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Decían que estaba loca porque desde niña se había acostumbrado a ser andariega. Su padre, un comerciante quibdoseño, y su madre, una modista y ávida lectora, recorrían el departamento montando negocios. Navegó por el Atrato, recorrió las carreteras del Chocó a lomo de mula, y estos paisajes encendieron la chispa de una imaginación que dio pie a una vocación literaria prolífica. Porque cuando murió, a sus ochenta y cinco años, Teresa Martínez de Varela había escrito narrativa, teatro, biografía, poesía y hasta ciencia ficción. Y aunque muchos de sus escritos quedaron inéditos, o contaron con una distribución exigua, pues se publicaron bajo sellos muy pequeños que ya no existen, el rastro de esta intelectual sigue muy presente en la cultura chocoana.
Decían que estaba loca porque fue la primera. La primera señorita capaz de usar minifalda en Quibdó, la primera alumna negra admitida en un colegio de alta sociedad cartagenero, la primera secretaria de Educación de Chocó y la primera en escribir columnas de prensa denunciando el profundo racismo que atravesaba su departamento. Decían que estaba loca porque quería escribir. (“El fetichismo del color”, ensayo de la Nobel de Literatura Toni Morrison).
A pesar de hacer parte de una cultura cuyos relatos pertenecen a la tradición oral, Teresa Martínez de Varela quería escribir para así catalogar, clasificar y compendiar las múltiples formas del folclor del Pacífico. Desde siempre, la lectura y la escritura hicieron parte de su entorno doméstico: “Mi papá y mi mamá tenían la costumbre de leer mucho. Cuando mi papá se iba para el trabajo, mi mamá leía y cuando mi papá llegaba ella le refería lo que había leído, o viceversa, y yo, oyendo. Ellos me marcaron ese camino. Todas las noches era «¿hasta dónde llegaste tú?». Y «pasó esto, y esto, y esto». Lo que más leían mis padres eran libros históricos y novelas. Recuerdo el Libro amarillo, sobre el Japón, Los miserables de Victor Hugo y La cabaña del tío Tom, especialmente”.
A los siete años, Teresa Martínez de Varela empezó a escribir pequeñas estampas poéticas que declamaba frente a la familia. Esas intuiciones retóricas resultaron ser muy convenientes mientras estudiaba en el colegio Pío X de Cartagena, cuando, a sus quince años, se ofreció a dar el discurso en las bodas de plata del colegio. Martínez de Varela era la única alumna negra en medio de una cohorte de señoritas blancas, y esto había traído un aluvión de burlas y suspicacias hacia «la chocoanita», como la llamaban con desprecio. (“El Chocó protesta y Primo Guerrero resucita”, por Nelson Fredy Padilla).
No había sido fácil para ella encontrar su lugar dentro del colegio, y supo que el discurso sería la oportunidad perfecta para demostrar su talento como escritora. Se paró frente a una comitiva de la gobernación de Bolívar, sus profesoras y compañeras, y leyó un texto en donde trenzaba sus recuerdos y su experiencia en el colegio con algunas reflexiones pedagógicas. El discurso fue tan contundente e impresionó tanto a los asistentes que al día siguiente fue replicado en la prensa. Su reputación como joven intelectual trascendió los muros del internado y, durante un par de años, fue oradora invitada a diferentes eventos por toda la ciudad. La vocación por la escritura la había hecho visible dentro de un entorno que era hostil con los cuerpos racializados.
***
Teresa Martínez de Varela nació en un hogar de la alta sociedad chocoana. Su abuelo materno fue uno de los españoles que inauguró la navegación por el Atrato y su padre fue un ebanista que hizo el trabajo en madera de las torres de la catedral de Quibdó. Sin embargo, esta historia familiar que pareciera hermanarse con la historia de su territorio no estaba exenta de ambigüedades y conflictos. Porque para Teresa Martínez de Varela, el Chocó era una región frente a la que se permitía arrebatos poéticos, pero sobre cuya idiosincrasia se pronunciaba duramente.
