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Cada segundo domingo del mes, Miriam limpiaba el inodoro. Tenía que sacar el depósito del pequeño cuarto de baño que había al fondo de la barcaza (siempre sorprendente y desagradablemente pesado), cargar con él hasta el camino de sirga y recorrer los buenos cien metros que debía de haber hasta el baño público, donde vertía las aguas residuales en el retrete principal y, tras tirar de la cadena, enjuagaba el recipiente para limpiar los restos que hubieran podido quedar. Era una de las partes menos idílicas de vivir en una de esas barcazas estrechas del canal reconvertidas en viviendas, y una tarea que le gustaba hacer a primera hora de la mañana, cuando no había nadie alrededor. Le parecía muy poco digno tener que transportar la mierda de una en medio de desconocidos, paseantes de perros y corredores.
Estaba en la cubierta de popa, comprobando que el trayecto estuviera despejado y no flotara ningún obstáculo en su camino, como bicicletas o botellas (la gente podía ser extremadamente antisocial, sobre todo los sábados por la noche). Era una mañana radiante, fría para ser marzo, aunque los brotes de las lustrosas ramas nuevas de los plátanos y los abedules anunciaban ya la primavera.
Fría para ser marzo y, sin embargo, había reparado en que la puerta de la barcaza vecina estaba entreabierta, igual que también lo había estado la noche anterior. Era extraño. Lo cierto era que hacía ya un tiempo que quería hablar con el inquilino de esa barcaza, un hombre joven, sobre el hecho de que llevara en ese amarre más tiempo del permitido. Hacía dieciséis días que se encontraba ahí, dos más de los que tenía derecho a estar, y ella tenía intención de hablar con él para que se marchara de una vez, a pesar de que no era su trabajo ni su responsabilidad, pero —a diferencia de la mayoría— ella vivía en el canal de forma permanente y eso le infundía un particular espíritu cívico.
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En cualquier caso, eso fue lo que Miriam le contó a Barker cuando más tarde él le preguntó qué la había impulsado a ir a mirar. El detective inspector estaba sentado frente a ella, las rodillas de ambos casi se tocaban y tenía los hombros encorvados y la espalda inclinada. Una barcaza no es un lugar muy cómodo para un hombre alto, y él era muy alto. Tenía, además, la cabeza como una bola de billar y una expresión de molestia en el rostro, como si ese día hubiera planeado hacer alguna otra cosa, algo divertido como llevar a los niños al parque, y ahora, en cambio, se encontrara ahí con ella y no le hiciera la menor gracia.
—¿Ha tocado algo? —preguntó él.
¿Lo había hecho? ¿Había tocado algo? Miriam cerró los ojos. Se visualizó a sí misma, llamando con unos golpecitos a la ventana de la barcaza azul y blanca, y luego esperando una respuesta: una voz, o el tirón de una cortina descorriéndose. Al no obtenerla, se había inclinado para intentar ver el interior, pero se lo impidieron la cortina y lo que parecía una década entera de suciedad del río y la ciudad. Había vuelto a dar unos golpecitos, y luego, tras aguardar un momento, había subido a la cubierta de popa y había exclamado: «¡¿Hola? ¿Hay alguien en casa?!».
Se vio a sí misma empujando la puerta con mucho cuidado. Al hacerlo, había percibido un tufillo a algo, una suerte de efluvio metálico y carnoso que le había dado hambre. «¿Hola?» Tras abrir la puerta del todo, había descendido los dos escalones que conducían al interior de la barcaza y, al reparar finalmente en la escena, se había callado de golpe mientras pronunciaba su último hola: el chico (bueno, en realidad no era un chico, sino un hombre joven) estaba tumbado en el suelo, cubierto de sangre y con un amplio corte en forma de sonrisa en la garganta.
Se vio a sí misma avanzando con paso tambaleante y una mano en la boca, inclinándose hacia delante durante un largo y mareante momento y extendiendo una mano para apoyarse en la encimera. «Oh, Dios mío.»
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—He tocado el mostrador —le indicó al detective—. Creo que me he apoyado en esa encimera de ahí, la que queda a la izquierda cuando entras en la barcaza. He vis- to el cadáver y he pensado... Bueno, he sentido... náuseas. —Se sonrojó—. Aunque no he vomitado, no en ese instante. Lo he hecho fuera... Lo siento, yo...
—No se preocupe por eso —la tranquilizó Barker sosteniéndole la mirada—. No tiene de qué preocuparse.
¿Qué ha hecho entonces? Ha visto el cadáver, se ha apoyado en la encimera y...
