A los 90 años del ‘New Deal’
Se cumplen este mes noventa años del ‘New Deal’, y su caso adquiere vibrante actualidad en estos momentos de postpandemia, de incertidumbre y de un evidente regreso del Estado.
Guillermo Pérez Flórez, especial para El Espectador
En los años 30 del siglo pasado el capitalismo estaba enfermo, gravemente enfermo. Estados Unidos vivía la más grande depresión económica, la primera gran crisis del siglo XX, que comenzó con el crack de la bolsa de Nueva York en 1929. Ya en el siglo XIX había ocurrido una similar, entre 1873 y 1896, que se extendió a casi todo el mundo y provocó una depresión que puso fin al capitalismo liberal clásico, organizado sobre los principios de libre competencia entre empresas privadas, la no intervención del Estado en la economía y la competencia entre los Estados por los mercados del comercio mundial.
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En los años 30 del siglo pasado el capitalismo estaba enfermo, gravemente enfermo. Estados Unidos vivía la más grande depresión económica, la primera gran crisis del siglo XX, que comenzó con el crack de la bolsa de Nueva York en 1929. Ya en el siglo XIX había ocurrido una similar, entre 1873 y 1896, que se extendió a casi todo el mundo y provocó una depresión que puso fin al capitalismo liberal clásico, organizado sobre los principios de libre competencia entre empresas privadas, la no intervención del Estado en la economía y la competencia entre los Estados por los mercados del comercio mundial.
La pobreza extrema se apoderó del país, millones de norteamericanos vivían hacinados en casuchas de hojalata y cartón, las denominadas “Hoovervilles” (en alusión al presidente Herbert Hoover, a quien la crisis le estalló en las manos). Los productos agrarios perdieron el 60 % de su precio, debido a una sequía que coincidió con la depresión económica, la producción industrial descendió en un 45 %, y la Cruz Roja tuvo que repartir alimentos, para tratar de paliar el hambre.
En medio de esta crisis, en marzo de 1933, Franklin D. Roosevelt asumió la presidencia con el encargo de sacar al país de la debacle. Le asistió en esa misión John M. Keynes, como médico de cabecera, quien al igual que en la crisis del XIX asumió que el ciclo de liberalismo manchesteriano con su divisa central (”dejar hacer, dejar pasar”) había terminado y se abría uno nuevo caracterizado por un fuerte intervencionismo de Estado. Los humanos somos dados a simplificar, y en estos tiempos a híper-simplificar, de manera que hemos reducido las políticas de Roosevelt y Keynes a un incremento del gasto público y a una mayor participación del Estado en la economía. Ese relato es una verdad parcial. En realidad, las políticas demócratas fueron mucho más, como lo trajo a cuento Jeremy Rifkin, en su libro la Sociedad de coste marginal cero, hace unos años.
Se cumplen este mes noventa años del ‘New Deal’, y su caso adquiere vibrante actualidad en estos momentos de postpandemia, de incertidumbre y de un evidente regreso del Estado. El dogma neoliberal sobre la eficacia del mercado para resolver las necesidades de la sociedad ha salido seriamente dañado por la crisis del Covid-19. En medio de ella, todo el mundo volvió sus ojos al Estado, no al mercado, reducido a mínimos. Inclusive quienes semanas antes seguían predicando, como Ronald Reagan, que el problema era el Estado y el mercado la solución.
Recuerda Rifkin que en 1937 Harold Hotelling, economista y estadístico de la universidad de Stanford, propuso que la red de distribución eléctrica fuera financiada por el Estado. Consideraba que si ésta “era un bien público que necesitaba todo el mundo, la mejor manera de optimizar el bienestar general era sufragarla con fondos del Estado en lugar de dejarla en manos del sector privado”. La piedra angular de esa iniciativa fue la Tennessee Valley Authority (TVA), administradora de la mayor operación de obra pública concebida hasta ese momento, un conglomerado de 12 represas y una central termoeléctrica impulsado por Roosevelt entre 1933 y 1944, en el valle del río Tennessee, que recorre siete de los estados más pobres de la época: Tennessee, Kentucky, Virginia, Carolina del Norte, Georgia, Alabama y Misisipi.
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Sus argumentos, por supuesto, no convencieron a los defensores del libre mercado y enemigos de la intervención del Estado. Roosevelt, sin embargo, desoyó a los críticos y se dedicó a generar electricidad, pues las empresas privadas no estaban interesadas en tender líneas en zonas rurales “aduciendo que las viviendas eran pocas, estaban demasiado dispersas y carecían de poder adquisitivo para permitirse este servicio”.
Para diciembre de 1930, en Estados Unidos solo tenían electricidad el 90 % de las viviendas urbanas y el 10 % de las viviendas rurales. Buena parte de la población vivía en extrema pobreza y la ‘Gran Depresión’ profundizó dichas diferencias. Aunque el mercado rural no les interesaba, las compañías creían que el Gobierno no debía meterse y menos que la TVA les diera prioridad a los granjeros y a las comunidades rurales en la venta de electricidad. En términos coloquiales, ¡ni rajaban ni prestaban el hacha!