En Quibdó dudaban de su talento literario. Como lo comentó en una extensa entrevista que le hizo su biógrafa Úrsula Mena Lozano, después de publicar su primera novela, Guerra y amor (1947) —una historia de amor entre dos jóvenes antioqueños durante la Segunda Guerra Mundial—, que recibió críticas desfavorables: «Los chocoanos decían que esos no eran escritos míos sino de los periodistas que escribían los boletines, desconociendo que el argumento, la trama eran de mi autoría». Del mismo modo, cuando comenzó su carrera como maestra quiso buscar una plaza en su ciudad: «Yo no podía ser maestra en Quibdó, por ser negra. Parece mentira, ¿no?».
Sin embargo, esas fracturas con su comunidad desaparecían cuando se trataba de defender los intereses políticos y económicos de su departamento. En 1954 Gustavo Rojas Pinilla quiso pasar un proyecto de ley que buscaba desmembrar el Chocó. Teresa Martínez de Varela aprovechó la visita del gobernante a Quibdó para organizar una protesta en el Parque del Centenario, junto con un puñado de intelectuales. Rojas Pinilla pensó que se iba a encontrar con un público pasivo que aplaudiría y lanzaría vítores según el guion del protocolo, pero lo que sucedió en el parque fue muy distinto.
Sus compañeros le dijeron que estaba loca e intentaron disuadirla, pero la joven escritora no hizo caso y se acercó a la tarima. Imprecó el proyecto de desmembramiento. En un giro arriesgado, en donde política y poesía se encuentran, Martínez de Varela comenzó a leer en voz alta los versos que había escrito bajo el título La epopeya de la desmembración, un canto al territorio chocoano con el cual buscaba convencer a Rojas Pinilla de lo equivocado de su proyecto.
Atisba allá en los Andes el cóndor altanero!
La noche septembrina llorando lo encontró
Y nuestra ave con su canto, telúrico, agorero
Laméntase en la sierra diciendo «mi Chocó»
Y ruge entre las sombras la selva milenaria!,
El cielo encapotado y el rústico aluvión
Y el alma de una raza antigua y legendaria
Sacude el calendario de la gloria y tradición!
Tal vez fue una combinación de la fuerza del poema, la manera en la que Martínez de Varela lo recitó y las prácticas demagógicas del gobernante, pero su acción poética y política logró lo imposible. Rojas Pinilla accedió a reunirse con los jóvenes intelectuales y escuchó un poco más sobre la situación real del departamento.
Un año después, Rojas Pinilla invitó a Teresa Martínez de Varela a hacer parte de la Caravana Nacional de Periodistas, una comitiva que recorrería todo el Chocó —desde la desembocadura del San Juan, bordeando el Pacífico, hasta llegar a la frontera con Panamá— con el propósito de que los periodistas escribieran varias crónicas sobre la expedición. De los treinta y ocho periodistas, la única mujer era ella. Y por esta razón especularon sobre sus intereses en el viaje y la llamaron vagabunda. Así le describió la experiencia a su biógrafa Úrsula Mena Lozano:
“¡Imagínese! ¡Treinta y siete hombres y una mujer en la boca de esos chocoanos! Y donde llegábamos la gente se asombraba creían pues, que el hecho de yo ir ahí no era misión cultural ni algo por el estilo, sino pura vagancia. Vea, yo me acostaba en mi camarote y dejaba la puerta del cuarto abierta, y toda la noche era una romería de esa gente entrando y saliendo para ver qué se pillaban, cuál era el movimiento que había ahí en mi cuarto […]”.
A pesar de las suspicacias, la escritora sabía que su presencia en la caravana era indispensable. No sólo porque el viaje por el Atrato y el Baudó le permitió recolectar material que luego transformaría en ensayos sobre el folclor del Pacífico —sobre todo de la cultura indígena cuna, que generalmente es pasada de largo cuando se piensa en el Chocó—, sino porque le hizo entender que ella ocupaba un lugar como mujer dentro de la esfera pública del departamento.