Le había impactado el olor. Por debajo de la sangre, toda esa sangre, se percibía algo más, algo antiguo, dulce y nauseabundo, como un ramo de lirios que lleva demasiado tiempo en el jarrón. Había sido el olor y también la expresión de su rostro, irresistible, ese hermoso rostro sin vida, con unos ojos vidriosos enmarcados por largas pestañas y unos labios carnosos que dejaban a la vista la dentadura, blanca y uniforme. Tenía el torso, las manos y los brazos cubiertos de sangre, y los dedos curvados hacia el suelo, como si estuviera aferrándose a él. Al darse la vuelta para marcharse, Miriam había visto algo más en el suelo, algo que estaba fuera de lugar: un resplandor plateado en medio de la pegajosa sangre, cada vez más ennegrecida.
Con paso tambaleante había subido los escalones y había salido de la barcaza, aspirando grandes bocanadas de aire entre arcadas. Tras vomitar en el camino de sirga, se había limpiado la boca y había exclamado «¡Socorro! ¡Que alguien llame a la policía!», pero no eran más que las siete y media de la mañana de un domingo y no había nadie alrededor, el camino de sirga estaba desierto y las calles que había más arriba también. No se oía nada salvo el ruido de un generador y los graznidos de las gallinetas que sobrevolaban el lugar. Al levantar la vista hacia el puente que cruzaba el canal, le había parecido ver a alguien, pero había desaparecido de su vista enseguida. Estaba sola y se había sentido presa de un miedo paralizante.
—Me he marchado —le contó Miriam al inspector—. He vuelto directamente y... he llamado a la policía. Bueno, primero he vomitado y luego he venido corriendo a mi barcaza y he llamado a la policía.
—Está bien, está bien.
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Cuando Miriam volvió a levantar la mirada hacia el policía, este estaba echando un vistazo al diminuto y ordenado espacio. Se fijó en los libros que había sobre el fregadero (Cocinar con una sola olla, La nueva cocina con vegetales) y en las hierbas aromáticas del alféizar (la albahaca y el cilantro en sus botes de plástico; el romero, ya algo seco, en un tarro de esmalte azul). Reparó asimismo en la estantería, repleta de libros de bolsillo; el polvoriento lirio de la paz, que descansaba encima, y la fotografía enmarcada de una pareja anodina flanqueando a una niña corpulenta.
—¿Vive aquí sola? —preguntó Barker, aunque en realidad no era una pregunta. Ella sabía lo que pensaba: que se trataba de una solterona vieja y gorda, una jipiosa abraza-árboles de esas que se dedican a husmear tras los visillos y a meter las narices en los asuntos de los demás. Miriam sabía cómo la veía la gente.
»¿Alguna vez... alguna vez llega a conocer a sus... vecinos? ¿Se los puede considerar vecinos? Imagino que no, si solo están aquí un par de semanas...
Miriam se encogió de hombros.
—Algunos vienen y van con regularidad, y limitan sus amarres a una determinada zona o extensión del canal, de modo que se los puede llegar a conocer. Si se quiere. También puede una ocuparse de sus propios asuntos, que es lo que yo hago.
El inspector no dijo nada y se limitó a mirarla inexpresivamente. Ella se dio cuenta de que estaba intentando desentrañarla, de que ni se fiaba de ella ni terminaba de creerse lo que le contaba.
—¿Qué hay de él? Me refiero al hombre que ha encontrado esta mañana.
Miriam negó con la cabeza.
—No lo conocía. Lo había visto algunas veces y habíamos intercambiado... bueno, ni siquiera diría que cortesías. Yo le decía «hola» o «buenos días» o algo así y él me respondía. Nada más.
(No exactamente: era cierto que lo había visto un par de veces desde que había amarrado ahí, y se había dado cuenta de inmediato de que era un aficionado: su barcaza estaba hecha un desastre —pintura descascarillada, dinteles herrumbrosos, chimenea torcida— y a él se le veía demasiado arreglado para la vida en el canal —ropa limpia, dientes blancos, sin piercings ni tatuajes; ninguno visible, al menos—. Era un joven imponente, bastante alto, moreno, de ojos oscuros y rostro de facciones marcadas. La primera vez que lo había visto le había dado los buenos días y él había levantado la mirada y había sonreído, provocando que a ella se le erizara el vello de la nuca.)
Esa fue la impresión que tuvo en su momento. Pero, claro, no iba a decírselo al inspector. «La primera vez que lo vi tuve una sensación extraña...» Pensaría que estaba pirada. En cualquier caso, ahora se daba cuenta de qué era en realidad eso que había notado. No se trataba de una premonición ni ninguna ridiculez de esas, sino de un reconocimiento.
Ahí había una oportunidad. Eso era lo que había pensado al descubrir quién era el joven, pero sin saber todavía qué provecho podía sacarle a la situación. Ahora que estaba muerto, sin embargo, tenía la sensación de que todo esto era cosa del destino. Una serendipia.
