A la casa de Rivera la devoró la selva
El sino trágico de Arturo Cova, protagonista de la novela "La Vorágine", también signó la memoria, el legado y los vestigios de su creador.
Marcos Fabián Herrera
La violencia, ominosa impronta de la historia de Colombia que permeó su obra, le siguió arrebatando, ya en su gloria post mortem, “los deliquios embriagadores” que tanto ansiaba el amante de Alicia en su desesperado periplo a la selva. Ese desespero no le fue ajeno a las miles de personas que durante décadas se apiñaron todos los días en interminables filas frente a la casa del novelista José Eustasio Rivera, ubicada en el deslucido centro de Neiva. Agobiados ciudadanos, jadeantes por el cansancio y el apuro por demostrar su conducta ajustada a la ley, nunca ávidos lectores del escritor que en su momento recibió elogios del notable narrador uruguayo Horacio Quiroga; y angustiados contratistas, desempleados y aspirantes al honor militar, que en un tortuoso trámite kafkiano esperaban por horas el extinto pasado judicial, hicieron interminables filas frente al mancillado y desaparecido Departamento Administrativo de Seguridad D.A.S. Esta institución ocupó la casa en la que vivió el autor de Tierra de Promisión mientras cursaba el bachillerato, primero en el Colegio Santa Librada y luego en el San Luis Gonzaga.
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La violencia, ominosa impronta de la historia de Colombia que permeó su obra, le siguió arrebatando, ya en su gloria post mortem, “los deliquios embriagadores” que tanto ansiaba el amante de Alicia en su desesperado periplo a la selva. Ese desespero no le fue ajeno a las miles de personas que durante décadas se apiñaron todos los días en interminables filas frente a la casa del novelista José Eustasio Rivera, ubicada en el deslucido centro de Neiva. Agobiados ciudadanos, jadeantes por el cansancio y el apuro por demostrar su conducta ajustada a la ley, nunca ávidos lectores del escritor que en su momento recibió elogios del notable narrador uruguayo Horacio Quiroga; y angustiados contratistas, desempleados y aspirantes al honor militar, que en un tortuoso trámite kafkiano esperaban por horas el extinto pasado judicial, hicieron interminables filas frente al mancillado y desaparecido Departamento Administrativo de Seguridad D.A.S. Esta institución ocupó la casa en la que vivió el autor de Tierra de Promisión mientras cursaba el bachillerato, primero en el Colegio Santa Librada y luego en el San Luis Gonzaga.
Tal profanación ocurrió con el mayor escritor que ha dado el departamento del Huila, y para muchos críticos, el autor de la novela más memorable de la literatura colombiana. El nombre del novelista que ostenta suntuosas edificaciones de poder, innumerables instituciones educativas y modernos centros de convenciones, en la casa en la que nació está grabado en una desvencijada placa metálica. Inútiles han resultado los airados reclamos que artistas e investigadores de su obra han hecho durante años.
Loable fue la labor del poeta y editor Guillermo Martínez, cuya pertinacia logró que la secretaría Departamental de Cultura adquiriera las primeras ediciones de la obra de Rivera. Esta colección, expuesta en la biblioteca departamental en la ciudad de Neiva, incluye ediciones bilingües de su novela, poemario, dramaturgia y artículos periodísticos. También hace parte de ella valoraciones múltiples y biografías de consagrados estudiosos de la obra. El perspicaz olfato de librero de Guillermo Martínez, le posibilitó conjuntar invaluables joyas editoriales, que han permitido el estudio y divulgación entre estudiantes, críticos y lectores.
En 1917, José Eustasio Rivera, ante la insidia del clero de su provincia, manifestó: “De Neiva me barrieron de un sotanazo”. Y tal expulsión se perpetuó al ver que en su casa custodios y funcionarios del cuestionado DAS, expidieron por muchos años un inane documento, generando enormes réditos a las arcas del estado y proscribiendo en cambio la poesía de su otrora propietario. La pronta recuperación de su casa es un acto de justicia poética que en un verdadero tributo al escritor se debería dedicar a la exaltación y difusión del universo Riveriano, y una inaplazable tarea de quienes detentan el poder en las entidades culturales. Sólo así, no se seguirá “barriendo” a Rivera de su tierra originaria y será para los lectores del mundo algo más que los tan mentados clichés de “Cantor del Trópico” y “Poeta Terrígeno”.