En un tiempo en el que la mujer colombiana asomaba poco a poco la cabeza en la política, Teresa Martínez de Varela entendió que sus intervenciones abrían también espacios para otras que querían pronunciarse.
***
Decían que estaba loca porque era negra, y la relación con su identidad se encontraba llena de quiebres, ambigüedades y preguntas. Cuando joven, fue de las primeras mujeres en Quibdó en alisarse el cabello con un peine de hierro que era calentado al fuego. Este gesto hoy podría leerse con recelo, pues, gracias al activismo feminista negro, llevar el cabello de manera natural es una expresión política que reta los modelos de belleza coloniales. Pero Teresa Martínez de Varela sólo quería adaptarse a esos modelos. En esas pelucas lisas que usó a lo largo de su vida se asomaba, sobre todo, una relación dolorosa y ambivalente con la cuestión racial. Esto se ponía de manifiesto cuando le preguntaban, por ejemplo, por su matrimonio fallido con el comerciante antioqueño Pedro Varela. Como lo contó en una entrevista con Úrsula Mena, rechazó de manera intencional a todos los pretendientes negros que tenía en Quibdó:
“Yo no quería tener hijos negros porque yo había sufrido mucho con esta raza. […] Entonces eso le crea un complejo a uno y un complejo con razón. […] Yo decía claramente «yo no me caso porque lo que he sufrido con este color no se lo dejo a mis hijos». Tal vez ellos no tendrían la misma resistencia, el mismo coraje que yo he tenido para enfrentarme a toda esta lucha”.
Y sin embargo, fue la cuestión racial la que estuvo en el centro de toda su producción intelectual y literaria. En 1983 publicó Mi Cristo negro, una novela biográfica inspirada en la vida de Manuel Saturio Valencia, el último hombre fusilado con las armas del Gobierno por órdenes del general Rafael Reyes. Este personaje hacía parte de la tradición popular chocoana, y desde muy joven Teresa Martínez de Varela había sentido curiosidad por saber un poco más sobre su vida:
“Mi papá, que era músico, cuando comenzaba a cantar con mi mamá decía: «¡Ay, hombre!, esta canción es del finado Saturio». Si se hablaba de música, se hablaba de Saturio; si se hablaba de derecho, se hablaba de Saturio; si se hablaba de educación, se hablaba de Saturio”.
Comenzó a investigar sobre la Guerra de los Mil Días y sobre los acontecimientos que rodearon su muerte. Descubrió que Saturio era poeta, como ella, y empezó a encontrar tantas similitudes entre su vida y la del soldado caído que por momentos se hacía llamar «médium del espíritu del mártir». Porque algo en la historia de ese hombre la inquietaba. La manera rebelde en la que había defendido su territorio y la forma en la que había sido ejecutado y borrado de cualquier relato nacional en donde se abriera la posibilidad de ver a un hombre racializado como vencedor y no como vencido:
“Al llegar a la V leí Vivas Adriano y Valencia Saturio, pero este último tenía una nota «fusilado con las armas de la Ley, por incendiario» […]. Me pareció que ahí había algo oculto, una «tramoya», pensé que eso era lo que habían estado haciendo conmigo, lo único es que no habían buscado asesinarme con las armas de fuego sino con el fuego de la lengua”.
Para Teresa Martínez de Varela, la escritura de esta novela se convirtió en una investigación que lindaba con lo judicial. Se sumergió en archivos para buscar pruebas que le permitieran, como ella misma lo anuncia en el prólogo del libro: “Demostrar la inocencia de este líder y mártir de la raza negra, ajusticiado con sevicia, odio y crueldad por los blancos terratenientes del Chocó, quienes impulsados por la envidia y la injusticia cometieron su crimen en la persona del aventajado contendor en todas las lides de la inteligencia y del valor humano”.
En 1987 publicó Diego Luis Córdoba, una obra en donde abandona la ficción y se concentra en investigar y narrar la vida de uno de los políticos racializados más importantes del país. La biografía se centra en la labor de Diego Luis Córdoba como congresista a principios de la década de los treinta. Este libro le permitió a Teresa Martínez de Varela seguir investigando sobre las maneras en las que se tejía la política nacional y el rol de los activistas racializados dentro de su historia. En 1992, publicó El papi gamín, su tercera novela.