—¿Señora Lewis? —El inspector Barker estaba haciéndole una pregunta.
—Señorita —precisó Miriam.
Él cerró los ojos un segundo.
—¿Recuerda haberlo visto acompañado, señorita Lewis? ¿Recuerda haberlo visto hablando con alguien?
Ella vaciló un momento y luego asintió.
—Lo visitó una mujer. Un par de veces, creo. Es posible que lo visitara alguien más, pero yo solo vi a esa mujer. Era mayor que él, más cercana a mi edad, de unos cincuenta años. Pelo canoso muy corto. Delgada y creo que bastante alta, metro setenta y cinco o incluso ochenta, rasgos angulosos...
Barker enarcó una ceja.
—Parece que la vio bien.
Miriam volvió a encogerse de hombros.
—Bueno, sí. Soy muy observadora. Me gusta fijarme bien en las cosas. —Ya puestos, daría pábulo a sus prejuicios—. Pero lo cierto es que era el tipo de mujer en la que una repara aunque no quiera. Era bastante imponente. El corte de pelo, la ropa... Tenía un aspecto pudiente.
El inspector volvió a asentir mientras lo anotaba todo, y Miriam estuvo segura de que no tardaría en descubrir de quién estaba hablando exactamente.
En cuanto el detective se hubo marchado, los agentes acordonaron el camino de sirga entre De Beauvoir y Shepperton y obligaron a desalojar a todas las barcazas salvo la de la víctima, pues había sido el escenario del crimen, y la de Miriam. Al principio intentaron convencerla para que se marchara, pero ella les dejó claro que no tenía ningún otro sitio al que ir. ¿Dónde pensaban hospedarla? El agente uniformado con el que habló, un joven de voz chillona y granos en la cara, pareció sentirse contrariado porque le impusiera esa responsabilidad. Levantó la vista al cielo, luego miró a un lado y otro del canal; finalmente volvió a posar los ojos sobre esa mujer de mediana edad menuda, gorda e inofensiva, y optó por ceder. Habló con alguien por el walkietalkie y luego regresó para comunicarle que podía quedarse.
—Puede entrar y salir de su... esto... residencia —dijo—, pero nada más.
Esa tarde Miriam decidió aprovechar la inusual tranquilidad del canal acordonado y se sentó en la cubierta de popa de su barcaza bajo la pálida luz del sol. Con una manta sobre los hombros y una taza de té al lado, la mujer contempló cómo policías y criminólogos iban de un lado para otro y llevaban perros y botes mientras rastreaban el camino de sirga y sus márgenes, así como las turbias aguas del canal.
Teniendo en cuenta el día que había tenido, lo cierto era que se sentía extrañamente en paz y embargada por cierto optimismo ante las nuevas posibilidades que se abrían ante ella. Tocó la pequeña llave que guardaba en el bolsillo del cárdigan, todavía pegajosa por la sangre. Era la que había recogido del suelo de la barcaza y cuya existencia había ocultado al inspector sin saber por qué lo hacía.
Instinto.
Había visto la llave brillando en el suelo junto al cadáver del joven. Pendía de un llavero de madera con forma de pájaro. Lo había reconocido de inmediato: lo había visto antes, colgando de la cintura de los vaqueros que llevaba Laura, la de la lavandería. Laura la Loca, la llamaban. A Miriam siempre le había parecido bastante simpática y para nada loca. Laura, a quien Miriam había visto llegar —suponía que achispada— a la pequeña barcaza destartalada del brazo de ese guapo joven... ¿Cuándo? ¿Dos noches atrás? ¿Tres? Estaría en su cuaderno; las idas y venidas interesantes eran el tipo de cosa que solía anotar.
Al anochecer, Miriam vio cómo sacaban el cadáver de la barcaza y lo subían por los escalones que conducían a la calle para meterlo en la ambulancia que lo estaba esperando. Cuando pasaron a su lado, ella se puso de pie en señal de respeto e, inclinando la cabeza, murmuró en voz baja un descreído «Ve con Dios».
También susurró un agradecimiento. Y es que, gracias al hecho de haber amarrado su barcaza junto a la de ella y luego haber sido brutalmente asesinado, Daniel Sutherland le había proporcionado a Miriam una oportunidad que no podía dejar pasar: la oportunidad de vengar la injusticia que se había cometido con ella.
Al fin sola y, a su pesar, un poco asustada en medio de la oscuridad y la inusual quietud, Miriam volvió a meterse en la barcaza y cerró la puerta tras de sí. Después sacó la llave de Laura del bolsillo y la guardó en la cajita de madera, en la estantería superior de la librería. El jueves era el día que solía hacer la colada. Ya se la devolvería entonces.
O quizá no.
Nunca sabes qué puede terminar siendo de utilidad, ¿no?