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De niño tuve una epifanía precoz: sentí mucha tristeza de la humanidad. Esto signó mi vida. No era un dolor mío, no había motivo. Fui feliz. Pero, aún así, arrastraba una persistente tristeza ajena.
Necesité siete décadas para encontrar, entre la niebla, el motivo de esa melancolía de origen, para remontarlo a la esfera de la razón. Las ciencias humanas me enseñaron que de la especie humana se puede esperar cualquier cosa: lo mejor y lo peor. Cuatro, tres, dos millones de años lo dicen todo. El ser humano pertenece a una especie trastornada, enloquecida, que huye de su origen e inventa lo que sea para negarse, para justificarse. Es el animal que ya no es, dice Agamben. Y esto es grave.
Lo anterior siempre hizo parte de mis intuiciones de juventud, pero siete décadas de lecturas informadas me fueron situando en el entendimiento de la enigmática especie animal de la que hago parte. Antes de desaparecer de este mundo, quise tener claridad. Entonces he venido a sentir un dolor racional aún más profundo. Pertenezco a una especie perdida que a ciegas avanza hacia un final incierto. Ahora puedo sentarme tranquilo a tomar mi té en Babilonia. Dudo que encuentre con quién. Este poemario es hijo de ese inmenso dolor.
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***
En los relatos que inventan las fotografías,
camperos de lonas en llamas gotean
sobre carbones rojos que de la tierra suben.
En el nombre del hijo del hombre
abandonado en el sanatorio del mundo,
aletean en los pajonales
vacíos sombreros de labriegos muertos.
En los pedregales de los ríos grises
cabezas de niños observan el agua.
Pañolones de empaladas mujeres extienden sus hilos
de una alambrada a la otra.
Vacas normandas que suben de establos
profundos
ante la luna mastican alfalfa,
lamen en los estacones y alambres punzantes
vestigios de saladas lágrimas.
***
Mienten por piedad las tribus,
dicen estar viendo salir de la nada las viejas cosas de
todos los días.
Cacerolas, pájaros, peces y sandalias
que el Señor
nombra como nuevas y reúne a sus pies.
Regresan de las tinieblas los montes
donde habían ido,
los océanos salan de nuevo sus uñas, sus
sienes, sus dedos.
Babilonia peina aquellas cejas derrotadas hasta
verlas dormir.
Las conduce donde las sábanas son santos sepulcros.
Al amanecer, llora a gritos:
El Señor que era mi vida partió mi corazón,
acabo de sentir el helaje de su abandono,
su fuga pasó por mi alma.
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***
Combatientes de largos caminos y pies
polvorientos
traen orejas atravesadas de espinas de
cardos, aretes
de cobre.
Con hachas inquietan la paz de la tierra,
deshilachan
la hierba que duerme,
olfatean peligros detrás de las piedras.
Miradas de otros tiempos salen a la vista,
rostros desconocidos que un día ofendieron umbrales,
colmillos que sorbieron sangre de inocentes a la luz
de la luna.
Pasado el combate degollarán las criaturas que sobren
ocultas
tras la sombra del humo y las vigas.
De regreso a la cordillera
cantarán himnos de fe y esperanza
en un edén político,
que esperó por siglos sin darse en la Tierra.
Mientras baja del éter la promesa de llevarse al cielo
el polvo de los desterrados con sus mares
de lágrimas,
las mujeres libres y los resucitados huesos de los
pensadores,
que sea en la Tierra el infierno que sea.