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Y entonces Fernando Pessoa escribió con uno de sus 136 heterónimas: “No quiero risas previsibles ni llantos piadosos. Quiero amigos serios, de esos que hacen de la realidad su fuente de aprendizaje, pero que luchan para que la fantasía no desaparezca”. De alguna manera, él quería ser ese amigo, aunque muy a menudo terminara convertido en su propio enemigo, “Camino entre fantasmas enemigos que mi imaginación enferma imaginó y localizó en personas reales”. Era amigo y enemigo a la vez, hermano, hijo, y un hombre distinto cada vez que se sentaba a vivir, o a escribir, que era casi lo mismo.
Deambulaba de habitación en habitación, de calle en calle y de barrio en barrio, la mayoría de las veces, o de los años, por Lisboa. Habrá que imaginarlo todas las noches, a la luz de las velas o de una lámpara de gas, sentado ante una mesa inestable, rayando y rayando papeles, que para él era como decir poemas, con una tinta que se le agotaba más rápido de lo que seguramente quería. Rayaba poemas, y después los iba descubriendo, palabra tras palabra, verso tras verso. Les quitaba el velo, y a los que quedaban les arrancaba otro velo, y uno más. Un día era Álvaro de Campos.
Bajo su nombre, a la maldita sombra de su nombre, se definía como un ser despreciable, “Y yo, tantas veces despreciable, tantas veces vil, yo, tantas veces irrefutablemente parásito, imperdonablemente sucio, yo, que tantas veces no he tenido paciencia para bañarme (…)”. Tal vez, para él mismo era tan despreciable, y esa carga era tan pesada, tan compleja, tan imposible de sobrellevar, que de ese cúmulo de definiciones y circunstancias surgían sus personajes. Otro día era Ricardo Reiss, y lo era como poeta y como escritor, como hombre que atravesaba Lisboa y la observaba, y como sufriente de esa misma Lisboa.
Y como Reis, escribía “Nada mejor podrían darme, si volvieran, los primitivos dioses que, además, nada saben”. Luego volvía a ponerse en la piel de Álvaro de Campos, y se dolía del hecho de ser poeta, y le dolía ser hombre y escritor y vivir, y haber atravesado y vivido tantas vidas, una y otra y otra vez, escribía, “Ah, poetas míos, poetas míos, ¿y después? / Lo peor es siempre el después… / Es que para mí es necesario pensar -pensar con el segundo pensamiento- / Y ustedes, amigos, poetas y poemas, / piensan solo con la rapidez primaria del ansia -es la de la pluma-”.
Alguna vez se retrató, o definió su arte y su ser diciendo que “El punto central de mi personalidad como artista es que soy un poeta dramático; tengo continuamente, en todo cuanto escribo, la exaltación íntima del poeta y la despersonalización del dramaturgo”. Octavio Paz sentenció que los poetas no tenían biografía, que su biografía eran sus poemas. “Los poetas no tienen biografía. Su obra es su biografía. Pessoa, que dudó siempre de la realidad de este mundo, aprobaría sin vacilar que fuese directamente a sus poemas, olvidando los accidentes de su existencia terrestre”.
Los accidentes de su existencia comenzaron con su nacimiento, el 13 de junio de 1888 en Lisboa, y siguieron con la muerte de su padre, Joaquim de Seabbra Pessoa, con el segundo matrimonio de su madre, doña María Magdalena Pinheiro Nogueira, con el comandante Joao Miguel Rosa, y el obligado viaje de la familia a Durban, Sudáfrica, donde a la fuerza, por historia y por ley de la escuela y del ministerio de Educación, y por gusto también, leyó casi sin parar a Shakespeare, a Milton, a Carlyle. Pessoa, Fernando Antonio Nogueira Pessoa, empezó a escribir sus primeras historias jugando entre letras a los policías y los ladrones.
Pasado un tiempo, un largo tiempo entre viajes, lecturas, textos propios y ajenos, y fragmentos rotos y dejados al azar, escribió que “Quienes más me conocen me ignoran por completo”. Aquellos que más lo conocían sabían de su vida por sus hechos, o por los hechos de su vida que contaban sus familiares y conocidos, por los accidentes de su existencia, como diría Paz, no por quién era y quién trataba de ser o de no ser. “Nunca he conocido a nadie a quien le hubiesen molido a palos./ Todos mis conocidos han sido campeones en todo”, sentenció en su “Poema en línea recta”.
Como lo dejó plasmado Carlos Ciro en su libro En la víspera de nunca partir (De la editorial Cuadernos negros), Pessoa jamás olvidó que la palabra del poeta estaba “ahí para ser de todos, para albergarnos a todos, para acoger nuestra desolación, pero también nuestra esperanza, nuestro dolor, y el consuelo de una brizna de verdad o de mito en un mundo desprovisto de todo y la posibilidad incesante de recomenzar, de ser siempre muchos y no ser nadie (…)”. Pessoa escribía para ser del mundo y posiblemente para él sentirse mundo, y una semilla en el mundo y entre tanta gente.
El poeta era un fingidor, escribió en su Autopsicografía Pessoa. “El poeta es un fingidor /finge tan completamente / que llega a fingir que es dolor / el dolor que en verdad siente”. Como Pessoa, como Alberto Caeiro, como de Campos o Reiss, o como cualquier anónimo, la Portugal de la primera mitad del siglo XX estuvo enmarcada dentro de sus palabras, que luego se le volvieron en contra, pues de alguna manera, entre los intersticios de sus líneas aparecía de cuando en cuando un hombre más imperial que demócrata, más xenófobo que hipócrita, más individualista que plural y solidario. En últimas, un fingidor, como él mismo lo había pregonado, sin decirse ni decirle mentiras a nadie.