El relato salió bajo un sello editorial creado por el Grupo Niche, que era liderado por su hijo Jairo Varela. Basada en una noticia que circuló en los medios nacionales, la novela cuenta la historia de un niño de ocho años que vive en la calle y que adopta a otra niña abandonada en el Parque Nacional de Bogotá. Desde el prólogo, Teresa Martínez de Varela marca el tono moralizante de la obra: «El papi gamín es un clamor al Todopoderoso por la angustiosa agonía del pueblo colombiano. Para la posteridad es un mensaje de paz, amor y esperanza». La obra, que construye una trama complicada llena de puntos de giro a veces poco verosímiles, pone de manifiesto los fuertes cuestionamientos que tenía la escritora frente a la manera en la que el Gobierno nacional parecía ver con indiferencia las altas cifras de pobreza y abandono infantil en Colombia.
Pero antes, durante y después de la escritura de estos libros siempre estuvo la poesía, a pesar de que tomó la decisión de que esta se mantuviera inédita. A lo largo de su carrera exploró la tradición mística, y muchas veces cruzó este imaginario con tópicos sobre la selva, el territorio y el profundo desamor que le causó la ruptura de su matrimonio.
¡Oh! Ya entiendo el argumento. Su lógica es divina
Amor es siempre ciego si falta la razón
No todo lo que brilla es piedra diamantina
Ni todas las promesas las habla el corazón
Acepto el sufrimiento. Es loca fantasía
Hallar al ser que emule su amor con mi bondad
Observo que en el mundo hay tanta felonía
Que vida engendra muerte… y luz, oscuridad!
***
La última obra literaria que Teresa Martínez de Varela escribió, y que aún permanece inédita, lleva por título Alucinaciones de la dimensión desconocida. Se trata de textos breves en donde la escritora se da la licencia de mezclar autobiografía con ciencia ficción para narrar la manera en la que una aparición, tal vez un ángel o un espectro, la había guiado a lo largo de diferentes decisiones que había tenido que tomar en la vida. Me resulta interesante pensar estos textos a la luz del movimiento cultural y literario afrofuturista, nombre acuñado en los años noventa por académicos estadounidenses.
Porque en estos textos, Teresa Martínez de Varela se vale de un género que durante muchos años perteneció únicamente a escritores blancos, que imaginaban futuros en donde el progreso tecnológico lograba cambiar radicalmente las civilizaciones. Para muchos críticos literarios y culturales, cuando la ciencia ficción es usada por mujeres o por escritores racializados, su contenido toma un tinte político. Porque el solo gesto de imaginar un futuro en donde esos cuerpos viven sin opresión, le da un giro a este género literario, pues deja de ser meramente una fabulación y comienza a operar como una invitación para movilizarse hacia esos nuevos tiempos.
Los fragmentos que hacen parte de Alucinaciones de la dimensión desconocida son deshilvanados, sobrenaturales y casi místicos. Difíciles de leer. Pero demuestran la libertad absoluta con la que Teresa Martínez de Varela entendía la escritura y la vida. Porque en su literatura las convenciones se pasan de largo y les dan cabida a las reflexiones de una mente inquieta que todo el tiempo mantuvo los ojos bien abiertos para entender su territorio y la cuestión racial como caminos para comprenderse a sí misma, sin importar los comentarios maledicentes que pudiera levantar esa búsqueda, y sin dejarse poner en el lugar subordinado en el que históricamente las élites centralistas del país han puesto al Chocó. Porque ella sabía por qué decían que estaba loca: «Decían que yo estaba loca, que estaba loca porque quería ser sabia».
* Escritora y autora del libro. Publicó el poemario El lado salvaje (2016) y la novela Animales del fin del mundo (2017). Este texto se publica por cortesía de Penguin Random House Grupo Editorial.