Para 1941, la TVA se convirtió en el mayor productor de electricidad del país. Las electrificadoras privadas acusaron a Roosevelt de crear “una pequeña Rusia roja en el valle del Tennessee”. Denunciaron que la constitución no otorgaba al gobierno la potestad de generar electricidad y llevaron su protesta ante el Tribunal Supremo, donde perdieron la batalla. Pero además de generar electricidad, la TVA se encargó de tender líneas eléctricas hasta las comunidades locales para impulsar la electrificación rural y extender las redes a todas las viviendas rurales. Resultado: Entre 1936 y 1937 se tendieron cerca de 120.000 kilómetros de líneas que llevaron electricidad a más de 300.000 granjas.
La historia que sigue es más conocida y está relacionada con la transformación de EE. UU. y el impulso que esto supuso a su modernización. La electrificación permitió extender la jornada laboral, aumentar la productividad y mejorar el bienestar de millones de familias rurales. En los primeros cinco años del programa, la electricidad llegó a más de 12.000 escuelas. La electrificación benefició la fabricación y la venta de electrodomésticos y ello representó un aumento del 20 % en las ventas, lo cual ayudó a reflotar la economía. También incrementó el valor de las tierras y proporcionó la infraestructura para la migración masiva de áreas urbanas a zonas rurales. Aquel proceso de suburbanización trajo nuevas oportunidades comerciales y millones de nuevos puestos de trabajo en lo que ha sido el período de mayor prosperidad económica en Estados Unidos.
De esta historia de éxito hay un matiz que ha caído casi en el olvido, y tiene que ver con la participación de las comunidades. Esa transformación no la hizo una empresa estatal; fue principalmente la empresa comunitaria, la sociedad civil organizada bajo principios de solidaridad, asociatividad y del bien común, que el Estado, en lugar de obstaculizar, facilitó. Gran parte de la infraestructura se financió con préstamos del Estado a intereses bajos a las cooperativas rurales, sin que el gobierno soportara toda la carga. Como lo afirma Rifkin, “El Estado decidió impulsar una institución económica distribuida, colaborativa y de escala lateral —la cooperativa— por considerarla el mejor vehículo para electrificar y transformar las zonas rurales. Esta forma de autogestión consiguió en solo 13 años lo que el sector privado y el Estado no podrían haber hecho en el doble de tiempo, y menos aún con un coste tan bajo. Rifkin recuerda que, actualmente, hay en EE. UU. 900 cooperativas eléctricas rurales sin ánimo de lucro que, “mediante cuatro millones de kilómetros de líneas, atienden a 42 millones de clientes de 47 estados”.
Más que el Estado, fue la sociedad la que hizo el milagro. Lo que sí hizo el Estado, y lo hizo bien, fue crear condiciones para que la sociedad civil pudiera actuar, en lugar de obstaculizarla.
El modelo neoliberal y la llamada cuarta revolución industrial han llevado a una paradoja: el período de mayor producción de riqueza de la historia es al mismo tiempo, el que genera la mayor desigualdad, a extremos moralmente inadmisibles, como lo demuestran los estudios de Thomas Piketty o los de Joseph Stiglitz, extremos que deslegitiman el sistema económico, desde la perspectiva ética. La intervención del Estado, con el propósito de nivelar las cargas y corregir los desequilibrios, se torna en una exigencia de los ciudadanos, pues alguien tiene que ponerle el cascabel al gato.
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Hoy es evidente que necesitamos más Estado que mercado, pero también más sociedad que Estado. Es necesario recuperar la naturaleza social arrebatada por el credo neoliberal.
Hay cientos de acueductos comunitarios, muchas carreteras han sido hechas a pico y pala por los propios campesinos y mantenidas por ellos, miles de iniciativas cívicas vinculadas al arte y la cultura. Es el momento de darle espacio a esa creatividad, y de apoyar las cooperativas de campesinos, las asociaciones comunitarias, las asociaciones de profesionales y las diferentes expresiones solidarias de la sociedad civil.
El presidente Joe Biden, en su reciente discurso ante la Unión Europea, habló de la necesidad de reinventar el capitalismo, y situó la lucha contra la desigualdad y la globalización salvaje en el centro del debate, a partir de reformar el sistema impositivo, aumentando la presión fiscal sobre grandes empresas y multimillonarios. “El sistema impositivo no es justo. Yo soy capitalista, pero cada uno debe pagar lo que le toca”, afirmó durante su discurso. Biden pretende elevar el tipo mínimo del impuesto sobre sociedades al 20 %. “En 2020, 55 de las corporaciones más grandes de EE. UU. tuvieron 40.000 millones en ganancias y pagaron cero dólares en impuestos federales. Simplemente, no es justo”, lamentó Biden. La pregunta subyacente es si en esta época de cambio climático, de transición energética y de inteligencia artificial, forzosamente tiene que ser el Estado el operador de todo el gasto público o si ha llegado el momento de una sociedad civil autogestionaria.
Examinar en detalle la experiencia de hace noventa años en Estados Unidos puede ser de mucha utilidad. Quizá no haya que inventar nada. Quizá lo que haya que hacer sea celebrar un ‘new deal’ a escala global.