ella brillaba para mí como un faro en la oscuridad de mi tormenta interior, no pensé en la hora, solo que ya había llegado por quien tanto esperé. En ese instante mi desespero y la desolación quedaron anulados de momento”. Dijo Rodro, lleno de euforia.
Lo que él no notó, es que del otro lado del mismo taxi del que bajó Lina, un tipo apareció y pagó la carrera. Un man de barba tupida, gran sonrisa y blancos dientes; bien vestido y tan fresco como si estuviera recién bañado.
Y lo que Rodro no pudo dejar de mirar, es que el man de la barba tupida agarró de la cintura a Lina y acto seguido, le estrelló un beso en sus receptivos labios.
Ella parecía estar a gusto dejando ver que lo pasaba de lo lindo aquella noche de risas y lentejuelas en la que al viejo Rodro se había zafado el último tornillo de la razón.
Recuerdo que se desplomó al rayar el alba y como consciente de aquella desastrada realidad suya, pidió que le pasaran otra cerveza con la que buscó las orillas del centro de su fantasía que estaban en las ollas y caletas de la ciudad, mientras repetía infatigable y a voz en cuello “mañana será un buen día, mañana será un buen día, mañana será un buen día”.