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Tensión, fricción, alegría pura, pero también nostalgia y melancolía, eso es ABBA, una oda a las emociones, un viaje por los sentimientos y por el goce de la vida. Su primera canción, People need love, lo advirtió: “La gente necesita esperanza, la gente necesita amar, la gente necesita la confianza en el otro, la gente necesita amor para ganarse la vida, la gente necesita fe en una mano amiga”. En un mundo dominado por la música que venía del Reino Unido y de Estados Unidos, un pequeño país escandinavo vio nacer a una agrupación que marcó el pulso de la música de los años 70. Explorar nuevos sonidos y nuevas letras, así como romper las fronteras musicales de su país cantando en inglés, fue la premisa del grupo sueco. Esforzarse por sacar una canción lo mejor posible, a pesar de saber que la que venía al día siguiente podía ser mejor que las anteriores, y que el esfuerzo del trabajo diario era la única certeza en medio de la incertidumbre que trae el ser artista, fue su día a día.
Y sí, la música estadounidense y británica fue una constante en la vida de Agnetha Fältskog, Björn Ulvaeus, Benny Andersson y Anni-Frid «Frida» Lyngstad, sobre todo siendo adolescentes, pero también el schlager alemán, las baladas italianas y el chanson formaron parte de su universo musical, y de ahí se agarraron para crear una apuesta exótica, un sonido único que no es ni pop ni rock, es el sonido de ABBA. Sin tener una fórmula o una receta que seguir, al contrario, admitiendo que varias veces sus cintas terminaron en la basura, la construcción de credibilidad como agrupación estaba detrás de cada letra, de cada armonía, de cada melodía, más allá de que sus canciones llegaran a sonar en los epicentros musicales de la época. Eurovisión, el certamen musical al que se volcaba la atención de toda Europa, los rechazó la primera vez, pero Waterloo, esa canción que retoma la derrota de Napoleón, y que dice “traté de detenerte, pero tú fuiste más fuerte, y ahora parece que mi única opción es renunciar a la lucha”, los puso en el centro del mapa musical. ¿Ahora qué? La verdad es que no había respuesta, el camino estaba marcado por el ensayo y el error. Lo único cierto era que las puertas del mundo se les empezaron a abrir y como tal tenían que responder.
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Unas cabañas ubicadas en la Isla de Viggsö, en el archipiélago sueco, fueron el epicentro de su inspiración. En las mañanas, cuando Ulvaeus escuchaba las primeras notas que Andersson tocaba en el piano, anunciándole a su compañero que estaba listo para dejar que el paso del tiempo los inspirara, empezaba una jornada eterna de composición. Desnudando sus almas, teniendo como única protección el piano y la guitarra acústica, encontrar el tempo correcto de las canciones les tomaba horas. La paciencia y la incertidumbre los acompañaban. Títulos como Fernando y Dancing Queen nacieron allí, en ese paraíso musical, pero la vida detrás de esas letras se las dio la espontaneidad y la creatividad dentro del estudio de grabación.
La obsesión por los sonidos de Michael B. Tretow, por aquellos locos y fuera de lo común, llevó a la banda a consolidar una identidad propia a partir de las ganas que tenían por innovar, a pesar del poco presupuesto que tenían para hacerlo. A falta de dinero, tenían determinación e imaginación. La recursividad fue su as bajo la manga. Ya tenían las letras, la composición musical, las armonías en las voces femeninas, necesitaban potenciar al máximo su sonido, irrumpir con él. Grabar la guitarra, sobreponer una segunda grabación del instrumento sobre la primera y alterar mínimamente la velocidad entre las dos piezas creó “el muro de sonido” con el que ABBA logró dar vida al eco de Mamma Mia, esa huella que les permitió despegar como grupo y marcar su territorio en la historia de la música.
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Reconocer que un título no funcionaba, que el orden de los versos en el papel era equivocado y aprovechar las diferencias entre ellos para engrandecer el grupo, es decir, aprender en el paso a paso, los ayudó a hacer de sus canciones himnos de la época. Algunas de ellas, incluso, han permanecido ilesas frente al paso del tiempo. Dancing Queen, esa canción que desde la primera estrofa llama al júbilo, a disfrutar la vida en el momento, que sitúa a quien la escucha en un tiempo y en un espacio de alegría plena, donde el baile rige todo lo demás, en un principio no tenía ese título. En el papel, la canción se llamaba Boogaloo, pero el saber que una pieza no está terminada hasta el último momento, que se tienen que hacer los arreglos que la canción por sí misma exige, la convirtió en el tema que hoy conocemos.
ABBA mantuvo viva su música casi por una década. El grupo, en su última etapa, quizás la más madura, desnudó su alma a través de sus letras. Si bien sus composiciones venían siempre de la experiencia propia, de lo que ellos veían a diario, marcadas por un sello de autenticidad que les daba el hacer música lejos del Reino Unido y de Estados Unidos, sus últimos cantos revelaron el alma detrás de los artistas, mostraron el alma de los cuatro seres humanos detrás del fenómeno musical. Así nació The winner takes it all, una canción que les permitió soltar y vivir las emociones que resultaron de las rupturas al interior del grupo, porque ellos, además de tener un proyecto musical, trataron de mantener un proyecto de vida en común. Y sí, lanzar esa canción fue un tema de debate, fue un momento de extrema sensibilidad y vulnerabilidad, pero también significó la oportunidad de poder imprimir emociones propias a las letras.
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Reconocer los límites de un proyecto y saber en qué momento apartarse, con la idea de no hacerle daño a lo que se ha construido a lo largo de años de trabajo, llevó al mundo a tener que decirle adiós a ABBA. Ulvaeus y Andersson continuaron en la música, fueron quienes escribieron las letras de Chess, el musical, y jugaron un rol activo en llevar las canciones de ABBA a las tablas y al séptimo arte, pero Fältskog y Lyngstad, a pesar de que intentaron tener una carrera como solistas, decidieron apartarse de la música por un tiempo. La primera, incluso, confesó que a lo largo de diez años dejó de cantar y de tocar, pues decidió cerrarse por completo y refugiarse en el silencio. Lyngstad, por su parte, reconoció que dejó de escuchar esas canciones que alguna vez formaron parte de su vida, pues decidió alejar el sonido de ABBA lo más posible de sí misma. Sin embargo, unos casetes con algunas de las canciones remasterizadas la hicieron cambiar de opinión. Escuchar esas grabaciones, una y otra vez, le permitió reconocer su propia voz, así como la de su compañera, y entender la huella que ABBA ha dejado en la historia. Solo queda por decir: “Gracias por la música, por las canciones que estoy cantando, gracias por toda la alegría que traen. ¿Quién podría vivir sin esto?, pregunto con toda honestidad. ¿Qué sería de la vida sin una canción, sin un baile? Entonces digo: Gracias por la música, por haberme dado todo esto a mí”.