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Conocí a Malcolm Deas en la Biblioteca Nacional mientras yo investigaba para mi trabajo sobre Los Años 20 en Colombia. Hace algo más de cuarenta años. Malcolm consultaba ficheros, como se usaba antes para el registro de los libros. Me tropecé con él y le hablé. Creo que lo hice en inglés. Yo ya había estado un año en Inglaterra por primera vez. Le dije que yo estaba trabajando en los años veinte y creo que me invitó a un café fuera de la biblioteca, en la carrera Séptima o algo así. Me sugirió dos libros relativamente raros que tengo muy presentes (no hace falta nombrarlos) y que eran muy pertinentes para mi asunto. Tenían el enfoque de la cotidianidad histórica, que ha sido siempre mi tema en este campo.
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Después tuve correspondencia con él y le presenté mi trabajo sobre López de Mesa. Me respondió en carta diciéndome, entre otras cosas, que López de Mesa era más bien “pendejo”. No estuve de acuerdo, pero no hacía falta discutirlo. Cuando Malcolm escribió en la Nueva Historia de Colombia sobre esos extraordinarios años 20 colombianos, citó mi trabajo sobre el tema, un honor que agradecí debidamente. Después yo estuve en Cambridge estudiando y me llegó una comunicación invitándome a un seminario en Oxford en Saint Anthony´s College, donde Malcolm trabajaba. Una estrella de ese seminario era el mexicano Pablo González Casanova, uno de los autores del boom latinoamericano, al que acabó perteneciendo Orlando Fals Borda. Con todo respeto, González Casanova no me impresionó en esa ocasión, pero fue bueno haber estado en la bella academia de Oxford, la casa de Malcolm Deas.
Más allá de lo personal, puedo decir (como muchos lo hicieron y lo seguirán haciendo) que Malcolm Deas sabía todo sobre la historia de Colombia. Creo que se enamoró de este país por una colombiana que estuvo en Oxford (esa es mi intuición) y ya nunca más se separó de esta tierra, aunque lo hiciera de la colombiana. Era un lector voraz de nuestra historia. Era una biblia en este campo y en Oxford se esforzó por dar su ayuda y su ilustrada guía a muchos colombianos que tuvieron la suerte de trabajar con él. Qué pena su partida.
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Dos ribetes de su erudición colombianista fueron el tema de la gramática en el panorama de la vida, la cultura y la política de este país durante el siglo XIX. No hace falta ilustrarlo, pues es de fácil percepción. Habiendo yo estudiado lingüística, entre otras cosas, me resonaban los nombres de Caro y de Cuervo y los muchos versos de los poetas nacionales que el pueblo leía, aprendía y veneraba. Por supuesto que Malcolm tenía razón sobre este rasgo, ya perdido, de nuestra nacionalidad.
La otra pieza de estos ribetes (frills and fringes, como dicen los angloparlantes) de la colombianidad tiene que ver con nuestra costa caribe. Como sabemos, Joseph Conrad escribió Nostromo, una novela sobre un país latinoamericano y de la costa caribe continental. Aunque el espacio nuclear de Nostromo es una mina de plata que despierta la codicia del imperio, hay muchos elementos en la obra de Conrad que rozan la historia colombiana: el subdesarrollo, las guerras civiles entre las élites criollas, gobernantes corruptos y populistas y una historia de secesión territorial, de independencia de una provincia –Sulaco en la novela- que recuerda el caso de Panamá instigado por Theodor Roosevelt.
Pero hay algo más revelador y es que el país de Nostromo gira en torno a un accidente geográfico: una monumental montaña – el Higuerota en Nostromo- que bordea el mar y que, como sabemos, es peculiar de Colombia con su Sierra Nevada de Santa Marta. Más dicientes son los topónimos de Conrad. El país de la novela se llama Costaguana, es decir, la Costa de la Iguana (quizá de la hicotea -recuérdese el “arroz con hicotea” del Tuerto López). El “gua-” de Costaguana puede también relacionarse con Gua-jira. El gran puerto de Suclaco se llama Cayta (¿acaso Cayta-gena, que es como pronuncian los nativos?) y el tercer puerto de esa costa ficticia es Esmeralda (¿Barranquilla?).
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Todo está mezclado en clave de meras evocaciones, como es propio de la ficción novelesca. Pero en algún momento hemos identificado a Costa-guana con Costa-verde, un paraje de la ensenada de Ciénaga, a sesenta kilómetros de Barranquilla (“sixty miles to the south”, dice en alguna parte Conrad). En otra novela de Conrad, Victory, se habla de “una costa pestilencial de manglares”, que parecen ser los de la Ciénaga Grande de la Magdalena, donde el protagonista de Victory se encontró con un “cazador de caimanes (Ciénaga es la tierra del caimán), casi fiera […] una adquisición mía en Colombia ¿conoces Colombia? [… De Colombia he estado viniendo hace mucho tiempo” –escribe Conrad allí.
Y bueno, ¿qué tiene qué ver todo esto con Malcolm Deas? Fue él quien reveló este vínculo (sobre el que yo he tejido más asociaciones, ya expuestas en otro lugar) entre Conrad y un gran amigo suyo en Londres: Don Santiago Pérez Triana, nuestro embajador en Inglaterra a fines del siglo XIX (Nostromo es de 1904), y todo parece indicar que mucho de Nostromo sale de las conversaciones entre Conrad y Pérez Triana en la capital a orillas del Támesis. A todas estas delicias, como puede verse, llegaba la erudición colombianista de Malcolm Deas.