A la zaga del convento
Desde los diferentes recintos religiosos entre los años 1500 y 1600 hubo una serie de monjas que se dedicaron a la literatura. Sus obras y sus narrativas se basaron en la reflexión del camino espiritual.
Mónica Acebedo
Las mujeres en los siglos XVI y XVII tenían un destino ineludible y exclusivo: el matrimonio o el convento. Precisamente, por eso los claustros femeninos no contaban únicamente con mujeres que habían obedecido a un llamado divino, sino también con aquellas a quienes la sociedad les había cerrado las puertas ya fuera por su deshonra, algunas veces por la viudez o simplemente por tener aspiraciones que se apartaban de lo que se esperaba de una buena mujer, como era el deseo de educarse y escribir.
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Las mujeres en los siglos XVI y XVII tenían un destino ineludible y exclusivo: el matrimonio o el convento. Precisamente, por eso los claustros femeninos no contaban únicamente con mujeres que habían obedecido a un llamado divino, sino también con aquellas a quienes la sociedad les había cerrado las puertas ya fuera por su deshonra, algunas veces por la viudez o simplemente por tener aspiraciones que se apartaban de lo que se esperaba de una buena mujer, como era el deseo de educarse y escribir.
La mujer culta no tenía cabida en el círculo social, en especial en los altos estamentos, y por eso el convento en la España (peninsular e indiana) de los siglos XVI y XVII no era meramente el lugar silencioso y aislado del mundo; de hecho, constituía uno de los escenarios más importantes de sociabilidad institucionalizada. En su artículo “Sociabilidad y literatura en los conventos femeninos del Siglo de Oro”, Sonia Herpoel afirma que “el convento ocupa un lugar central en una sociedad en la que puede resultar peligroso distanciarse, presentar una opinión contraria o simplemente hacerse notar”.
Así, el espacio conventual femenino cumplía varias funciones: en primer lugar, era el lugar de reclusión del mundo externo para aquellas que habían sentido el llamado divino; al mismo tiempo servía como escudo protector de un mundo violento y exclusivamente patriarcal; por otro lado, actuaba como escenario para la agrupación femenina alrededor de intereses comunes; constituía, además, el cerco protector del escarnio público producido por la pesada carga de la honra masculina que acarreaba la mujer, y, asimismo, era uno de los únicos espacios en los que las mujeres tenían acceso al conocimiento o podían dar libertad a su pluma.
Ahora bien, después del Concilio de Trento la Iglesia obligó a la mayoría de los conventos femeninos a enclaustrase y dedicar su vida a las labores exclusivamente religiosas. Sin embargo, aquella limitación no fue óbice para que la actividad cultural y literaria se detuviera. Por el contrario, el legado literario actuó como testigo directo de la actividad conventual no solo por dar cuenta de una prolífica producción de todo tipo: literatura mística, ascética y hagiográfica, teatro, autos, loas sacramentales, cancioneros, entremeses, novelas y mucha poesía; sino también por retratar una variopinta selección de damas entre las habitantes de muchos de los conventos barrocos: religiosas propiamente dichas, pero también damas deshonradas, violadas, traicionadas, desengañadas, adúlteras y viudas. Estas mujeres, usualmente pertenecientes a la nobleza, además de tener dinero para llenar las arcas de los conventos, llegaban con criadas, perros, gatos, caballos y con frecuencia recibían a bufones, músicos, actores y uno que otro amante. En un artículo titulado “La diversión de las segregadas: prácticas sociales y espacios textuales”, Folke Gernet se refiere a la rica actividad cultural que terminaron desarrollando las mujeres confinadas a los espacios sagrados y los fuertes lazos sociales que estructuraron.
Así, pues, fueron muchas las autoras que escribieron desde el convento, único lugar que les permitía el acceso a las letras. Me refiero solamente a algunos ejemplos porque son tantos que se me acabaría este espacio sin haber llegado ni a la tercera parte. En todo caso, no se puede dejar de mencionar, en primer lugar, a Teresa de Ávila (1515-1582), quien empezó a sembrar la semilla de lo que luego serviría de ejemplo en los años posteriores a muchas otras religiosas que se recluyeron para poder dar rienda suelta a la ligereza de sus plumas. Esta religiosa se internó en las formas literarias que, junto con san Juan de la Cruz, darán paso a la literatura mística que expresa la unión absoluta con Dios y la separación del mundo material. Cecilia del Nacimiento (1570-1646), educada por una madre artista y en un ambiente de cultura renacentista, es conocida por sus maravillosas redondillas y quintillas. Feliciana Enríquez de Guzmán (1572-1642), quien no era religiosa durante el tiempo que escribió sus tragicomedias, terminó el final de sus días en un convento. Marcela del Carpio o, mejor llamada, sor Marcela de San Félix (1605-1687), nada menos que hija ilegítima de Lope de Vega, famosa por las representaciones teatrales que en algunos casos escribía ella misma, o en otros simplemente servía como actriz, y también por su participación en los concursos y justas poéticas de las cuales han quedado actas. Sor Juana Inés de la Cruz (1648-1695) es tal vez el caso más famoso, en Nueva España (México actual), quien se hizo monja exclusivamente para poder acceder al conocimiento y, de paso, escapar a una sociedad colonial que no le abría las puertas por ser hija ilegítima y además letrada. Sor Juana nos legó una de las producciones literarias más interesantes del barroco hispano, además de servir como fuente a lo que posteriormente será el discurso feminista.
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De otra parte, la misma literatura es la que se encarga de mostrarnos no solamente la producción literaria, sino los numerosos casos en novelas o en obras de teatro en los que las mujeres seglares se internan en los conventos para evitar enfrentar a la sociedad que las condena. Por ejemplo, Cervantes en El curioso impertinente, una de las novelas insertas de El Quijote (I), cuenta cómo Camila, víctima de la celada de su marido, termina cayendo en la tentación del adulterio y al final no encuentra más remedio que la reclusión divina. En El prevenido engañado, de María de Zayas, la mujer con la que don Fadrique pretendía casarse, se aísla en el convento luego de ser descubierto su pecado: haber parido una hija a escondidas, antes del matrimonio. También La esclava de su amante, de la misma autora, quien ha sido deshonrada y desengañada por su pretendiente, se aferra a la seguridad que le proporciona la clausura. No se queda atrás la misma Lisis, protagonista de la novela marco de Los desengaños amorosos.
En suma, el convento era un lugar no solamente dedicado a la oración, sino también era el lugar por excelencia en el que la pluma femenina se deleitaba sin la clásica condena del mundo masculino y moralista, además de albergar una peculiar fauna de mujeres que convertían los espacios de reclusión religiosa en germen de una rica producción cultural.